ESPECTáCULOS › MARINA GLEZER, GANADORA DEL CONDOR DE PLATA

Militante del cine argentino

Tiene 23 años y ya actuó en nueve películas. Por El polaquito, de Desanzo, acaba de ganar el Cóndor de Plata a la mejor actriz. Marina Glezer se apasiona, y mucho, con cada trabajo.

 Por Mariano Blejman

Cuando habla, cuando se mueve, aun cuando está quieta, Marina Glezer parece un torbellino: justo ahora viene de una charla que dio Roberto Fontanarrosa en la Feria del Libro, de la que salió encantada, y cuenta de paso que está aprendiendo nuevamente portugués –vivió sus primeros años en Brasil–; y asegura que estuvo en España hace cuatro meses y que le pareció fantástico que ganara Zapatero. Lo dice con el envión que le da haber llegado a la entrevista en bicicleta. O a lo mejor el empuje viene de su prolífica carrera, que le acaba de hacer ganar un Cóndor de Plata a la mejor actriz por El polaquito: hizo nueve películas en apenas media década, tiene 23 años y pronto hará su film número diez con Laura Bondarevsky (Che, vo’ cachai). Pasó por Natural de Marcelo Mangone, Valentín de Alejandro Agresti, Estrella del sur de Luis Nieto, Diarios de motocicleta de Walter Salles, Hermanas de Julia Salomof, Arizona sur de Pensa y Rocca, La ciudad del sol de Carlos Galletini, Insensatez de Gustavo Postiglione, El polaquito de Juan Carlos Desanzo (ganó el premio a “mejor actriz” en Montreal) y Roma de Adolfo Aristarain, algunas con rol protagónico.
Marina dice que Argentina, por suerte, está demasiado lejos del mundo: “Aquí vivimos otra realidad, otras carencias, otro apego. Este país me estimuló, me propuso herramientas, me formó. Pero estoy cansada de los resentimientos”. Estuvo en España para un encuentro de “Cine y Derechos Humanos” en San Sebastián: “Un festival chiquito”. Salió de la estación de Atocha, en Madrid, el lunes anterior al atentado del jueves 11 de marzo. Se salvó, suspira. Cuando habla, Marina parece obsesionada por el valor de la palabra: “Uno tiene el poder de decir; si subo el nivel de lo que digo, es mejor para el lector”, reflexiona con Página/12.
Podría pensarse que su personaje de “la Pelu” en El polaquito (chica de la calle, prostituta, desamparada y marginal) es el resultado de aquella lucha que perdieron esos que aparecen en el pasado del film Roma, como el caso de Alicia, su personaje (esta vez militante de las revueltas de los ’70). Este diario le sugiere que “la Pelu” existe porque Alicia no triunfó. “... Puede ser, no lo había pensado. Pero no son tan distintas en el fondo”, responde. “Tienen las mismas tetas, el mismo cuerpo, el mismo culo, son del mismo país.” Y reflexiona: “La Pelu de El polaquito es una ganadora, Alicia de Roma es perdedora”.
Cada vez que puede, a Marina le fascina “desarmar” hábitos propios y ajenos. “Esta sociedad genera costumbres que parecen necesarias, disfraza deseos no genuinos: pero yo lucho para volver a lo genuino. Aunque es difícil ir contra lo global.” Por lo pronto, Marina se declara militante acérrima del cine local: “Hay que ver La niña santa, hay que ver El abrazo partido, hay que ver Memoria del saqueo. Quiero defender el valor de la palabra. Como dice el subcomandante Marcos: la palabra es el arma del futuro”. De pronto –con diez películas a cuestas–, Marina tiene una posición tomada sobre el rol del actor en el coral cinematográfico: “Somos un instrumento con habilidad al servicio de un director. En el fondo, los actores somos grandes mentirosos. El asunto es cómo despegar del personaje y de la referencia de la gente; cómo seguir la vida olvidándome que presté el cuerpo para una chica que se suicida por amor, cómo salir de eso y volver a ser una persona estable. Lo que aporta un actor es su manera de interpretar, y se busca afinidad con el director: siento afinidad con Walter Salles, con Aristarain, aunque son distintos”.
Marina dice que se dedicó, hace unos años, a estudiar carpintería “para hacer algo con las manos”, y construyó una panera para colocar ocho kilos de pan. Simplemente visitó al carpintero de su barrio, pidió recibir unas clases y se las dieron. “También quería conquistar a un chico.” Su madre la mandó a estudiar teatro con Norman Briski cuando era adolescente. Poco después arremetió hacia la pantalla grande.
El momento político, dice Marina, aparece teñido de una profunda esperanza: “No soy re K, pero no veo una lucha perdida. Socialmente la gente se empeña en resentirse, en creer que si uno no tiene estabilizada su vida, todo pierde sentido. Mis papás pasaron angustias tremendas durante la crisis, pero salimos: se está recuperando la palabra”. Marina dice que es cierto que durante el menemismo la clase media “se pudo comprar el discman. ¡Pero no sabía a qué costo! Después vino la tremenda desolación, fue tan difícil remontar, hubo tanta cocaína dando vuelta... Yo me crié en un país de mentira. Soy de clase media, no tuve hambre, pero se fantaseó con ser pequeñoburgués; entonces, cuando todo estalló, nos dimos cuenta de que estábamos lejos”, piensa.
¿Sirve el cine para reactivar? “Al menos cambia la mente. Siempre es bueno contar historias.” Marina quiere pasar del otro lado de la cámara para dirigir una película sobre lo que llama economización del deseo. “Me pregunto ¿cómo disciplinar algo para concebirlo sin acabarlo? ¿Cómo no perder el deseo pero a la vez consumarlo? ¿Se puede comer hasta morir? ¿Se puede coger todo el tiempo? No sé, creo que no.” Antes de tomar carrera para seguir con su propio torbellino, Marina esboza una sentencia surgida de su trabajo en Diarios de motocicleta: “Yo quiero ser como Mercedes Morán”.

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Marina estudió actuación con Norman Briski desde muy chica. De allí siguió directamente al cine.
 
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