ESPECTáCULOS

“Jules et Jim” o el torbellino de la vida, según François Truffaut

Hace cuarenta años se estrenaba un film fundamental de la “nouvelle vague”. La obra completa del realizador está siendo homenajeada por estos días en la Sala Lugones.

Por Carlos Maldonado

Hacía dos años, cuando contaba apenas 21, había publicado su primera crítica de cine en una revista que llegaría a ser –todavía lo es– legendaria: Cahiers du Cinéma. El joven reseñador, cuya ferocidad se haría proverbial en la denuncia del deslavado rostro del cine francés de posguerra, hojeaba concentradamente los volúmenes del mesón de saldos en una librería de la plaza del Palais-Royale, en París, cuando un título llamó poderosamente su atención: Jules et Jim. La sonoridad de esas dos jotas, contaría más tarde, lo sedujo de inmediato. Salió de allí con el libro bajo el brazo tras enterarse, por la contratapa, de que era la primera novela de un viejo de 70 y tantos años.
Un par de meses después, François Truffaut, el crítico furibundo que había sido un niño abandonado y un pequeño delincuente antes de que el cine le salvara la vida, halló la manera de homenajear al autor que lo había fascinado en un artículo sobre un western que probablemente ya nadie recuerde. Escribió, entonces, que Jules y Jim era una de las más hermosas novelas del siglo XX, y que en ella, “gracias a una moral estética y nueva reconsiderada continuamente”, tres amigos –Jules, Jim y Catherine– “se quieren con ternura y casi sin tropiezos a lo largo de toda una vida”. En el libro, la amistad entrañable de Jules, austríaco, y Jim, francés, sobrevive a la Primera Guerra Mundial, al amor compartido por la misma mujer, al matrimonio de ésta con Jules, a la separación. La tragedia, sin embargo, acecha.
El veterano autor de la novela se llamaba Henri-Pierre Roché, había nacido en 1879, había boxeado con Max Ernst, presentado a Pablo Picasso y Gertrude Stein, era amigo de Marcel Duchamp. Y leyó la nota de Truffaut. Le escribió, a su vez, una carta y le hizo llegar su segundo libro, que también se ocupaba de un triángulo amoroso, esta vez protagonizado por dos mujeres: Dos inglesas y el continente (que el mismo Truffaut llevaría al cine en 1971). El intercambio de correspondencia se convirtió en amistad, y Truffaut concibió, en ese momento, el proyecto de lo que llegaría a ser una de las películas emblemáticas de la “Nueva Ola” francesa, que vino a modificar de raíz lo que se entendía, en aquellos tiempos, por séptimo arte.
Ese film, el tercero de Truffaut, que debutó triunfalmente en el largometraje con Los 400 golpes (1959) y luego puso en escena a Charles Aznavour en esa particular revisión del cine negro que es Disparen sobre el pianista (1960), cumple ahora 40 años. La semana pasada, en Roma, Jeanne Moreau, seductora como siempre aunque ya tiene la edad que el autor de la novela tenía cuando Truffaut lo descubrió, se dedicó a hilar recuerdos con motivo del reestreno de la película, que fue prohibida en Italia en su momento: “Eramos 22, una troupe pequeñita, y se rodaba en completa libertad, sin restricciones ni constricciones. Aun sin darnos cuenta, estábamos enamorados. El amor era el sentimiento dominante”.
Moreau fue, desde siempre, la elegida para el papel de Catherine. En el invierno de 1958-59, Truffaut rodaba Los 400 golpes en Montmartre y la bellísima Jeanne, a quien el director había admirado en el teatro, hizo una aparición fugaz en la película. Hablaron del proyecto, y ella se mostró tan interesada que Truffaut hizo llegar a Henri-Pierre Roché unas cuantas fotos de la actriz. El novelista, que ya había dado su bendición al hipotético film y se había ofrecido para escribir los diálogos –“concisos y aireados”– quedó encantado. Cuatro días después, murió dulcemente en su cama.
François Truffaut siempre sostuvo que la belleza de Jules et Jim, la novela, residía en que condensaba la mirada compasiva de un hombre mayor sobre la pasión, la alegría y el desgarro del amor. Cuando llegó la hora de decir “se rueda”, Henri-Pierre Roché ya no estaba ahí para ayudarle con los diálogos, pero Truffaut trató, por todos los medios, de mantenerse fiel a la precisión a veces gélida de la novela. Cada tanto, revisaba su ejemplar, cien veces leído, y rescataba alguna frase que incluiría, casi a la fuerza, en el doblaje final.
Para el papel de Jules eligió a Oskar Werner (a quien volvería a dirigir, esta vez junto a Julie Christie, en Fahrenheit 451), y en el de Jim puso a casi un perfecto desconocido, Henri Serre, alto, delgado y algo tímido, porque le recordaba a Henri-Pierre Roché. La película se rodó en París, Saint-Paul de Vence y los Alpes con un bajísimo presupuesto y se convirtió en un éxito sin precedentes y en la entrega más entrañable de una generación que incluyó a monstruos de tanta personalidad como Jean-Luc Godard (Sin aliento), Eric Rohmer (La rodilla de Clara), Jacques Demy (Los paraguas de Cherburgo), Louis Malle (Los amantes) y Claude Chabrol (El bello Sergio).
Llevados y traídos por la pasión y la ternura, Jules, Jim y Catherine se encuentran y desencuentran en las revueltas aguas que agita el torbellino de la vida, como reza la canción de Boris Bassiak que Jeanne Moreau entona admirablemente acompañada sólo de una guitarra en una de las escenas claves de la película. Truffaut, que alguna vez dijo que en su cine la máxima era la de los capitanes en alta mar ante el peligro de un naufragio –“las mujeres y los niños primero”–, fogueó en ella las armas que había velado como crítico y puesto a punto en Los 400 golpes. A partir del éxito de Jules et Jim produjo –hasta su temprana muerte, en octubre de 1984– prácticamente un largometraje al año, que su público esperaba como se aguarda el reencuentro con un amigo querido. Puso en ellos la misma pasión, trenzada con dulzura y dolor, que mantuvo a flote a los protagonistas de un triángulo que, hasta hoy, es imposible contemplar sin ver en él el temblor sutil de la verdad.

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