ESPECTáCULOS

Una nueva mirada para la eterna tragedia de Lorca

La puesta de Vivi Tellas de “La casa de Bernarda Alba” busca reforzar la concepción transgresora del poeta granadino, aunque para ello elige partir desde un lugar diferente del original.

 Por Hilda Cabrera

Es probable que una de las piezas teatrales más adaptadas de Federico García Lorca haya sido La casa de Bernarda Alba, cuyos personajes conforman para los espectadores de hoy una rara familia, producto acaso de una cultura pueblerina que recibió presiones de todo tipo, incluidas las de la Iglesia Católica. La moral sexual impuesta es el drama de estas mujeres solas a las que el autor les otorga carácter irreal a través de la utilización de un lenguaje poético y simbólico. De modo que, sin quitarles carácter local, convierte sus conflictos en sustancia mítica. Esta destreza de Lorca para reinventar de modo creíble una cierta realidad ha quedado también plasmada en Bodas de sangre (1933), Yerma (1934) y Doña Rosita la soltera o El lenguaje de las flores (1935). Estrenada en el Teatro Avenida de Buenos Aires, el 8 de marzo de 1945 (nueve años después del asesinato de Lorca en Viznar, Granada), La casa... sedujo por igual a creadores célebres y desconocidos, a compañías famosas y modestos grupos independientes. Desde los lugares más diversos surge periódicamente algún planteo que se supone inédito: otra perspectiva o un nuevo montaje sobre la producción de este artista que, como otros españoles de su generación, supo aunar tradición y vanguardia, y lo culto con lo popular.
La casa... estuvo incluso en la mira del gran Luis Buñuel, pero el proyecto del realizador aragonés no pudo concretarse. No es extraño entonces que hoy haya cautivado a una directora inquieta como Vivi Tellas, de quien se espera siempre una mirada artística no convencional.
Quizás alguien se pregunte si esta tragedia rural interesa al público actual y urbano. La respuesta la han dado, en parte, aquellos que, en diferente época y lugar, descubrieron en el comportamiento de estas mujeres asuntos que competen a todos, como el autoritarismo, la coerción y el sometimiento. De ahí que no interese tanto en este montaje una posible nueva mirada como el logro de una real comunicación con el público. Tellas misma le ha puesto palabras a sus intenciones, señalando en el texto publicado en el programa de mano que una de sus ideas es “mostrar a Lorca como un verdadero transgresor”.
En principio, el diseño escenográfico de Guillermo Kuitca apunta a generar expectativa. Sin embargo, esta gran caja hecha de paneles blancos y pardos se parece demasiado a la sala de una casa de country próxima a amueblar: camastros, colchones y otros enseres así lo indican. Tal vez por eso la condición de aldeana de la Poncia que interpreta Mirta Busnelli, con la seguridad de una criada que conoce los vericuetos de ese espacio y el alma y el cuerpo de Bernarda y sus hijas, resulta un tanto bizarra. ¿Qué hace esa señora en ese lugar sin mácula y tan prolijo? La impresión no es igual respecto de los demás personajes que, a pesar de sus austeras vestimentas, se desplazan con movimientos bastante más actuales y urbanos. Angustias por ejemplo, que en determinado momento atraviesa el escenariocomo si éste fuera una pasarela. El artificio parece ser un elemento caro a esta puesta. La obra queda sometida así a otro orden, desarticulado, primando a veces lo accesorio. A pesar de esta especie de desplazamiento de los personajes por un espacio ilusorio, la puesta no se aparta de lo ya conocido y acaso tampoco de la declarada intención de Lorca de que los cuadros de este drama conserven la estructura de un documento fotográfico. Aunque insinuado, el carácter insumiso de las mujeres no produce demasiado alboroto, y el rencor y el deseo amoroso quedan rápidamente soterrados.
Para quienes han visto otros montajes de esta obra –interpretada a veces por hombres para acentuar el componente autoritario simbolizado en Bernarda o la ambigüedad sexual de algunas de las hermanas–, las mujeres mostradas por Tellas parecen distanciarse de lo que dicen. Entre las hijas, Magdalena (Muriel Santa Ana) es quizá la única que apunta a la amalgama. Las otras no llegan a comunicar plenamente sus emociones, aunque den un salto o se encorven por el agobio. Unas y otras se diluyen como figuras de una acuarela en la que se utilizó demasiada agua. El caso más evidente es el de Adela, la hija que desobedece, que convierte el amor en riesgo y, arrebatada por la pasión que siente por Pepe el Romano, quiebra las normas que le imponen su madre y el entorno.
Uno de los aspectos esenciales en la producción artística de Lorca (fusilado por un pelotón falangista el 19 de agosto de 1936) es la “naturalidad” con la que maneja los simbolismos. Por eso, cuando en La casa... una de las hijas dice “mi corazón se rompe como una granada de amargura”, no es necesario, como sucede aquí, que la actriz a cargo de esa frase se arroje al piso. Es un detalle, pero esa caída impide a la palabra modelar por sí misma una imagen en el espectador. Escenas como éstas resultan ingenuas y hasta cursis (aun cuando Lorca sugiera en sus anotaciones cierto dramatismo). Se entiende que es arduo recrear la obra de un artista admirado y discutido, encasillado y copiado. Alguien sobre quien casi todos creen tener una mirada novedosa. Es difícil pero gratifica, si entre los logros se encuentran trabajos como el de Busnelli (Poncia), el de Elena Tasisto (Bernarda) en la escena final, cuando se desata la tragedia, y acorralada por lo que ella misma produjo ordena silencio, y, en otra línea, el fugaz desempeño de Lucrecia Capello, transgresor por la combinación de lucidez e irracionalidad de su personaje María Josefa, la octogenaria madre de Bernarda.

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“La casa...”, un alegato contra el autoritarismo y la hipocresía.
 
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