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Podría suponerse que la vida cotidiana de Juárez es siempre natural, frontal, divertida y social. Que no hay diferencia entre sus mejores horas junto a Leopoldo Federico, Aníbal Troilo o Armando Pontier, y aquellas más íntimas, con su gente o su familia. “Yo no soy para nada una vedette del tango –dice–; me manejo con absoluta naturalidad. Como cualquier persona voy feliz a hacer las compras, me muero de risa. Qué sé yo... hay que estar preparado para firmar autógrafos, saludar a la gente, comérsela a besos.”
Puede que su estado de ánimo se desprenda, además, de una idea que manifiesta de entrada: una especie de relanzamiento personal que comenzará con los recitales de hoy y mañana en La Trastienda y que no tienen como anclaje estricto el hecho de conmemorar sus 35 años de trayectoria. “Siento que me quedé un poco después de editar el álbum blanco –su último disco–, por eso considero esta oportunidad como un relanzamiento personal. Creo que es fundamental tener expectativas a esta altura de mi carrera. No es fácil a esta edad sentir lo que siento hoy.” El creador de Candombe en negro y plata hace un silencio, levanta la cabeza. “Necesito oler el escenario, me encanta oler el ambiente, palparlo. Se me mezclan los recuerdos con la polenta del futuro.”
Recién llegado de una gira por casi todo el país, que incluyó La Rioja, Tucumán, Chaco y parte de la Patagonia, Rubén Juárez brindará dos conciertos en los que ya anunciaron su presencia, como invitados, Maximiliano Guerra y el guitarrista Juanjo Domínguez. El recital, anunciado por el bandoneonista como auténtico –“sin molde”, en sus palabras–, incluirá también una orquesta de cuerdas dirigida por Pablo Agri, el hijo de Antonio, un breve homenaje a Roberto Grela y algunos temas que Juárez “peló del arcón” como Después o Qué habrá sido de Lucía. “El cuento es Juárez y todo lo que sabe hacer –define–. Va a haber humor y como siempre algún plateísta me va a dar letra para joder con alguna cosa. Mis colegas dicen que tengo una manera de armar los shows que permite que, a la segunda canción, meta a la gente en el living de mi casa.”
–¿Resulta difícil para un tanguero como usted vivir en una ciudad como Carlos Paz, tan alejada de Buenos Aires?
–No. Me adapté fenómeno. Primero porque viví y bebí todas las noches de Buenos Aires. Y segundo porque necesitaba tranquilidad, tomar conciencia de otras cosas para proyectar mi carrera de otra manera. Es cierto que me hizo bien tener un lugar propio, como el Café Homero, pero el hecho de quedarte a cantar todos los días hasta las seis de la mañana es autodestructivo, imposibilita cualquier mañana. Entonces, necesitaba disciplina y, como no la tenía, me aparté de la milonga y su errante berretín. Es una suerte ser provinciano.
–Usted nació y vive en Córdoba. ¿Qué opina del cuarteto?
–A mí no me cae mal. Pasa que si algo te cae mal te hacés mala sangre, porque te gustaría perfeccionar ciertas cosas que son mandadas y hasta horribles. Ahora, lo auténtico sí me gusta. Más allá del histórico Cuarteto Leo, hay cosas en Córdoba que suenan muy bien como La Barra o Chévere.
–¿Y Rodrigo?
–A Rodrigo lo quisimos todos. Cuando murió, murió un ídolo popular. Lo mismo pasa con la cumbia villera... hay algunas que son zarpadas, es cierto, pero hay otras que son bonitas como La ventanita, de Daniel Agostini. Hay zarpe, pero el zarpe se limpia solo... cuando alguien es genuino, tiene vigencia.
–Su planteo podría ser tomado como una herejía por ciertos personajes del tango.
–Es cierto, hay gente muy limitada y prejuiciosa. Pero, si esa es la música que le gusta al pueblo, por algo será. Tal vez esté llenando una necesidad y si es así me parece bien. ¿Cómo voy a ir en contra del pueblo?