ESPECTáCULOS › OPINION
Ambigüedades porteñas
Por Fernando D´addario
Gardel y Buenos Aires comparten una suerte de ambigüedad residual: como por separado nadie los termina de entender, las incertidumbres alimentan una mitología que homologa el “destino común” del cantor y la ciudad que lo cobija. No es casual que los epígonos de Carlitos discutan –todavía hoy, a 70 años de su muerte– las cuestiones más elementales de la identidad gardeliana: dónde nació, cuándo y cómo vino al mundo, si tuvo o no tuvo novia. El máximo símbolo de la porteñidad sigue siendo una gran incógnita. No tiene Buenos Aires muchas más certezas esenciales para ofrecer. Todas sus postales reciclan, de algún modo, las dudas de Gardel, que son las dudas que encubre toda imagen congelada, aparentemente incorruptible: una mirada de melancolía triunfal, la sensación de “arrastrar” un futuro de gloria siempre trunco por una mala jugada del azar. ¿Está sonriendo, realmente, Gardel desde su bronce, o nos está regalando una mueca sobradora para afrontar dignamente la fatalidad?
Estos aniversarios redondos proponen un reencuentro artificial y efímero con los recuerdos de nuestros abuelos; sin embargo, como bien apuntaba el filósofo Paul Ricoeur, recordar no es sólo recibir una imagen del pasado; es también buscarla, hacer algo con ella. Buenos Aires invoca a Gardel, en pleno siglo XXI, en busca de una brújula que estabilice sus desvaríos cíclicos, pero el Mudo sólo tiene para devolverle sus propias indefiniciones: la del arrabal con perfume francés y la madre santa mezclada con las rubias de New York; la del criollazo que sueña con el mundo al mismo tiempo que inaugura oficialmente la cultura de la añoranza; la del macho sin mujer y el conservador que encarna el progreso en todos sus aspectos: musical, estético y económico.
También la Buenos Aires de hoy se mueve al compás de sus contradicciones; sus fracturas sociales le dictan, de Norte a Sur, sonidos electrónicos, pop melódico, rocanrol stone y/o fiebre cumbiera; el tango reaparece, más bien, como arrebato culposo frente a un caos (cosmopolita o colonizado, según el enfoque ideológico) que es –debe admitirse– la verdadera marca cultural de la ciudad. Sólo el voluntarismo o la nostalgia (propia y ajena) pueden reinventar el tango como fenómeno de la vida cotidiana. Sin embargo, el espíritu porteño –si es que algo así existe– se siente ligado a Gardel por una especie de mandato esotérico. Nadie respeta hoy la moral colectiva que fundó sin querer, pero ¿quién se atrevería a moverlo del panteón? El pudor y el afecto –que va mucho más allá de esa voz perfecta y de aquellas canciones inmortales– se recuestan en el bronce gardeliano, un rincón de Buenos Aires donde la autoindulgencia puede descansar tranquila.