ESPECTáCULOS › UNA OBRA A LA MEDIDA DE PEÑA Y SU JOVEN PROMESA
Más chancho que glamoroso
Por J. G.
Este es el placer de la autodenigración: presentarse en escena como “un puto viejo que lo único que quiere es que se lo cojan”. Y regodearse en esa caricatura fofa, balbuceante, del padre afeminado que se buscó un camarógrafo joven como taxi boy de tiempo completo. En la familia disfuncional de Yo chancho y glamoroso, Fernando Peña vuelve a lo que más le gusta: fundar un paraíso de comodidad burgués (la familia) allí donde sólo hay un erotómano que se masturba mientras su pareja le grita: “Puto, puto, puto de mierda”. Más allá de su superficie, de esa cáscara que derrocha críticas y golpes a la tele de las tardes, a las cámaras ocultas, a los reality shows, Peña tiene otras pretensiones: caricaturizar el “hogar dulce hogar”, cuando la pareja adopta dos hijos (uno de ellos es Sofía Gala) y comparten la escena familiar alternada con alucinaciones, desplantes, peleas y sexo entre los hermanos. Esto es un Peña auténtico: desprolijo, deteniendo la escena ante un error, retando a su novio por la mala dicción y pidiendo al director “que no se olvide de la cortina musical”. Cuando la familia decida televisarse a toda hora, se iniciará la tragedia: la vida vendida al mejor postor.
Aquí faltan sus travestis divertidas, su duelo con el público, su mención provocadora a la noticia: aquí Peña se ha vuelto serio. Para denunciar los efectos de “la vida en directo” y mostrar cómo deteriora ese afán por más rating. Pero también para denunciar la vocación del argentino por “ser masa”. La familia feliz se ha convertido en “cualquier cosa” y empieza el largo descenso a los infiernos que agobia, reclama un final antes de tiempo (y no llega). La familia, desesperada por el impacto, no se ahorra golpes de efecto: Peña alude a su propia vida (“¿Vienen a ver la decadencia? Sádicos de mierda”); Sofía se queja de Moria, pisotea el cadáver de su padre, aparece desnuda “con una gran concha” y dice que los tipos sólo piensan en eso, besa a su supuesto hermano y Peña decreta: ¡Incesto! Como en un ejercicio más que un trabajo terminado, ellos actúan sus tragedias impostadas ante la cámara (con técnicos que circulan por el living) y las interrumpen, de pronto, cada vez que la voz en off los felicita: ¡Superaron al programa más visto!
En la pantalla de fondo, se ven las mismas escenas y se alternan publicidades de Peña con Sebastián Wainraich, donde se ríen de la TV de las compras y parodian los vicios más obvios de la tarde catódica, esa que combina la tragedia con la pomada antihermorroidal. Queda el gustito a cliché revisitado, a arenga compartida en contra del “infierno en que vivimos”; pero esto es un “auténtico Peña” y poco importa el color demasiado definido, el trazo grueso. El es el único que podría salir indemne de esta morosa, cansadora travesía por males argentinos que ni se atemperan con bobadas o pasos de comedia. Peña juega al límite: como si necesitara una catarsis, como si subrayara lo que esbozó en Domínico junto a Nicolás Repetto: la TV es de plástico, está deshumanizada. ¡Sólo la puesta en extremo puede rebelársele! Eso mismo que a cualquiera se le imputaría como un simplismo (demonizar), Peña supera indemne: porque juega a fondo y no se excluye de su canto indignado, porque derrumba su propio mito de provocación continua, porque asume que lo suyo son efectos tan artificiosos como los de la tele que critica. Y en ese charco de miserias, donde la niña vedette llora su condición de hija de famosa, y su novio se somete a los caprichos de su protector, Peña recrea el horror detrás de cualquier excusa argumental: ¡la expulsión definitiva del paraíso!