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Cacarear es fácil, el asunto es poner huevos
Por Rubén Stella *
Hace unos días Gabriela Massuh, autodenominada “especialista en gestión cultural”, firmó una nota en un matutino, en la que con descarnadas frases nos “advirtió” sobre el rumbo de la recientemente iniciada labor de la Secretaría de Cultura de la Nación. Sus palabras y opiniones son bienvenidas. ¡Por fin alguien recoge el guante que lanzamos hace algunas pocas semanas cuando propusimos un debate sobre qué cultura tenemos, soñamos y podemos encarnar los argentinos! Cierto es que la primera alegría se opacó con la pena de comprobar que esa atención se manifestaba a través del brulote, la descalificación personal, la soberbia y el prejuicio. Sin embargo, no es cuestión de responder la grosería, la banalización, la discriminación y sobre todo el prejuicio con la misma moneda. Veamos el lado positivo: ¿esta es la posibilidad que nos brindan de abrir e instalar un debate tan postergado como imprescindible? Aceptado.
Massuh, sin pedir argumentación racional alguna se pregunta en el suplemento Cultura y Nación de Clarín del pasado 7 de abril: “¿Qué margen de acción tiene ese grupúsculo de funcionarios apoltronados en sillones que sólo ocupan por pertenecer a un sector del poder de turno?”. Y luego pontifica: “nada indica que esta gestión de Cultura esté capacitada para moverse más allá de la estructura ameboidal que permite no sólo esta provisoriedad, sino el obsoleto concepto de política cultural que han tenido nuestros gobiernos”.
¿A qué gobiernos se refiere la señora Massuh? ¿A la dictadura militar? No, estoy seguro que no. ¿Al de una serie de gestiones de medio pelo, conformadas en el equilibrio inestable e insulso del populismo del mega evento y la genuflexión ante fundaciones, organismos internacionales y reverencias al establishment cultural? Massuh, que paradójicamente reclama acciones sobre el Comfer (que no está en la órbita de esta Secretaría de Cultura), sugiere que lo único que podemos hacer “es proteger lo que ya existe”. Es decir, conservar, mantener el statu quo, el viejo orden por el cual el Estado sostiene lo que las elites sancionaron como cultura.
Vale la pena aquí citar al fundador de la mítica revista catalana Ajoblanco, Toni Puig Picart: “yo tengo tres principios: no haga usted en el gobierno todo lo que pueda hacer una empresa; lo que pueda hacer una asociación de ciudadanos, tampoco lo haga; invierta sólo en las cosas que puede hacer usted como el construir ciudadanía”. Constituir ciudadanía, en nuestras circunstancias, bien puede significar la “ampulosidad de la cláusula” de “consolidar la identidad nacional”, como se burla Massuh; cláusula que nosotros seguimos poniendo en el centro del debate sobre la gestión cultural del Estado. Ni siquiera vale la pena, en estas líneas, responder al resentido calificativo de “seudofiesta” de “nula irradiación” que la autora del brulote usa para referirse al exitoso y austero Festival de Cine de Mar del Plata. Pero como sus conceptos encontraron una festejada acogida en una nota que Alicia De Arteaga publicó con el título “Un país en transición” en el más que centenario diario La Nación, voy a responder.
“Desde la vehemente exaltación de las Fiestas Patrias, –dice De Arteaga– las banderas de lo nuestro se han arriado en lo que parece el intento voluntarista por frenar la pérdida de valor del peso y la pérdida de peso de los valores.” Extrañamente, la señora De Arteaga parecería no estar escribiendo en esta “tribuna de doctrina” que fundara el creador de una historiografía que hizo del “culto a los próceres de la patria” un programa político-cultural, Bartolomé Mitre. ¿Vale la pena –me pregunto– utilizar el espacio de un diario emblemático para desperdiciar esa ventana solo en la chicana que no aporta ningún elemento a la verdadera, rica y profunda discusión que debemos darnos los argentinos de todos los sectores, sobre si queremos un lugar en el mundo que se parezca a nosotros con la mayor verosimilitud y con la mayor diversidad? Un lugar que por supuesto nos contenga a nosotros, a nuestros hijos y a los hijos denuestros hijos. Que nos cobije, nos ampare, nos proteja y nos sirva de plataforma de lanzamiento y bienestar. Que no nos expulse y al que amemos y respetemos como propio.
¿No sería más útil disponer de esa batería de útiles conocimientos, ese bagaje de experiencia, esa cordillera de esfuerzo en una discusión que construya una perspectiva de si somos o no una nación y, más aún, si queremos ser un país, una nación, una patria? Humildemente, sigo considerando el tema como central, medular, vital, necesario. Sigo considerando que desde el espacio de la cultura podemos crear, entre todos, la bisagra que nos permita dejar definitivamente el largo camino de sombras que venimos padeciendo. “Nadie puede ser mejor que su propio país” dice Héctor Tizón y sería bueno que las elites se lo graben a fuego en sus conciencias. Porque ese camino de angustias y zozobras en el que ya llevamos demasiado tiempo por, entre otras cosas, falta de rigor profundo, de verdadera sinceridad en la discusión y en el debate, esconde mucho de la soberbia infundada de quienes juzgan como una forma autoritaria del ejercicio del poder.
Aún así, a pesar de todo, festejo que alguien haya recogido el guante aunque sea en tono menor. Celebro que el tema esté en algunas conciencias, aún como amenaza. Y brindo por darme la posibilidad –”el pie” diría como actor– para seguir en el tema. Al fin y al cabo, se trata de un nuevo intento de darle mayor envergadura, mayor volumen, hondura y rigor al debate que pretendo se extienda a todos los ámbitos de nuestra sociedad. Salvo –desde ya– que alguien me convenza que discutir y proyectar qué lugar, qué espacio queremos para nuestros hijos en el mundo, es tarea impropia de un secretario de Cultura. Salvo que alguien con rigor conceptual y rotundos argumentos me convenza que no es necesario debatir en este momento de globalización dolarizadora y dolarizados golpes a la democracia, que no vale la pena pertenecer a una nación con valores y peso propio y sea en verdad más convincente ser un apéndice de algún núcleo central irradiador de belleza, justicia, poder y magnificencia.
Utilizar el recurso de bajar el tono desde las páginas fundacionales de un diario fundacional, fundado por un fundador de la mitología nacional, que fundó la Nación, es cuanto menos una falta de consideración para aquel que ideó el origen. Y desde ya una falta de respeto para aquellos que durante años siguieron esa orientación editorial como cuestión central. Claro que no es mi intención ni inmiscuirme en intereses particulares ni convertir esta cuestión en algo de carácter personal, sino que intento ponerlo donde considero que debe estar: en la hondura del concepto, en el rigor de las ideas. Aportando algunas inquietudes para la creación de la nueva mitología que nos permita poner las piedras basales de la refundación, para ir de pie y orgullosos hacia un país, una nación, una patria que nos reconstruya a todos en la diversidad pero con una base de la que nadie dude, y sobre todo nosotros mismos.
* Secretario de Cultura de la Nación