ESPECTáCULOS
El milagro de “El hijo de la novia”
Por Manuel Antín*
Los premios Oscar, los César, los Martín Fierro, cada país con su fiesta anual del cine para reconocer méritos y adjudicar distinciones. Cada grano en su alfolí, señala la Biblia. Si tienes poco para jactarte, jáctate de lo poco que tienes, no es vida lamentarse todo el tiempo. Así es la Argentina, un país deslizándose entre extremos, algunos para entristecernos, y hasta avergonzarnos; y otros para enorgullecernos, los menos. El cine es uno de estos últimos. Admitámoslo sin reservas, ya que periódicamente circunstancias adversas relacionadas con la economía o con la política nos inducen a reiterarlo hasta el cansancio (nuestro cansancio porque, en realidad, sólo los interesados nos escuchamos con atención). No parece cierta ni posible tanta sordera bumerán, lamentablemente lo es. Así estamos.
¿Tenemos poco para festejar? Lástima, pero festejemos lo que podamos. Como otros años desde hace nada menos que setenta y cuatro, el domingo pasado tuvo lugar en Hollywood la ceremonia de la entrega de los famosos Oscar. Se me ocurre una irreverencia a propósito de esta cuestión: ¿qué será más importante? ¿Estados Unidos para su cine, o su cine para Estados Unidos? Qué extraordinario sería para nosotros que en la Argentina tuviéramos la oportunidad de formularnos tal hipótesis. Qué país seríamos en vez de éste que somos, tan poco orgulloso de sí mismo. Seguramente. Pero conformémonos con mirarlo por TV. Ya es un progreso suponer que toda fiesta del cine es fiesta nuestra. Por algo se empieza, aunque los argentinos seamos siempre tan remisos en comenzar a empezar.
La ceremonia del domingo, una vez más presente el cine argentino -reiteración excepcional para un país de habla no inglesa–, nos mantuvo en vilo hasta la madrugada. El hijo de la novia, la película de Juan José Campanella, hizo el milagro de que permaneciéramos expectantes frente al televisor, con los ojos bien abiertos para que no nos ganara el sueño antes de tiempo y nos privara del eventual placer. Era como algo nuestro, como algo de todos, un sentimiento de unión y confraternidad que los argentinos no solemos despilfarrar. Mucho menos en estos tiempos de injusticias en que tantos, lamentablemente, tienen los ojos puestos en Ezeiza.
Con o sin esperanzas, estábamos ahí, felices. Todos y cada uno de nosotros: éramos los directores, los actores, los técnicos de esa exitosa película que una vez más nos había arrimado a la felicidad (o al olvido, que hoy día es sinónimo de felicidad para los argentinos). Fácil de disiparse, fugaz como un fotograma desfilando rumbo al espectador a veinticuatro cuadros por segundo. La magia que se convirtió, finalmente, en el más importante invento del siglo XX. Pero, todos, cómplices de un momento de bienestar y satisfacción que no suele acompañarnos, en medio de tanto materialismo inconducente, de tanta especulación, de tanto cálculo, el de unos pocos por angurrientos, el de los más simplemente por esquivar el naufragio.
Por fin llegó el momento esperado toda la noche. Se habían ido sumando unos tras otros los agradecimientos de cada uno de los victoriosos. Soñábamos con uno en español, con acento argentino. Todavía resonaban en nuestro imaginario, como un flashback sonoro, aquellas mágicas palabras de Norma Aleandro –God Bless You– que anticiparon en apenas instantes el arribo en 1985 del primer Oscar al cine argentino, de la mano de Luis Puenzo y La historia oficial.
Pero esta vez no sucedió. El reconocimiento no fue esta vez en español, con acento argentino. Sin embargo, no debe importarnos más que tanto porque estuvimos ahí, entre los mejores. Como siempre en materia cinematográfica. No es poco para un país que se debate en la incertidumbre. Un país que tiene virtudes sobradas para estar muy alto, pero que por la ceguera de unos pocos está muy abajo, sumido en lahondonada del riesgo y de la sinrazón. Alguna vez fuimos nuestras virtudes. Es casi increíble que hoy seamos sólo nuestras falencias. Pero tengamos fe. Hay motivos para tenerla. El cine argentino es suficientemente talentoso y pujante como para ganarse una nueva oportunidad y reemplazar el riesgo país, que por lo menos en el campo de la cultura no merecemos, por el orgullo país que, una vez más y a pesar de todo, nos regala nuestro cine.
* Rector de la Universidad del Cine.