ESPECTáCULOS

La crucifixión, según Mel Gibson

En su debut en la ficción, el realizador de documentales ejemplares como Vivir y Dársena Sur hace de un policial con marginales bonaerenses una reflexión sobre la herencia de la dictadura. Por su parte, La pasión de Cristo, de Mel Gibson, convierte al Via Crucis en un espectáculo sadomaso.

 Por Horacio Bernades

Un torso cruzado de latigazos, un rostro convertido en guiñapo sanguinolento, la multitud pidiendo a gritos una crucifixión, la maza cayendo en ralenti sobre el clavo, el plano detalle que muestra cómo el clavo penetra la mano: esa es la clase de cosas que se recordarán de La pasión de Cristo, antes que cualquier imagen piadosa o sublime, antes que cualquier incitación al recogimiento o la meditación. Estrenada en Estados Unidos el Miércoles de Ceniza, la película más ambicionada, sentida y personal en toda la carrera de Mel Gibson convierte el Via Crucis en una suerte de superespectáculo sadomaso, que difícilmente convenza a nadie sobre las razones de la fe e informe sobre la situación y el contexto en el que el Hijo de Dios fue traicionado, capturado y crucificado. Ni qué hablar de repensar esa mitología desde una perspectiva contemporánea.
Nada podría estar más lejos de las intenciones de Gibson, ultrafundamentalista católico para quien –por más que hayan sido escritos por gente de carne y hueso, que ni siquiera presenció los hechos que narra– los Evangelios son palabra de Dios, por lo tanto indiscutible. De allí que, con el mismo mesianismo con que construyó una iglesia para los miembros de la secta integrista que encabeza su padre (un octogenario que niega el Holocausto y abjura del modernizador Concilio Vaticano II), el actor que había hecho de cura católico en la anterior Signos puso de su bolsillo (invirtió, visto todo lo que recuperó) 25 millones de dólares para producir, escribir y dirigir su versión de la Pasión, que por suerte se abstuvo de protagonizar. Si lo hubiera hecho, hubieran quedado más a la vista los paralelismos entre este Jesús ofendido, vejado y pisoteado con el William Wallace de Corazón valiente o los protagonistas de Revancha y El patriota, fábulas en las que la venganza funciona como justificación del reaccionarismo en pie de guerra.
Basada en los cuatro Evangelios y en dos libros escritos por monjas, la Pasión de Gibson se concentra en las últimas doce horas de vida de aquel en quien los cristianos ven al Salvador. La historia es conocida: traicionado por Judas el Macabeo y por Caifás, líder espiritual del pueblo judío, Jesús (Jim Caviezel) es llevado ante Poncio Pilatos, gobernador romano de la zona, quien primero intenta delegar responsabilidades en el rey Herodes y luego se lava las manos, aceptando el pedido de crucifixión formulado a gritos por Caifás y los suyos, conduciendo al Gólgota al hijo de María y José y consumando el sacrificio. Sacrificio al que este Pilatos releído curiosamente se resiste y que responde, en verdad, al plan divino, quien así lo habría determinado para que la humanidad entera pueda lavar sus pecados, asumidos por el Salvador. ¿Es entonces el Dios de los Evangelios un cruel antecesor de Maquiavelo, un programador obsesivo, dispuesto a sacrificar a su hijo con tal de salvar a la humanidad? ¿Por qué la humanidad queda libre de pecado con el sacrificio del Elegido? ¿Queda libre de pecado o llena de culpa?
De más está decir que si a algo aspira la película de Gibson es a obturar toda pregunta, ejerciendo un relato que parecería afirmar su seguridad en la convicción de contar con el guionista más indiscutible: Dios. De esa literalidad (Gibson declaró haberse atenido a la letra exacta de los Evangelios) deviene uno de los mayores problemas de La pasión de Cristo, el mismo de todo film literario: su total previsibilidad, la sensación de déjà vu que dejan las frases, escenas y parábolas por todos conocidas, la certeza de que el hombre detrás de la cámara está atenazado por un texto cuya más mínima revisión sería sinónimo de herejía. Contradictoriamente con esa declamada voluntad de literalidad y atendiendo las obvias necesidades comerciales (que incluyen un marketing de falsos collares y coronas de espinas), Gibson sin embargo convierte la Biblia en un film de gran espectáculo, llamado a impresionar, sacudir, conmocionar. De allí el hincapié en la sangre, la tortura, los castigos, pero también en una fotografía proclive a chorros de luz, fuertes contrastes lumínicos y artificiosos azules nocturnos.
De allí también la mayor novedad que aporta La pasión de Cristo: la de la Pasión narrada como film de terror, en su variante más gore y explícita. No sólo el espectáculo hemofílico, sino también la presencia de Satán (que es mujer y de cuyas fosas nasales asoman serpientes), así como de algún demonio menor (como salido de una de zombies) y algún bebé mutante, digno de películas como It’s Alive o The Brood. Al lado de estas curiosidades, poco importa que el film de Gibson sea o no antisemita. Está claro que sí lo es. No sólo porque la masa judía se desgañita pidiendo la crucifixión, sino porque hasta aparece el famoso “judío bueno”, que acepta cargar con la cruz del Señor. Lo que cabría preguntarse es si los propios Evangelios no lo son también o si no habría que leerlos de otra manera. Pero esas son preguntas que Gibson jamás se hará.

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La pasión de Cristo apela a recursos del cine de terror gore.
 
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