ESPECTáCULOS › HOY ANIBAL TROILO CUMPLIRIA NOVENTA AÑOS

Pichuco o el mejor sello del bandoneón

“En la orquesta respirábamos todos juntos”, recuerda José Votti, violinista de la orquesta de Aníbal Troilo, que desgrana, en esta nota, otros recuerdos sobre el Gordo Troilo en acción.

 Por Julio Nudler

“Toquemos piano porque están hablando muy fuerte –nos decía en el cabaret Marabú–. Al hacerlo, la charla general comenzaba a aplacarse, hasta que ya nadie hablaba. Recién entonces empezábamos a tocar a pleno”, recuerda José Votti, violinista que se incorporó a la orquesta de Aníbal Troilo en 1955, para permanecer en ella hasta fines de los ’60. “Yo tocaba de pie, pegado a su mano derecha. Nunca le escuché fallar una nota. Tenía un touche de gran artista. Llegaba increíblemente a los ligados y a los pianísimos”, añade con emocionada devoción. “Pichuco era muy buena persona, muy fino, exquisito. Un señor. El sabía que era grande, pero lo manejaba muy discretamente –asegura Votti–. Eso se veía especialmente en las giras, durante las cuales teníamos que compartir hotelitos de muy poca categoría. En una ocasión estábamos ofuscados porque no llegaba la plata y un compañero se refirió a Troilo con un grueso insulto. Al instante, Pichuco se asomó por la ventana y preguntó: ¿Me llamaban? En los viajes siempre había ocasión para un picado. El jugaba muy bien al fútbol. Al español Juan Alzina lo incorporó en 1943 porque era muy hábil con la pelota, y tal vez sólo en segundo lugar porque era un excelente violinista.”
En su época de esplendor –todos los ’40 y buena parte de los ’50–, la orquesta tenía cubiertos sus compromisos de actuación por tres años o más, entre radio, bailes en clubes sábados y domingos, giras de verano, viajes al exterior, los carnavales, cuatro meses de cabaret Marabú (el resto del año tocaban allí Carlos Di Sarli y Juan D’Arienzo) y las grabaciones. Sin embargo, avanzados los ’60, cuando ya era sensible la declinación del afecto del público argentino por el tango, y también el declive personal de Troilo, su orquesta se resignaba a tocar en un lugar como el salón La Argentina, un sitio al que antes no hubieran aceptado ir.
“En el cabaret tocábamos exactamente igual como se grababa, y a veces aún mejor –rememora Votti–. Y eso era así todas las noches, siempre lo mismo. Ninguno de los músicos podíamos apartarnos de lo establecido. La creatividad, la impronta de cada uno quedaba limitada a ciertas sutilezas, y sobre todo a la etapa en que se daba forma a la orquestación.” Troilo sólo tocaba en Radio El Mundo, que era la emisora más importante y de mayor prestigio. Esporádicamente se presentó en Belgrano, pero a Splendid, la otra de las tres grandes cadenas nacionales, jamás iba: no les perdonaba haberlo rechazado en 1937, cuando intentó que lo contrataran con su flamante agrupación.
“El único arreglador que tuvo el privilegio de que Troilo no le haya alterado una sola nota fue Emilio Balcarce. Ocurrió cuando le llevó La bordona –repasa Votti–. Era 1958. Balcarce (quien hoy conduce la Orquesta Escuela municipal) vino al cabaret, a las dos de la tarde, hora del ensayo. Pusimos el arreglo en el atril y Pichuco no le modificó nada. Emilio estaba emocionado, porque la goma de borrar de Troilo era implacable con todos. Incluso con Astor Piazzolla y con Argentino Galván.” Para demostrarlo, otro recuerdo.
“Una vez, a las once de la noche, nos encontramos en la sala B de El Mundo para ensayar. El horario no nos importaba, porque vivíamos para la orquesta. Estábamos en 1956. Galván llegó y le entregó a Pichuco el arreglo de Viejo baldío, el tango de Roberto Grela y Víctor Lamanna. Era precioso. Pero a los ocho compases Troilo nos detuvo. Galván, de pie junto a la puerta, sonreía y nos miraba. Y Troilo: ‘Perdón, Argentino, acá vamos a hacer esto’, e improvisó unas frases fenomenales en el bandoneón, que de inmediato anotamos con lápiz. Poco más adelante se repitió la escena. Pero a la tercera vez que el Gordo le pidió perdón a Galván por introducir otra modificación, éste le dijo: ‘Pichuco, usted el arreglo ya me lo pagó. Haga con él lo que quiera’. Cuando terminamos aquel ensayo, algunos de los muchachos y Argentino nos cruzamos a tomar el cafecito de rigor, y entonces Galván nos confesó: ‘El Gordo me robó el alma, porque yo hubiese querido escribir lo que él puso’.”
Una vez que se llegaba a la versión final del tango, se lo baqueteaba un buen tiempo en el cabaret, y recién después se lo estrenaba en radio. El repertorio superaba los 80 tangos, que tocaban de memoria. Troilo amaba la perfección, y es esto lo que traslucen sus grabaciones. La suya logró ser la principal orquesta, aunque pueda discutirse si fue realmente la mejor. En todo caso, representó el equilibrio. Su estilo era sobrio, profundo, desprovisto de excesos. Su sonido era de una calidad única, entre otras razones porque contaba con muy buenos ejecutantes. Troilo tenía una personalidad muy acentuada. Ni siquiera Astor Piazzolla, que estuvo años con él, pudo cambiarlo.
“Cuando Pichuco comenzaba un solo, un fraseo, los demás casi dejábamos de tocar –evoca Votti–. En la orquesta todos respirábamos al mismo tiempo, y hasta sentíamos que el público respiraba con nosotros. Son los momentos en que uno siente que tiene a toda la gente en la punta del arco. Ahí entra la magia. Con Pichuco pasaba eso.” Una gran virtud del conjunto fueron sus excelentes cantores: Fiorentino, Alberto Marino, Floreal Ruiz, Edmundo Rivero, Jorge Casal, Raúl Berón, Pablo Lozano, Roberto Goyeneche, para sólo nombrar los supremos. Pero no era sólo que Troilo fuese muy cuidadoso al elegir un vocalista: también se ocupaba de enseñarles.
“Recuerdo una tarde, a eso de las dos. Yo esperaba la hora en que debía tocar con una orquestita de cambio en el Tango Bar –cuenta Vo-
tti–, y en eso vi que llegaban los muchachos de Troilo al Tibidabo, enfrente, para ensayar. Me colé lleno de ansiedad cuando estaban preparando Farolito de papel, con Alberto Marino (otoño de 1943). Cuando Marino empezó a entonar el estribillo, Pichuco lo interrumpió para explicarle cómo debía hacerlo: Usted tiene que cantar lo suficientemente piano como para que llegue a la última fila, y luego levantar hasta el forte, pero sin aturdir a los de la primera fila.” Indicaba los menores detalles, los matices. Insistía en la dicción: debía entenderse cada palabra.
Entre el público, ser troileano tenía mucho prestigio. Equivalía a saber elegir lo mejor. Ligado personalmente a excepcionales letristas como Homero Manzi, Cátulo Castillo, José María Contursi o Enrique Cadícamo, con quienes compartió grandes creaciones, Troilo fue un compositor descollante. Escribió piezas como Sur, Garúa, María, Che bandoneón, La última curda. Pero también obras soberbias como Mi tango triste, Toda mi vida, Romance de barrio, Barrio de tango, Discepolín, Una canción, La cantina, Desencuentro, Patio mío y varias otras, entre ellas Pa’ que bailen los muchachos, y un instrumental como Responso, antológico, compuesto en homenaje a Manzi. Es uno de los grandes momentos del género, por profundidad e inspiración.
Nacido en 1914, la gloria de Troilo comenzó a principios de los ’30, cuando tocó con Julio De Caro y, particularmente, al formar parte del legendario Sexteto Vardaro como primer bandoneón. En esos años su estilo de bandoneonista fue influido por el expresivo Ciriaco Ortiz, hasta que, con solo 22 años de edad, fundó su propia orquesta, la que años después, cada vez más rica en ideas musicales, con más hondura y temperamento, acompañando la notable evolución del tango, se erigió en el paradigma del género, aunque sea legítimo discutir si, por momentos, otras orquestas no la superaron, por difícil que parezca.
Hacia 1957 empezó la decadencia gradual de Troilo: la obesidad, las complicaciones de su salud, la primera internación... “Luego se recompuso, pero se le comenzó a notar cierto cansancio –admite Votti–. Eso se contagió paulatinamente a la orquesta.” Y un episodio sugerente: “Una vez volvíamos de tocar en La Plata, y al cruzar el Riachuelo uno de los muchachos abrió la ventanilla del ómnibus y nos propuso por qué no tirábamos todo el repertorio al agua para así tener que empezar otra vez de cero.” La fatiga se iba apoderando de ese maravilloso conjunto, con el que por entonces cantaban Goyeneche y Angel Cárdenas, y que todavía, pese a todo, daría excelentes frutos, como los renovadores tangos de Julián Plaza o ciertas antológicas versiones de Nelly Vázquez y Tito Reyes.
La Suite troileana, que Piazzolla escribió en 1975, cuenta, mejor que cualquier nota, quién fue el Gordo.

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1944. Fotografía del archivo de Oscar del Priore (Toda mi vida).
 
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