ESPECTáCULOS › PEPE SORIANO HABLA DEL REGRESO DE “EL LORO CALABRES”
“Quiero devolver lo recibido en tantos años de carrera”
En esta reedición del unipersonal estrenado en 1975, el actor transita su larga experiencia en la escena y cierra el encuentro compartiendo un pan con los espectadores, “una ceremonia en la que la gente, por unos minutos, puede desprenderse de una realidad que lastima a la esperanza”.
Por Hilda Cabrera
En cada presentación de El loro calabrés, el actor Pepe Soriano siente que testimonia su independencia y cumple con el deseo de comunicarse sin artificios con quienes asisten a este espectáculo que armó hace tiempo: “Lo mío no pasa por si soy mejor o peor actor –hay una cantidad increíble de buenos actores–, sino por el gusto de devolverle a la gente lo que me dio durante 50 años”. Esto que parece una declaración de principios surge de una realidad: “Gracias a los que me tienen en cuenta me gano la vida con mi oficio, con este trabajo maravilloso en el que a veces me fue bien y otras mal, pero con el que pude criar a mis hijos y comprar la casa de Colegiales en que nací”. Por eso al finalizar la representación de El loro calabrés abandona el escenario y se acerca a los espectadores portando una gran hogaza de pan casero. Convida a todos y pide que le ayuden en el reparto.
“Mi objetivo es ser persona”, puntualiza el actor a Página/12. Memora entonces una función ofrecida ocho años atrás en un auditorio del conurbano a la que esta cronista asistió. “Fue emocionante”, dice. “Esa noche vino a verme María Rosa Gallo. Estaba tan conmovida que no podía dejar de llorar.” Gallo está entre aquellos a los que considera compañeros y maestros. “Son los que me ayudaron enormemente con su saber, como el director Oscar Fessler, que falleció. Había nacido en París, era muy viajero y vivió muchos años en Argentina dedicándose a la enseñanza. Me ayudaron Alejandra Boero, Carlos Gandolfo, Agustín Alezzo y Juan Carlos Gené.” El actor no quiere olvidar a nadie, y los recobra en la entrevista, como lo hace respecto de los personajes de su vida en el unipersonal El loro..., que reestrena hoy en el Auditorio Astor Piazzolla del Centro Cultural Borges (Viamonte y San Martín), donde hará funciones únicamente los viernes a las 20.30. El libro y la dirección le pertenecen. De la asistencia se encarga Ernesto Iriarte, Spot Iluminación del diseño de luces; Lalo Prino de la producción y de la música; el Trío El Zarpe, con Hugo Arias en guitarra; Aldo Peruzzetto en bandoneón y Chiche González en teclados.
Protagonista de numerosas e importantes piezas teatrales, Soriano se destacó también en el cine y en algunos ciclos televisivos. Sus seguidores lo recuerdan en Tute cabrero, Juan Lamaglia y señora, Las venganzas de Beto Sánchez, La Patagonia rebelde (donde compuso al alemán Schultz), La nona (traslación de la pieza de Roberto Cossa), Una sombra ya pronto serás, Asesinato en el Senado de la Nación y las españolas La taberna fantástica y Espérame en el cielo, de 1987, donde compuso a Francisco Franco. En cuanto a su labor en TV, se lo destacó a nivel internacional (Festival de Montecarlo) por su actuación en “Rito de adviento”, del ciclo Alta Comedia emitido por Canal 9. El loro... nació después de que el actor recibiera amenazas en 1974, cuando gobernaba Isabelita. Decidió entonces “emigrar hacia adentro”, recorrer pueblos y ciudades de provincia, recobrar anécdotas de su vida de artista, y a seres queridos como su abuelo calabrés y el loro que lo imitaba, y la abuela napolitana que lo cuidó siendo niño, porque él había perdido a su madre. El espectáculo es el de siempre (lo estrenó en 1975, en Santa Fe), y sólo le practicó algunos retoques: “Lo podría extender a tres horas, pero es demasiado”, opina. “Me limito a una hora y cinco minutos. No quiero fatigar, tampoco sé si todo lo que planteo interesa. Prefiero quedarme en temas de la infancia y la adolescencia, hablar sobre el estudio, el trabajo, la mujer y los hijos: cosas que pueden ser compartidas.”
–¿Aspira a que el público se identifique con su historia?
–No sé si tanto, pero si uno quiere compartir con el otro tiene que poner el acento en las similitudes y no en las diferencias. Me dolió muchísimo quitar un texto de Eugenio Griffero, el autor de Príncipe azul, una obrita preciosa. El es también médico psiquiatra y psicoanalista. Ese texto surgió de una serie de encuentros que tuve con él. Planteaba situaciones muy fuertes sobre zonas mías muy dolorosas. Una noche lo rompí delante del público porque supe que jamás podría memorizarlo.
–Pudo sostener, en cambio, otras escenas muy intensas...
–Pero diferentes a esa de Griffero. A veces pensé llevar otra obra en las giras, Memorias bajo la mesa, de Juan Carlos Gené (que publicó Ediciones de la Flor), pero nos dimos cuenta de que no iba a funcionar porque hacía mucha referencia a Buenos Aires. El loro... conquistó. Es una obra decorosa. Necesito pocos elementos para escenificarla, y algo de luz, no para iluminar sino para ver. Hace tiempo que venimos conversando con Juan y elaborando materiales para otro espectáculo.
–¿De qué trata?
–Por ahora no lo sé. Nuestra mecánica de trabajo nace de nuestra profunda amistad. Empezamos como en esta entrevista, charlando ante un grabador. Podemos pasarnos tres horas tomando café y diciendo tonterías hasta que de pronto sale algo que nos interesa y lo registramos. Nuestras charlas giran en torno del teatro y de nuestro trabajo. Del público también, o de los públicos, porque hay muchos.
–Y alguno sorprende...
–Sí, es cierto, pero uno termina hablando de aquel que tiene en la cabeza y cree que puede entenderlo.
–¿Cuándo comenzó a trabajar con Gené?
–En la década del ‘60. Habíamos formado un grupo en el que estaban Oscar Ferrigno, Norma Aleandro, María Luisa Robledo, Pedro Aleandro, Andrés Lizarraga, Emilio Alfaro y Cipe Lincovsky. Ensayábamos obras que no llegaron a buen puerto porque no teníamos un peso. Nos pasó con El señor Puntila y su criado Matti, que dirigía Ferrigno, y La profesión de la señora Warren, una puesta de Gandolfo. Las habíamos ensayado durante un año, y de ahí quedó mi amistad con Juan. Casi dos años después me entregó una obra que había escrito para los dos. Se llamaba Se acabó la diversión (publicada en 1988 por el CEAL). Era la historia de dos hermanos y tenía relación con una canción cubana que decía “se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó parar...”. Después se produjeron intermitencias: la dictadura militar nos obligó a buscar trabajo en otros países. Pero nos entendimos siempre maravillosamente. Somos distintos y alguna gente se pregunta cómo es esto. El se ríe como loco de mi anecdotario, que es largo, como mi carrera, que empezó en 1952, cuando hice un papel femenino, Tisbe, en Sueño de una noche de verano, de Shakespeare, dirigido por Cunill Cabanellas en el Colón. A partir de ahí anduve boyando. Necesitaba encontrar un camino que después me señaló Carlos Gorostiza con Rashomon, que estrenamos en un teatro que desapareció. Estaban Luis Diego Pedreira (escenógrafo y artista plástico), la actriz Haydée Lisant y también Gené. Me conecté con gente que respeto. Cuando alguien te señala una escena que no va bien y te dice que hay que resolverla de otra manera, estás con un amigo. Esas cosas me unieron a Juan.
–¿Por qué eligió el pan como elemento de unión?
–Cuando uno convida pan siente que algo dentro suyo está justificando. Bajo a la platea y digo que el pan es trabajo y paz, y digo también un poema de Ernesto Cardenal que creo me representa. Es un texto maravilloso. Habla de lo mucho que hay que hacer y de un país nuevo. Pienso que habrá otro país y otra sociedad mejor. Si no alcanzo a verlo vendrán las hormigas para contármelo, como decía Sandino. Creo que con ese poema de Cardenal y con el recibimiento del pan, los que vengan a ver la obra podrán, aunque sea por unos minutos, desprenderse de una realidad que lastima a la esperanza. Esa es una ceremonia que el teatro puede cumplir.
–¿No se siente vulnerado al contar sus experiencias?
–Lo que cuento se relaciona conmigo y también con mi vanidad y mi omnipotencia. Todo está en juego. Pero cuando se tiene años en el oficio uno empieza a buscar ese punto en el que el actor y el espectador pueden unirse. Uno intenta acortar distancias, aun cuando es propio del actor ser vanidoso. La vanidad sirve a veces para salir adelante con el trabajo, para exponerse sobre un escenario. Le sirve al actor en tanto actor, pero no a la persona que es también él. En las giras llegué a pueblos donde la gente carecía de lo esencial. Es diferente vivir en una ciudad o acá, en Buenos Aires, rozada pero no penetrada por la pobreza.