ESPECTáCULOS › EL MAIPO RINDE TRIBUTO A UNA DE SUS GLORIAS,
LA VEDETTE NELIDA ROCA
La diva que ninguna pudo igualar
Una visita al homenaje a Nélida Roca, en el teatro Maipo, sirve como excusa para repensar el cambio de status de la mujer deseada. “De diosa intocable a stripper chabacana”, dicen los fans de la revista de los ’50. La recuerdan empresarios, su familia y las bailarinas de la nueva camada.
Por Julián Gorodischer
Al entrar al Maipo, comienza el tour para melancólicos: un viaje al pasado en el que todos tienen más de 50, deambulan emocionados, deslizan alguna lagrimita, ofrecen una copa de champán, tan corteses, y proponen un recorrido guiado por las perlas de Nélida Roca, hoy que Lino Patalano decidió otorgarle un homenaje póstumo. Aquí las pieles, las plumas, la chaise longue atigrada, la bata, la foto del primer día componen un condensado de imágenes de vedette. ¿Qué es una vedette? ¿Acaso una obsesionada por ser pájaro, con tanta pluma, tanto tocado de faisán (antes) o de pluma de gallo (ahora)? O una militante antiecologista, carroñera, desvivida por aportar a la matanza de animales con ese visón de nueve mil dólares cuya réplica se exhibe, aquí mismo, en el saloncito del segundo piso del Maipo... Dice Rodolfo Ceretti, uno de los curadores de La Roca en el Maipo (la muestra que podrá visitarse hasta el 4 de septiembre en Esmeralda 449) que eran, posiblemente, aspirantes a diosas aztecas, desveladas por entrar en asociación mística.
La Venus de la calle Corrientes hizo todo lo posible por ingresar a cualquier panteón, y sus fieles se empeñan en divinizarla, asociada al misterio, ligada a la reclusión y al silencio más que a la exhibición impúdica –dicen los asistentes– a la que son proclives las vedettes actuales. Cuentan que, en vida, Nélida Roca esquivaba entrevistas bajo argumento: “No tengo nada interesante para decir”. Se escapaba con sus inmensas lentes negras, su toca o gorro para desaparecer completamente. Antes de morir (en diciembre de 1999), castigada por una feroz artrosis, se encerró apostando a la consagración como mito: ella sería una Greta Garbo o una Ava Gardner en versión latina. ¿Late algo actual entre estas paredes? Sí –dirán los fieles–, se siente el signo de la decadencia del espectáculo. Esta es la elevación de los valores de Antes: sus trajes, fotos y objetos exhibidos actualizan la sensualidad de salir a escena tapada (dice la bailarina Georgina Frere, fan de la Roca), recuerdan el gasto millonario de ponerse encima plumas de faisán o piedras preciosas. En cambio ahora reina la cruda imagen del despojo –sigue la bailarina Frere–, la limitación que da la piel sintética. “Pero por lo menos –se consuela el curador Ceretti– los ecologistas estarán contentos.”
“Contratela, Campanita”
La Roca cantaba en restaurantes, cafés, boliches nocturnos hasta que protagonizó ese sueño argentino típico de los años ’50, cuando estaba vigente la idea de salto, cuando la Meca eran los teatros de la calle Corrientes. Cantando jazz en la Richmond de la calle Esmeralda fue que la conoció Luis César Amadori, entonces director del Maipo, y se fascinó con sus curvas y su carisma, antes que con su voz. Y luego le propuso entrar a la compañía estable a través de Campanita –alias Señor Campana–, que se encargó del primer contacto con la futura diva.
Uno del público: –Vení Campanita, contale al pibe, contale por qué vos sos la historia viva del Maipo....
Campanita: (vocecita ronca, lentes con mucho aumento): –Amadori me dijo: Contratela Campanita. Y entonces me acerco a esa belleza y le digo: Nena, venite nena a trabajar con nosotros, dejá ese boliche... Debutó cantando, salió con un vestido negro pegado al cuerpo y la gente gritó: Uhhh... Sabíamos que era el comienzo de algo.
Uno del público: –No cantaba ni bailaba, pero cómo bajaba las escaleras... ¡Qué presencia!
Otro del público: –No es cierto eso: todavía se recuerdan sus versiones de Shalala y Estoy cansada.
Aquí, entre trajes y maniquíes, sobreviven los restos del apogeo de una vedette: la fama como primera figura, la irrupción de la mujerona (en los antípodas de la otra Nélida, la Lobato, más menudita), una que secundabaal capocómico mal hablado (Dringue Farías, Adolfo Stray) con esa cualidad a la que ella misma habría dado nombre: el garbo. Brilló –cuentan sus fieles– en revistas que hoy ya no tienen título, intercambiables una tras otra cada temporada, despojadas de status de obra terminada, apenas la excusa para que los hombres cortejaran a las famosas desde la platea todos los días, en la era previa al valijero. Impresionan, en la expo, los ecos de sus caprichos de diva, cuando las vedettes no se cruzaban ante el chimentero, ni descargaban artillería verbal una sobre otra, sino que restringían la furia a la negociación del contrato. “Era muy diva, exigente –recuerda el curador–: no quería a nadie con el mismo tamaño de cartel, ni admitía a otra morocha en el elenco, y reclamaba que su nombre figurara dos veces. Fue la primera figura que logró ir a porcentaje: se llevaba el diez por ciento de la recaudación bruta.”
“¡Mirá qué
conchero divino!”
Todo es sexo, aquí en el Maipo, donde podría, por qué no, sentirse el sudor impregnado en la tanguita, donde puede verse a un pelado que aproxima la narizota (¡demasiado!) al tul bordado a mano en paillette austríaco no plástico. Aquí –cuenta la curadora Mónica Mendoza– los maniquíes tienen sus medidas originales de chica Divito, y se expresan formatos clásicos de la calentura: saco con corpiño abajo, tapado de visón con nada abajo, diván blanco y espejos por todos lados.
Mónica Mendoza (curadora): –Vení, mirá este conchero qué divino... ¡Y tenemos la peluca de pelo natural que usó en el ’74 en el Teatro Astros en La Revista de Oro, que fue el debut de Susana! Todo empezó cuando visité a la cuñada de Nélida, Libia Musso, y me deslumbré con todo lo que fui encontrando en su departamentito...
–Su cuarto estaba lleno de espejos, como si se pasara el día mirándose... Rodolfo Ceretti (curador): –Se autogratificaba mucho viéndose con narcisismo inocultable.
–¡Qué celebración de “la mujer voluptuosa”!
Mónica Mendoza: –Antes la que valía era la voluptuosa, hoy es la anoréxica. Moria es la única heredera natural de Nélida Roca: alta, carnosa pero proporcionada.
Uno del público: –¡Qué bella chaise longue! Las vedettes de antes vivían en sus casas como en el teatro. Mirá lo que era su casa (señalando la ambientación símil dormitorio)... Esto ya no se ve...
“Quién pudiera”
Ahora se les propone a dos vedettes y bailarinas de una camada de nuevas (que actúan en la obra Rita, la salvaje, en el Maipo) hacer un ejercicio: comparar los restos de una estrella de los ’50 con su realidad actual para llegar, por contraste, al cambio de status de la mujer deseada. Georgina Frere y Mónica D’Agostino recorren los trajes semitransparentes como en trance. “Todo engamado, ¡qué divino! (sobre un enterito beige transparente). ¡Quién pudiera!”, dice Georgina.
Georgina: –Yo bajé escaleras en el Luna Park y ahí entendí lo que era bajar sin mirar hacia adelante.
Mónica: –Y Ana María Campoy te llamó aparte para felicitarte.
Georgina: –No hay vedette sin escalera...
Mónica: –Ese traje es todo de piedras, tapa más de lo que exhibe. ¡Perfecto!
Añoran las nuevas esas historias de sueños realizados, como la de la Roca (en verdad Nélida Musso), chica de pura cepa barrial, de pronto convertida en la estrella de El Nacional y el Maipo, perseguida por Juan Alberto Mateyko (como se vio en el video de presentación) durante tres años hasta obtener una entrevista respondida en monosílabos. A las de antes no les gustaba hablar, escudadas en ese silencio larguísimo que duraba mientras bajaran la escalera, seguras de que expresaban más la media de red, el escote profundo, ¡el conchero!, que la verborragia de Mónica o Georgina. Las nuevas son simpáticas, pero no tienen ese no sé qué de heroína trágica que caracterizó a la Roca, jadeante y nunca en bolas aun en el final (en La revista de oro) cuando avanzaba la artrosis, viajaba a Cuba a recuperarse, volvía melodramática pero sin descuidar ese aspecto que más que ornamento era una esencia de ser y estar en el mundo: boa de piel blanca, purpurina, rouge y gafas oscurísimas.
“¡Brindemos, amigos!”
Como si fuera una despedida privada, Anselmo Musso (el hermano) y su esposa Libia recorren la muestra evadiendo las bandejas de bocaditos, las copas que se levantan para brindar, los tipos que se quedan congelados delante de la tanguita. Fue Libia la que empezó a recuperar los vestidos, las tangas, las pelucas y los tocados de plumas, convencida de que deberían figurar en “un museíto”, segura de que hay allí un testimonio del pasado glorioso. Idealizan el antiguo status de “la mujer sensual”: ascendida a diosa intocable para venerar a prudente distancia, tapadita con una tela o una red estrecha que sugería pero no dejaba ver de más aunque –eso sí– castigada hasta lo obsceno por el capocómico. “Ahora nos gastan más”, dice una nueva, afín a la melancolía que reina en el ambiente.
Anselmo (el hermano): –Nélida era una excelente tía, la amábamos...
Libia (la cuñada): –Y no dejó hijos, fuimos su única familia...
Uno del público: –Antes pasaba mucho que no armaban familia. Fijate en Moria, su heredera: una pareja tras otra. Pero la vedette de antes era más a lo Libertad Leblanc: intimidaba.
Anselmo: –Cuando actuaba en El Nacional se bañaba con agua fría con tal de salir a escena bañada. ¡No tenían caldera! Pero ella sin bañarse no subía...
Libia: –Se pintaba todo el cuerpo con una preparación que traía de París. Pero yo no lo probé nunca... Lo único que me dejó es la pasión por el perfume Fracase. Lástima que desde hace un tiempo ya no se hace más.
Otro del público: –Brindemos, amigos, por los buenos viejos tiempos (toma la copa de champán) ¡que no volverán! (Risas de todos.)