Miércoles, 16 de octubre de 2013 | Hoy
LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Marta Riskin reflexiona sobre los límites a la ley, al Estado y la democracia a raíz de los cuatro años de vigencia y aplicación parcial de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.
Por Marta Riskin *
“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.”
Ludwig Wittgenstein Tractatus logico-philosophicus (1922)
La Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual ha resultado tan poderosa, aun en su aplicación parcial, que obligó a sus detractores a invertir cuatro años de ingentes esfuerzos para eludir su aplicación integral.
Desatada la batalla cultural, muchos ciudadanos ajenos a la problemática tuvieron la oportunidad de diferenciarse o convalidar su adhesión a usinas de opinión que, en el pasado, consideraban neutrales e incuestionables.
Más aún, se popularizaron interrogantes acerca de cómo se construyen propias y ajenas subjetividades, hasta entonces contenidos exclusivos del ámbito científico y académico.
Cuestiones como “qué leemos” o “qué miramos” y “por-qué-pensamos-lo-que- pensamos” ganaron las calles, inclusive las de Internet, resignificando la búsqueda de identidad ideológica y renovando conciencia política.
Cada vez más argentinos de a pie, como gustan expresar ciertos comunicadores, desafían a periodistas omnipotentes y se transforman en protagonistas de una fiesta que desenmascara, desde la falta de talento a los pequeños intereses.
Lamentablemente, los numerosos y prometedores efectos individuales y colectivos inducidos por la aplicación parcial de la ley para la verdadera libertad de expresión todavía no parecen suficientes a uno de los poderes del Estado para ponerle límites a toda forma de monopolio comunicacional.
Si parecía una perogrullada insistir en que la aspiración, convertida en consigna opositora, de “poner límites al Gobierno” se contradecía con la negativa del “Grupo” a aceptar normas democráticas, la audiencia pública de la Corte Suprema del último agosto expuso que no existe tal contradicción para quienes sostienen la supremacía de los intereses corporativos sobre los nacionales.
Gracias a la insistencia en argumentos tipo “Las libertades son de nosotros y los límites para los demás”, el mensaje de los amicus fue muy preciso: creen que el control sobre la voz pública es un privilegio exclusivo de quienes ostentan el poder económico y, en consecuencia, consideran justo y legítimo su posicionamiento por encima de la igualdad ante la ley.
Asimismo, la transparencia con la cual manifestaron su propio imaginario exterioriza el histórico conflicto que enfrenta la Corte: acceder a la voluntad de los grupos económicos concentrados no sólo recorta las oportunidades para mantener los principios y acciones tendientes a crear sociedades más justas. Equivale a vulnerar todas las fachadas de imparcialidad republicana y a otorgar legalidad a un gobierno paralelo, con poder para condicionar las elecciones ciudadanas y ejercer control sobre sus representantes.
No en vano Michel Foucault advertía: “Entre las prácticas sociales en las que el análisis histórico permite localizar la emergencia de nuevas formas de subjetividad, las prácticas jurídicas, o más precisamente, las prácticas judiciales, están entre las más importantes”. (La verdad y las formas jurídicas, 1973.)
La apropiación del poder simbólico del Estado sin recurrir a las urnas no sólo deslegitima a los poderes Ejecutivo o Legislativo. También pone límites a la democracia y cuestiona a la República como representación de la comunidad.
Cuando se cede el control legal de la ciudadanía al poder económico, cabe esperar se acceda a invalidar tratados como el del río Uruguay o a “cierres de gobierno”, como en América del Norte.
Los Estados pueden sucumbir y no es una metáfora.
La historia es pródiga en civilizaciones cuyos nombres apenas se recuerdan, pero la decadencia de los países no es menos dolorosa ni ejemplar.
Argentina ha demostrado en sólo diez años que el crecimiento con inclusión social, aun con todas sus dificultades, funciona.
Hoy, la ciudadanía recoge los frutos del trabajo colectivo y amplias mayorías descubren la potencia y las posibilidades que ofrece respetar las leyes, los acuerdos y la palabra empeñada.
Para profundizar estas huellas resulta imprescindible la participación popular en todos los debates, en especial aquellos que la voz monocorde, fatalmente, elude o condiciona. Por el contrario, la multiplicidad de fuentes de información acrecienta los aportes políticos, exige la corrección de los errores, discute y selecciona los mejores proyectos.
Suele imaginarse que “La gran conquista de la democracia..., el derecho de dar testimonio, de oponer la verdad al poder, se logró al cabo de un largo proceso nacido e instaurado definitivamente en Atenas durante el siglo V” (La verdad y las formas jurídicas, 1973); pero sólo será definitiva mientras la defendamos entre todos, jueces incluidos.
* Antropóloga.
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