CULTURA › PAUL AUSTER SERA LA GRAN ESTRELLA DE LA FERIA DEL LIBRO 2002
En busca del país de Héctor Mann
La edición que comienza mañana será claramente austera. Esta nota cuenta por qué el autor de “La música del azar”, “Leviatán” y “Mr. Vertigo”, entre otras obras de culto, se fascinó con la posibilidad de conocer la Argentina.
Por Verónica Abdala
Cuando recibió la invitación para venir a Buenos Aires a participar de una serie de actividades en el Museo de Arte Latinoamericano (Malba), y en la 28ª edición de la Feria del Libro, que comienza mañana, Paul Auster celebró por partida triple. En primer término, vislumbró la posibilidad de profundizar la investigación que servirá de marco a su nueva novela, El libro de las ilusiones (The Book of Ilussions), que protagoniza un personaje argentino descendiente de los gauchos judíos, llamado Héctor Mann (que desaparece, y cuya búsqueda inicia el narrador del libro, un eximio profesor). Auster no podía creer que sus interlocutores argentinos no estuvieran al tanto, cuando lo invitaron, de que estaba investigando la historia de este extraño país.
En segundo lugar, entendió que ésta era una oportunidad de conocer la ciudad de Julio Cortázar y Adolfo Bioy Casares, dos argentinos que por distintos motivos cotizan alto en la lista de sus autores preferidos (superando ampliamente a Jorge Luis Borges, que le parece “limitado”). Incluso, imaginó desde la distancia, se daría el gusto de saludar en su país a Tomás Eloy Martínez, a quien admira desde que leyó La novela de Perón y Santa Evita. Auster no tenía claro sin Martínez vivía en Estados Unidos o en la Argentina. Y ya no lo pensó más. Luego confirmó un dato para nada menor, si se conoce su temperamento: es aquí un autor de culto. Pero de un culto amplio, que hace que sus libros se hayan vendido de modo notable.
Tras acordar un cachet de 10 mil dólares –que no se pesificaron tras la devaluación– dijo que sí. La cuestión de la seguridad no lo asustó como a su colega francés Michel Houellebecq (Las partículas elementales, Ampliación del campo de batalla), que iba a visitar el país pero desistió al ver informes de televisión sobre la realidad argentina. Auster, en cambio, manifestó a quienes lo contrataban –la Fundación El Libro, El Malba y el agente literario Guillermo Schavelzon– que incluso no tendría problemas en toparse con los cacerolazos. Más bien todo lo contrario.
El escritor llegará al país el jueves 25. Ese mismo día, a las 19, conversará con la escritora e investigadora Cristina Piña en el Malba (Av. Figueroa Alcorta 3415), en el marco de una entrevista que será traducida en forma simultánea, y a la que podrán asistir quienes se hayan inscripto previamente (costo: 25 pesos). El lunes 29 de abril, entretanto, dictará un seminario sobre Cine y Literatura que lleva como título Objetos inanimados, emociones vívidas. Observaciones sobre la narración cinematográfica, también en el Malba y con traducción simultánea (quienes participen de esta actividad, que se extenderá entre las 13 y las 20, y cuyo costo asciende a cien pesos, recibirán certificados de asistencia).
En ese marco, se referirá a algunas de las cuestiones que lo mantienen ocupado desde que se decidió a escribir profesionalmente. La soledad, la imprevisibilidad del destino, la fragilidad de la vida, la crítica a la sociedad de consumo, la realidad estadounidense contemporánea, y Brooklyn, su barrio fetiche, parecen las principales.
Auster, que permanecerá en la Argentina hasta el martes 30 de abril, recuerda con lujo de detalles los hechos –y casualidades, que tratándose de él aparentemente nunca faltan– que lo llevaron a darle forma, sobre el papel, a la novela que operaría de bisagra o de puente entre sus “dos vidas de escritor”, como él dice.
Fue puntualmente una noche de 1979 que este hombre –nacido en Nueva Jersey en 1947 en el seno de una familia judía– tomó las riendas de su destino. Poco después de haberse separado de su primera esposa y madre de su primer hijo. Acababa de escribir un policial que ni siquiera se había atrevido a firmar con su verdadero nombre, y pasaba los días sumido en la penumbra de un departamento ubicado en el número 6 de la calle Varick, en la ciudad de Manhattan (que aparece en por lo menos tres de sus libros). Serían las dos o tres de la madrugada cuando escribió la última página quecompondría White Spaces, y tuvo conciencia de que ese libro mejoraría considerablemente su perspectiva de vida.
La alegría, sin embargo, duró poco. Más exactamente hasta las ocho de la mañana, hora en que una voz le anunció por teléfono que su padre había muerto en forma repentina. “Entonces supe otra cosa”, contó él alguna vez. “Que tenía que escribir sobre mi padre y su ausencia.” Esa certeza lo condujo otra vez a la vieja y chirriante Olympia gris, la máquina de escribir de la que nacieron todos sus libros y que todavía utiliza, un poco por costumbre y otro por cábala. Unos meses después, estaba lista la novela La invención de la soledad,, que se publicaría en 1982. Y que, efectivamente, significó algo así como su segundo nacimiento.
Durante los veinte años precedentes –desde 1962 estaba “seriamente obsesionado” con la posibilidad de convertirse en un escritor, idea con la que emergió de la lectura de Dostoievski, Fitzgerald, Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Salinger– se había dedicado a trabajar las versiones prehistóricas de El país de las últimas cosas y El palacio de la luna, había publicado algunos artículos dedicados al cine en medios gráficos -como The Columbia Daily Spectator, entre otros–, y había completado “centenares y centenares de páginas y cuadernos en prosa” sin convencerse aún de que merecieran trascender el ámbito doméstico.
Sustentaba sus gastos empleándose como crítico literario en diarios y revistas. Eso cuando andaba con suerte, porque también se vio empujado a realizar otra clase de trabajos, por ese tiempo fue traductor, profesor de inglés, y hasta telefonista en la sede parisina del New York Times, durante los tres años en que se instaló en París (entre 1971 y 1974). Entonces, sus amigos dudaban de que llegara alguna vez a convertirse en lo que soñaba. Desde este presente de prestigio y reconocimiento, esos parecen los capítulos de color de una carrera en decidido ascenso.
En los años 80, la ilusión de poder vivir de la escritura se volvió una realidad palpable: Auster escribía más que nunca, mientras le llovían críticas de lo más elogiosas, a partir de la publicación de una serie de obras sucesivas. Entre 1986 y 1990 se conocieron Fantasmas. La habitación cerrada (1986) y La habitación de cristal –que luego conformarían la Trilogía de Nueva York– El país de las últimas cosas (1987), El palacio de la luna (1989), y La música del azar (1990), posteriormente llevado a la pantalla grande. Su novela Leviatán, que salió en el ‘92, El cuaderno rojo, que se conoció al año siguiente, y Mr. Vertigo, de 1997, lo consagraron como uno de los grandes nombres de las letras estadounidenses contemporáneas.
Simultáneamente, la publicación, en 1990, de un cuento de Navidad (Cuento de invierno de Auggie Wren) que cautivó al director Wayne Wang, determinó su incursión en el cine, como guionista. Hicieron Smoke y Blue in The Face, lo que lo habilitó para dirigir luego su primer film Lulú on The Bridge, con Mira Sorvino. Actualmente, Auster vive en Brooklyn junto a sus hijos, su perro Jack (“un auténtico Brooklyn Terrier”) y su esposa, la escritora Siri Husvedt, en el barrio Park Slope. Siri vino a la Argentina para la Feria, hace cuatro años, y quedó encantada. En el sótano de la imponente casa que habitan, un cuarto despojado y pintado de blanco, descansa la Olympia gris.