ESPECTáCULOS › “LA NIÑA SANTA” CONFIRMA EL TALENTO DE LUCRECIA MARTEL
Cuando lo místico se vuelve erótico
La nueva, extraordinaria película de la directora de La ciénaga, que a partir de la semana próxima competirá en el Festival de Cannes, se propone como una irónica fábula moral, donde una adolescente obsesionada con el llamado divino decide salvar del pecado al hombre que la molesta sexualmente.
Por Luciano Monteagudo
Casi como si no hubieran transcurrido cuatro años entre una y otra, La niña santa parece empezar allí donde terminaba La ciénaga. La deslumbrante ópera prima de Lucrecia Martel concluía de manera enigmática, inquietante, con dos adolescentes refiriéndose a un milagro improbable: “Fui donde se aparecía la Virgen”, decía una, con desgano. Y ella misma, ante el brumoso silencio de la otra, confirmaba: “No vi nada”.
Ahora, en el inicio de La niña santa –el extraordinario segundo film de Martel, que la semana próxima estará en competencia en el Festival de Cannes–, otras dos adolescentes salteñas (¿las mismas, crecidas?) asisten a una reunión parroquial de reflexión católica. La hermosa joven a cargo del grupo entona una canción religiosa y se le llenan los ojos de lágrimas. Pero para Amalia y Josefina –16 o 17 años, con esa maldad típica de la adolescencia–, la causa quizás es la falta de aire. “No le irriga bien el cerebro”, cuchichean, mientras al mismo tiempo que tratan de descifrar el Plan Divino se preguntan por los besos de lengua.
Se diría que esos malentendidos, esos equívocos entre lo místico y lo erótico –lo místico que se hace erótico y lo erótico que se convierte en místico– son un elemento constitutivo de La niña santa, un film menos oscuro, con más humor que La ciénaga, pero igualmente rico, complejo y siempre subversivo, perturbador. Hay una contaminación evidente entre ambas esferas que es la que alimenta un relato coral, pleno de personajes, de digresiones y de anécdotas, pero aun así de una rara, indoblegable coherencia, que habla del mundo propio, de la visión intransferible de Martel como cineasta.
Las chicas están preocupadas: se las interroga por la Vocación, por la tentación del Diablo, por el llamado de Dios y no saben cómo y cuándo distinguir esas señales, las que por otra parte –con esa urgencia propia de su edad– no tienen tiempo de esperar. Están ansiosas por descubrirlas ya, ahora, y Amalia (María Alché) no tarda en hallar esa revelación. En una pequeña aglomeración de pueblo, mientras todos presencian el prodigio de un extraño instrumento capaz de producir sonidos a partir de una ejecución intangible (que opera por señales de audio), un hombre maduro, de aspecto irreprochable, la roza sexualmente. “Creo que ya encontré mi misión, tuve una señal”, le confesará excitada luego a Josefina (Julieta Zylberberg). A través de un incierto llamado de la carne, Amalia cree haber escuchado su voz: decidirá salvar del pecado a ese hombre.
Y resulta que ese hombre también cree en voces, pero otras. “Por lo general, la gente escucha cosas”, dice el doctor Jano (Carlos Belloso). Es un eminente otorrinolaringólogo que asiste a un congreso médico en el tradicional Hotel Termas, administrado por Helena (Mercedes Morán) y su familia. El es casado, con hijos; ella es separada, y se intuye una vaga atracción entre ambos. Lo que no sabe el bifronte doctor Jano es que aquella adolescente a la que “molestó” en el pueblo es la hija de Helena y que la chica vive con su madre y con su tío (Alejandro Urdapilleta) en el mismo hotel en que se desarrolla el congreso...
La niña santa es un film de rostros, de miradas, hecho de primeros planos: de planos estrechos, cerrados, múltiples en situaciones, siempre abigarrados en personajes. Hay una concupiscencia en la imagen, una sensualidad que expresa todo un universo sensorial, donde hasta los olores parecen materializarse: olor a toallas limpias, a plancha caliente, a cuarto cerrado, a sábanas arrugadas, a cloro de pileta, a perfume de azahares.
Pero La niña santa es también, sobre todo, un film de sonidos: de susurros, de rezos, de diminutivos, de chicharras, de zumbidos, de acoples, de interferencias. Son expresiones quizá de un mundo librado a su propio, misterioso orden, un mundo hecho de eventualidades, de imprevistos, de una estructura jamás lineal ni predeterminada.
Las interrupciones, los cortes, las cisuras son permanentes en el virtuoso film de Martel –casi todos los diálogos quedan truncos–, y esas discontinuidades parecen hablar de una concepción en la que el bien, el mal y la culpa no alcanzan a tener un lugar. En su reemplazo, hay en cambio –como ya había en La ciénaga– una permanente circulación del deseo, unas corrientes ocultas, una fiebre indeterminada pero paradójicamente muy vital.
Esa fiebre, esa energía, parece ser el verdadero motor de Amalia y Josefina, dos adolescentes que –sin siquiera proponérselo, mientras disfrutan de la felicidad de un chapuzón en la pileta y de un lejano aroma a flores– son capaces de hacer estallar la realidad que las rodea.