EL PAíS
Morir por un sí o por un no
Por Martín Granovsky
¿Cuántos eran los que saltaban sobre las baldosas limpísimas y brillantes de ese recinto con techo a dos aguas y balcones que daban a un recinto cerrado mayor que una cancha de básquet? Imposible saberlo. Pero todos hacían lo mismo. Entraban, gritaban, saltaban y salían. Entraban, gritaban, saltaban y salían. Y pensaban. Y lloraban.
Una consigna es una consigna. Y suele gastarse. Pero cuando se repite durante media hora, se convierte en un ritual. “Como a los nazis/ les va a pasar/ adonde vayan/ los vamos a buscar.”
No había ningún marino de la dictadura a la vista en esa construcción que tenía dos ventajas: era grande y era cerrada, como para permitir una explosión de sentimientos bien adentro de la Escuela de Mecánica de la Armada. Tampoco alcanzaban las referencias de las calles interiores: Bouchard y Jorge. El primero, un marino de San Martín. ¿Y el segundo? Tampoco informaban nada especial las placas del exterior, puestas allí por las víctimas del incendio del rastreador Fournier en 1950. Unas habían sido arrancadas, seguramente las de los oficiales. Quedaban en pie las de los marineros. Dentro de ese recinto enorme había solo una frase en lo alto: “Lealtad y eficiencia”. Lealtad y eficiencia, ¿para qué?
Un gordo grandote hizo ondear una bandera. Los que estaban en ese momento llenando el salón cantaron el Himno. Terminaron a los gritos, pero sin crispación. Hasta hubo papelitos al final, en el “O juremos con gloria morir”. Pero no era el himno patriotero de la cancha cuando juega la selección, ni el himno formal de la escuela. Difícil definirlo, pero sonaba distinto. Nuevo.
Ayer, los que entraron a la ESMA antes del acto y después del acto hicieron su aprendizaje hasta para cantar el Himno. Estaban en un cuartel y no lo estaban. Sentían, o presentían, la autoridad militar pero a la vez la desafiaban. Podían hacerlo, porque nada menos que el Presidente y el jefe del Gobierno porteño habían arreglado convertir la ESMA en un museo. Y el Presidente, además, había hecho la jugada fuerte de abrir las puertas de la ESMA apostando a que todo no pasaría de algún destrozo menor, tal como sucedió.
¿O estaban en un cementerio? Parecía, por momentos. El silencio en algunos rincones, las arboledas, las calles excesivamente rectas, los cruces a 90 grados exactos. Pero si la gente deambulando callada, o abrazándose fuerte, se asemejaba a cortejos cruzando en desorden, delante de esos cortejos faltaban las tumbas y la certeza burocrática de los cementerios.
La única certeza, ayer, en la ESMA, estaba en la imagen que cada uno llevaba encima. Imagen traducida en amigos que faltan, en hijos, en hermanos. También en chicos nacidos allí mismo, como los dos que hablaron antes de Aníbal Ibarra y Néstor Kirchner. Sobre todo el segundo, cuando dijo con una sencillez pasmosa: “Encontré la verdad hace dos meses”. La verdad era su identidad real, recuperada a los 27 años.
Estos chicos son hoy mayores que sus madres cuando los tuvieron en cautiverio y que la mayoría de los secuestrados de entonces. En las rejas había carteles. Un cartel muestra las fotos y cuenta las historias de Alicia Bianco, desaparecida el 30 de abril de 1976 a los 23, y de Mary Ponce de Bianco, fundadora de las Madres de Plaza de Mayo, desaparecida a los 53 en la Iglesia de la Santa Cruz, en diciembre de 1977, cuando Alfredo Astiz se infiltró para desarmar uno de los primeros grupos de resistencia eficaz a la dictadura.
A pesar de que el sol pegaba, un adolescente se subió a una de las torretas de vigilancia, se quitó la remera roja y la colgó. “Nunca más”, se leía en letras amarillas, por el agujero de los fusiles. Del otro lado de la calle, fuera de la ESMA, una pareja jugaba tenis. ¿Cuántos jugaron en el mismo lugar hace casi 30 años sin saber que en la ESMA se mataba? ¿Cuántos lo sospechaban? ¿Cuántos podían intuirlo y estar de acuerdo? Pero ayer hasta la cotidianidad indiferente del tenis parecía distinto, y también daba una impresión diferente –otra vez: extraña– la visión de ese tipo de treintaytantos pedaleando dentro de la ESMA con su bolso en la bici, como recién salido de una sesión de gimnasia. Simplemente miraba, ensimismado como el resto, cada uno con su propia historia a cuestas. O con su propia curiosidad, en algunos casos nueva y en otros ya veterana de tantas denuncias e investigaciones.
Los museos, en general, contestan las preguntas y cierran las respuestas, como si las cristalizaran. Sería buenísimo que no pasara lo mismo con el museo de la memoria que funcionará en la ESMA. Igual, es difícil que la ESMA se convierta en un museo más, porque su característica, y ésta quizá sea la gran novedad, la apabullante perplejidad de ayer, es que la ESMA no fue un simple cuartel, ni un cementerio, ni un sitio de batallas históricas, sino un campo de concentración ubicado en una zona residencial y deportiva de Buenos Aires. Y un campo de concentración es una fábrica de torturados y muertos que se distingue por una clandestinidad que jamás tiene que ser absoluta. Es suficientemente clandestina para garantizar la eficacia de la desaparición. Pero no lo es totalmente porque debe servir para desparramar un terror sordo, pesado y denso, y a la vez bien palpable.
Quien haya pisado Dachau o Buchenwald, en Alemania, puede haber experimentado esa sensación de desconcierto e intranquilidad, y no solo de profunda amargura, que empezó a provocar la ESMA en los primeros visitantes. Ayer cada uno llevaba su propia carga de historia. De ahora en adelante habrá que contarla para los que lleguen con menos carga propia. La clave será narrarla sin transformar la intranquilidad en una serie de verdades fáciles. Porque para ningún ser humano es fácil asimilar que una chica haya parido en el infierno, como decía ayer una psiquiatra. O admitir, como escribió una vez el italiano Primo Levi, él mismo sobreviviente de Auschwitz, que alguien pueda morir por un sí o por un no.