ESPECTáCULOS › MUCHO MAS QUE “UNA PELI DE TERROR”
Cuando truena el escarmiento para el magnate privilegiado
POR LUCIANO MONTEAGUDO
Hace cinco años, un documental para televisión titulado The American Nightmare (“La pesadilla norteamericana”) reunía a algunos de los más conspicuos representantes del cine de terror de los años ’70 –con George A. Romero a la cabeza– y, utilizando no sólo imágenes de sus películas sino también material de archivo y noticieros del momento, confirmaba hasta qué punto aquellas horror movies de bajo presupuesto y altas dosis de violencia reflejaban de manera muy consciente su zeitgeist, el espíritu de su época, empezando por la guerra de Vietnam y siguiendo por las luchas por los derechos civiles en el sur de los Estados Unidos. La piedra fundamental de aquel nuevo capítulo en el cine de terror fue La noche de los muertos vivos (1969), de Romero, un film que visto hoy aún provoca escalofríos y que podía leerse simultáneamente como una metáfora de los terribles conflictos raciales que vivía por entonces el Deep South y una lectura en clave de masacres como la de My-Lai.
El irreductible Romero –junto con John Carpenter, uno de los pocos, auténticos cineastas rebeldes que dio Hollywood en los últimos treinta años– volvería a sacar a la calle a los impresionantes zombies de su primera película en Amanecer de los muertos (1978), la sátira más revulsiva que se haya hecho sobre el consumismo en el cine estadounidense. Y luego lo volvería a hacer en Día de los muertos (1985), donde cargaba contra el militarismo. Veinte años después, ateniéndose siempre a los códigos de un género que le permite trabajar con una libertad que seguramente no tendría en películas de la llamada clase “A”, Romero vuelve a convocar a sus viejos zombies para esta Tierra de los muertos, una transparente alegoría sobre la sociedad estadounidense actual. Y no sólo estadounidense.
Como siempre en el cine de Romero –que es pura síntesis, tan elemental en sus recursos económicos como expresivos–, la situación queda clara desde un comienzo. Hay una ciudad que es como cualquier ciudad estadounidense de hoy, pero peor. En la torre-condominio “Fiddler’s Green”, a la que tienen acceso solamente los privilegiados, aquellos que han hecho dinero a costa de los demás, todo es brillante, lujoso e impersonal como en un hotel cinco estrellas. Alrededor de ese monumento a la codicia se agita una población pauperizada, que vive miserablemente y sólo aspira a poder ingresar alguna vez a ese círculo selecto que disfruta de tragos y canapés en las alturas.
Y completando la pesadilla de círculos concéntricos, afuera de la ciudad, del otro lado del río, sumergidos en una noche eterna, se mueven los zombies, los muertos vivos, aquellos que han quedado definitivamente excluidos del mundo y que están famélicos, tanto que amenazan con entrar a la ciudad para alimentarse con la carne de aquellos que, porque todavía tienen sangre caliente en las venas, creen que están vivos. Que esos zombies estén liderados por un negro de mameluco es una de las señales más transparentes de quiénes son para Romero aquellos que están enterrados por la sociedad de hoy, pero que en cualquier momento se levantan de los cementerios en donde los sepultaron vivos.
Y hay más: el líder de esa sociedad (a cargo de un medido Dennis Hopper) es un magnate de acento sureño, que como George Bush Jr. usa traje oscuro, camisa blanca y corbata roja y cuando se enoja grita “No negociamos con terroristas”. Terrorista es para él un latino (John Leguizamo) que solía hacerle trabajos sucios con la ilusión de ganarse un lugar en la torre de los sueños, pero que al sentirse traicionado se queda con una de sus armas más peligrosas y lo amenaza con declararle “una jihad”. ¿Familiar, no?
El de Romero no es un cine de sutilezas, y aquellos espectadores que no frecuentan el gore y que no estén acostumbrados a la sanguinolenta morbidez de los zombies ni a su voraz apetito por la carne humana pueden sentirse genuinamente asqueados. Pero aun en sus excesos, propios del género, el film de Romero tiene una nobleza cada vez menos frecuente en el cine de terror. A diferencia de tanto producto de consumo en serie, que apela a un montaje cada vez más frenético y con imágenes-shock de un sadismo gratuito, el film de Romero, en cambio –aceptados los códigos que le son propios–, nunca ofende ni agrede. Por el contrario, en su tempo puramente cinematográfico, ajeno al vértigo de la era del videoclip, casi se diría que Tierra de los muertos estimula una distancia dramática, hasta provocar una lectura brechtiana de la realidad.