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La picadita

Por M. D.

Si hay algo mejor que disfrutar del momento en que la leña agarró fuego –sin intervención de combustibles como el alcohol o el querosene, que eso es casi una ofensa para un buen asador o asadora– y el crepitar del quebracho augura ese sabor particular en la carne, ése es el momento de la picada. Unos cuantos quesos, unas berenjenas escabechadas, el salamín, por supuesto, picante y especiado, como los hacen en Tandil o los que se compran en el campo, faenados en agosto, el tiempo de la Pachamama, cuando se le devuelve a la tierra lo que nos ha dado en el año. Es casi chabacano mencionar este placer, por lo obvio, por lo orgánico de su necesidad, es casi como describir lo bueno del sexo –tengo una amiga que dice que le gusta más coger que comer picadas, para dar sólo un ejemplo–. Y sin embargo por qué no, por qué no homenajear a esos embutidos cargados de colesterol y triglicéridos que tan bien acompañan los tintos, que preparan el paladar para lo que vendrá. Pero no cualquier picada, si no esa elegida en algún camino de provincia, un queso de cabra de Jujuy, un chorizo colorado de Santiago del Estero, tomatitos secos de Córdoba, aceitunas de Mendoza, aceite de oliva de esa provincia. Sólo hace falta prever ese momento que se va a compartir –si no ¿para qué?– tomando lo mejor de cada casa, siempre que la curiosidad alcance para tomar la ruta y buscar destinos, gastronómicos y de los otros, probando, degustando, que eso es una picada, casi una muestra gratis de cada cosa, para que el vino no suba demasiado rápido, para que el fuego encienda lentamente, sin ansiedad, cociendo la carne como se debe. Un placer soez, si los hay. Un placer.

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