ESPECTáCULOS
Un viaje al Hades, pero en los sótanos de la dictadura militar
La obra “Los murmullos”, dirigida por Emilio García Wehbi, propone, desde la metáfora, una relectura de los años de plomo de la Argentina.
Por Cecilia Hopkins
Obra de un lirismo áspero e inquietante, Los murmullos está centrada en una historia íntimamente ligada a la represión parapolicial de la última dictadura. Del submundo descrito por el autor Luis Cano, el director Emilio García Wehbi, integrante del grupo Periférico de Objetos, ha sabido construir un espectáculo asfixiante y, en parte, irónico. Cano imaginó a sus personajes en medio de una unidad clandestina de detención, un ámbito hostil, húmedo y polvoriento que llevó al escenógrafo Norberto Laino a convertir la sala Cunill Cabanellas del San Martín en un sótano atestado de escombros. Este espacio aparece regenteado por un hombre que expone en principio una conducta ambigua (Alberto Suárez, en destacado trabajo) considerando el modo solícito con que es recibida Rosario, la andrógina adolescente (interpretada por Belén Blanco, con la intensidad que suele caracterizarla) que le pide ayuda para encontrarse con su padre muerto.
Al igual que el Hades del mundo clásico, este chupadero es también una región tenebrosa de la que, se sabe, nadie retorna. La arisca muchachita llegó hasta allí con el coraje de propiciar un encuentro que llenará un hueco vacío en su historia personal. Aunque existen momentos de conmoción emotiva (el reconocimiento entre ellos y el relato de cómo fue muerto el padre, son dos de ellos) la reunión de padre e hija elude cualquiera de los estereotipos que pueden haberse elaborado a fuerza de tratar el tema. Lejos de la idealización y el amor incondicional, la relación entre los personajes no se pone al margen de la eterna lucha que entablan los hijos adolescentes en contra de sus padres.
El lenguaje preferido por Cano es el de la metáfora y el quiebre constante en el discurso de los personajes, que hasta llegan a incluir acotaciones de escena usualmente destinadas a la puesta, algunas de las cuales se refieren a la actuación. No obstante la profusión de imágenes con la que se expresan sus personajes, esto no impide que hablen claro cuando lo consideran necesario: “Cultura... cuando escucho el sonido de esa palabra quito el seguro de mi pistola”, confiesa el cancerbero para cuando su personalidad ha quedado completamente al descubierto. Del mismo modo, el propio autor se ha reservado un lugar para estar presente en la obra. Así, Cano aparece en la piel del dramaturgo devenido en inflamado fiscal que condena el derrumbe moral generalizado. Urgido por declarar lo que siente, interrumpe la función pero es finalmente acallado y, tras una sesión de tortura, puesto en ridículo por aquel que administra el poder.
En tren de releer fragmentos de la historia de las últimas décadas del país, surge el recuerdo de los hechos que desde los años anteriores al Cordobazo dieron cuenta del choque bestial que protagonizaron el Ejército y los grupos parapoliciales contra la militancia insurgente. El cuadro toma la forma de un ajustado combate de box entre títeres de guante, en el que se destaca la interpretación de Policastro. Otro momento que plantea un crescendo rítmico es la extenuante prueba que Rosario debe cumplir, recitando un abecedario que constituye un completo catálogo de los códigosde la represión antisubversiva. En Los murmullos hay, finalmente, un tiempo para escuchar. Cuando los personajes se ocultan bajo enormes cabezas que representan al Che, Perón, Evita y Marx se inicia un momento de reflexión propiciado por un sinfín de citas de origen literario o cinematográfico, algunas extraídas de fragmentos de discursos y canciones, que parten de la banda compuesta por Abel Gilbert, configurando un rompecabezas sonoro de voces que se complementan o contradicen entre sí.