ESPECTáCULOS
Jethro Tull, una flauta mágica para borrar el paso del tiempo
La banda liderada por Ian Anderson completó anoche su tercera visita a Buenos Aires. Fueron tres shows en los que el público se reencontró con un puñado de clásicos y con una porción de la historia del rock.
Por Fernando D´addario
Una convención histórica, relativizada por la realidad atada a los calendarios, atribuyó al rock la representación de la juventud, potestad que dejaba inferir, también, una mirada hacia alguna noción de futuro. El paso del tiempo –con la ayuda de otros factores, claro– impuso al rock como un género más, con mayor o menor carga ideológica, pero igualmente apto para ser escuchado y/o interpretado por jóvenes y por viejos. Jethro Tull siempre pareció estar al margen de esta lógica evolutiva: a poco de empezar a tocar, hace ya treinta y cinco años, admitía estar viviendo en el pasado (Living in the past, uno de sus mejores discos), y en plena década del 70 reconocía ser Demasiado viejo para el rock and roll, demasiado joven para morir. En su tercera visita a Buenos Aires pareció neutralizar cualquier encuadre temporal, como si la calidad de su música prescindiera ya de la necesidad de ser revalidada por modas o revivals cíclicos.
Su público –constituido básicamente por ex rockeros, músicos, hijos y sobrinos de fans veteranos– llenó tres veces el teatro Gran Rex para volver a encontrarse con un puñado de canciones entrañables, inmunes a cualquier posibilidad de cambio estructural. Y para verlo a él, Ian Anderson, el flautista que, condenado (como todo mortal) al deterioro por las leyes de la biología, obtuvo a cambio el don de preservar intacta su magia sobre el escenario. La gente vio y escuchó a un cantante con notorias dificultades para llegar a los agudos; vio y escuchó a un hombre que no tiene la destreza gimnástica de antaño. Quizás hayan sido éstos los únicos parámetros que enfatizaron el paso de las décadas y la resignación de estar en pleno siglo XXI. Empezó a sonar Living in the past, luego Nothing is easy, y una sensación de cuadro congelado invadió el Gran Rex. El guitarrista Martin Barre, sobreviviente de la primera etapa, parecía estar tocando para Bursting Out, el legendario disco doble en vivo que el sello EMI reeditó en estos días. En su buen gusto, en sus repentinas explosiones en riffs pesados (que envidiarían Joe Satriani y otros virtuosos con mejor manejo del marketing) y en sus contrapuntos filosos con la flauta de Anderson, quedó sustentada buena parte de la solidez de Jethro. Debe reconocerse también al baterista Doane Perry, quien logró que los puristas no extrañaran al histórico Barriemore Barlow.
El show transcurrió en un vaivén de climas e intensidades, atendiendo a la riqueza estilística de la banda británica. Una extensa gama de folklores (celta, rhythm&blues, folk sureño de los EE.UU.) se paseó por el escenario con absoluta naturalidad, estableciendo variaciones genéricas que hacían compatibles –a veces en un mismo tema– arrebatos de hard rock y bucólicas baladas escocesas. Un hilo conductor abría y cerraba esas variables: esa flauta mágica que Anderson parece dominar cada vez mejor. Apoyatura armónica, recurso percusivo, arma de ataque sorpresivo, el instrumento que funciona como prolongación física y espiritual del líder de Jethro provocó los mayores aplausos de una concurrencia austera en su efusividad, como si replegara sus emociones frente a la solidez intimidante que tenía enfrente.
Anderson se encargó de descontracturar el ambiente añadiendo su simpatía juglaresca, que completa y enriquece el personaje. Los hits fueron llegando de a poco, sin exigencias, anunciando el final con el himno Aqualung y el movilizante Locomotive Breath. Anderson saludó con reverencia medieval y se fue. A la salida, las promociones de los shows de Bandana y la soledad de la avenida Corrientes recuperaron para el tiempo su dimensión convencional.