ESPECTáCULOS › LA COBERTURA DEL DRAMA DE JUAN CASTRO, SEGUN TRES INTELECTUALES
Una caída en las fauces de la maquinaria
Tres investigadores –Nicolás Casullo, Nora Maziotti y Alejandro Kaufman– analizan, con opiniones no siempre coincidentes, el impacto que la tragedia de Juan Castro provocó en la audiencia y el tratamiento que los medios, especialmente la televisión, le están dando al tema. Los dilemas que surgen ante la caída de un ídolo, y que en este caso fue literal.
Por Emanuel Respighi
Uno de los afiches institucionales de Canal 13, que por estos días empapelan la ciudad de Buenos Aires, causa impresión y produce cierto escalofrío en los transeúntes observadores. Bajo el rostro en primer plano de Juan Castro, con sus enormes y bien abiertos ojos verdes, la palabra “VERDAD” emerge como uno de los pilares irrenunciables que acompaña su trabajo periodístico. Como la síntesis de Castro como persona-personaje. Es que así fue como él construyó su relación con los televidentes, un vínculo que desde los tiempos de Zoo –el ciclo periodístico que condujo junto a Dolores Cahen D’Anvers por América– alimentó el “decir siempre la verdad”, aunque duela y cueste lo que cueste. Una forma de relacionarse con el público que llevó al periodista a no diferenciar entre el trabajo profesional y su vida privada. Castro hizo de la confesión un estilo, que no eludió el admitir públicamente su homosexualidad o contar frente a cámaras su “temporada en el infierno”, tal como definió el mismo Castro su internación el año pasado por un problema de adicción.
La tragedia que por estos días sacude al conductor de radio y televisión vuelve a poner de manifiesto, una vez más, un aparato mediático que pareciera no crepitar con la desdicha ajena. Docenas de móviles de exteriores montados en el Hospital Fernández, opinólogos “especialistas en...” que elaboran sus propias (y endebles) teorías, flashes en vivo cada cinco minutos aun cuando no haya nada nuevo para contar: todo sirve para rellenar minutos de programación con la “noticia caliente”. Se sabe: la desgracia de alguien famoso y querido duele, y también vende (ver aparte).
“Lo primero que se piensa es en el gran negocio de rating que es el suicidio, el accidente, la muerte violenta e inesperada de una figura del espectáculo”, detalla Nicolás Casullo, escritor, docente universitario y director de la revista Confines. “Como una actuación cumbre de la víctima de la que se nos cuenta, por décima vez, los centímetros más allá o más acá de una baldosa donde su rostro se deshizo contra el piso. Pero es redundante este cinismo del observador y del objeto observado, a esta altura de las estaciones espirituales de la civilización. Ya todo se sabe y todo se pactó massmediáticamente entre el animador y la plata. El televidente, entonces, tendrá la oportunidad de tocar lo fatídico, ese pequeño abismo del fin del sentido que ya no hay telenovela que lo consiga, ese vacío en el estómago, catárquico, de miedo. ‘El placer del displacer’, como decía Immanuel Kant.”
En el mismo sentido que su colega, el docente de Ciencias Sociales de la UBA, Alejandro Kaufman, señala que la tragedia del famoso es “una tradición de la industria cultural que acude a retóricas y procedimientos automáticos repetidos hasta el hartazgo”. Sin embargo, el investigador señala que cada figura aporta sus particularidades. “Si Favaloro –detalla el crítico cultural– testimoniaba con su muerte voluntaria la catástrofe que el país demoraba temerariamente en advertir, la trayectoria de Castro remite a una singular puesta en escena de temas y problemas que podríamos considerar de vanguardia: la condición gay, el uso de sustancias que alteran la conciencia, algunas modalidades de la exhibición de la intimidad. Estos temas no consiguen manifestarse como tópicos plenos de una agenda pública ‘democrática’ porque la desproporcionada farandulización que se produce con ellos, la figuración desmesurada de ese tratamiento espectacular en la agenda de los medios, opera de un modo que tal vez pueda considerarse ligado a las singularidades argentinas. ¿Qué hacer ante la diferencia cultural, de género, de sensibilidades? Mostrar para ocultar. Una estrategia en definitiva censora: en lugar de silenciar y reprimir, gritar y gozar.”
Por su parte, y desde otro rincón, la investigadora de la UBA Nora Maziotti redime la cobertura mediática que se realiza sobre el caso Castro, responsabilizando su feroz mecanismo a la relación que el periodista construyó con los medios. “En realidad, fue él quién aceptó confesarse en público. Y eso era muy valorado por su gente. Entonces, ahora no se trata de que los medios se meten en su intimidad: sacan partido de la vida íntima que el propio Castro se encargó de publicitar. Castro manejaba eso, conocía la lógica de los medios y sabía a lo que se exponía. Claro que el estar tan expuesto y reconocido te genera un sentimiento de mucha exigencia y de estar siempre bien. Y en el fondo, los famosos también son seres humanos, con todas sus miserias y virtudes”, apunta.
En tiempos en donde pareciera que todo debe ser televisado para que se le reconozca su existencia, Castro, con su estilo directo y sin eufemismos, pudo haber sido, según Kaufman, una víctima inocente de la industria cultural del siglo XXI. Un mecanismo mediático, el televisivo, que perdió toda rigurosidad frente a la permanente búsqueda de impacto. “Estamos desprevenidos –señala– frente a estas desmesuras mediáticas porque en estos años de democracia incipiente y discapacitada hemos disfrutado de una libertad de expresión en apariencia sin límites, mientras otras condiciones esenciales de las democracias burguesas no sólo se hicieron desear sino que descendieron en forma abismal. Entonces, la libertad de expresión queda colonizada por la sensiblería, por la obscenidad, por una falsa transparencia que escamotea gran parte de lo que valdría la pena decir.” Y añade: “Es curioso, porque este mismo mecanismo incrementa el martirologio: Castro podría haberle dado otro carácter a sus eventuales aportes a una cultura avanzada, pero él mismo cae víctima de la máquina y refuerza con su propia desgracia el relato funcional a los dispositivos de dominación”.
La cobertura por 24 horas de los medios no hace más que reflejar al extremo la ingeniería televisiva de la época: estar, agobiar, (des)informar, en pos del interés social. Un cobertura “todo terreno” que no distingue entre lo público y lo privado. “Castro es hoy la abrumadora conciencia que tenemos de su privacidad última, que se nos escapa”, se explaya Casullo. “Una intimidad, él que hizo gala de contarla toda, que ahora en cambio no nos regresa. La ‘fascinación’ más bien morbosa, entonces, es esa falla del televisor. Para él, en cambio, todo quedó por fin dentro suyo, en un recogimiento imprescindible, aunque para eso ha tenido casi que entregar la vida. Es el precio de algo propio. La cosa adentro, como el infierno, martirio, o esa cruel ‘autonomía del sujeto’ que todavía se porta.” Y concluye Casullo, a modo de denuncia: “Como en otros casos similares, lo que falló es el set de su casa, eso que vivió en su departamento: hubiese sido primer plano, medio plano, plano entero, ahora a esa cámara, cámara dos. La ausencia de todo eso construye un género, detectivesco, aunque no salvó a Juan del puerco mundo. No era día de grabación”.