Jueves, 24 de julio de 2008 | Hoy
PSICOLOGíA › EN LA TEORíA Y EN LA CLíNICA PSICOANALíTICAS
Según el autor, “cunde entre los psicoanalistas una preocupación creciente respecto de sus limitaciones frente a resistencias pertinaces entrelazadas con nuevas formas de ser y padecer”.
Por Rafael Paz *
Si observamos el lugar que ocupa el psicoanálisis en el mundo contemporáneo, no cabe duda de que las aspiraciones de su fundador en cuanto a trascender en la cultura –entendida en su sentido más amplio de formas de vida, hábitos y creencias y en las maneras de encarar los interrogantes básicos de la existencia, la enfermedad y la salud– se han cumplido.
Buena prueba de esto es que los psicoanalistas hemos perdido el dominio sobre el saber específico, el cual se ha diseminado a través de prácticas diversas que –aun sin reconocerlo– en él se inspiran.
Incluso cuando se le adjudican signos de decadencia se admite aquella penetración, que va desde los modos de concebir la sexualidad, la crianza de los niños y la pedagogía hasta los cauces para pensarse y pensar a los otros, el teatro, el cine, la literatura, la crítica del sentido común y de las ideologías.
Y si tuviéramos que sintetizar todo este conjunto de logros y avatares podríamos decir que el psicoanálisis dio cuenta de la densidad del espacio interior al mismo tiempo que contribuyó a incrementarla, señalando su conflictividad esencial y su tenaz opacidad.
Para lo cual conjugó de manera inédita las tradiciones románticas e iluministas de la Europa Central de fines de siglo XIX con el ímpetu del positivismo, que expandía sin fronteras los dominios de la Ciencia: proyecto de racionalidad que enunciaba su consistencia así, con mayúsculas y en singular.
La instigación kantiana a abrirse al conocimiento, el sapere aude, cuyo atrevimiento sintetiza de manera notable el proyecto histórico de la Filosofía de las Luces, había ampliado hacia fuera y hacia dentro las fronteras de los saberes, mientras la tradición romántica transitaba gozosamente las ciudadelas del alma.
Se trataba ahora de transformarlas siguiendo un método transmisible, lejos de contemplaciones y regodeos.
Lo cual no sólo obedecía a razones pragmáticas surgidas desde la clínica, sino a un modo específico de suscitar alivio y a la vez conocimiento, a saber, venciendo resistencias, por lo que se requerían fuentes renovadas de placer para que la asimilación de emociones recuperadas y el desarrollo de pensamientos no pensados fuera posible.
Se fue así consolidando una disciplina de vocación crítica y racional, aunque, al ser comunicable de persona a persona y fundar sus verosimilitudes en el reducido círculo de quienes se abrían a la experiencia del inconsciente, mostraba un status epistémico ambiguo y una discursividad oscilante entre relatos de artesanos y pretensiones de cientificidad.
Pero el objetivo esencial de nuestra clínica conserva plena vigencia: volver permeables las diferentes corrientes de la vida psíquica, para que las formaciones penosas de compromiso se sustituyan por realizaciones que permitan mayor placer y libertad.
De este modo, el espacio interior podrá contener de manera más fecunda y con modulaciones más amplias del dolor diversos aspectos de sí que fueron desgajados, apartados y extrañados desde los primeros momentos de la vida.
Se trata de una idea ambiciosa, que supone lidiar con miedos, angustias y culpas resueltos sintomáticamente o mediante compensaciones que a través del tiempo han determinado escisiones empobrecedoras y rigideces caracteriales.
Esta pretensión radical marcó al psicoanálisis desde sus comienzos, y supone gran confianza en que exponer los abismos íntimos y las contradicciones que desde ellos se plantean puede resolverse en alivio del sufrimiento e incremento de las posibilidades personales.
Metafóricamente, que Eros farà da se: los recursos vitales y las tendencias reparatorias eslabonarán de por sí los nuevos y antiguos afectos y representaciones, al caducar los lazos de la neurosis infantil.
Lo cual requiere ir más allá en cada punto de llegada, sosteniendo lo interminable del análisis –puesto que el retorno de lo disociado, y reprimido es inagotable– pero dando cabida y legitimidad a momentos de logro que originen círculos virtuosos de transformaciones.
Partiendo de la resolución de síntomas, el psicoanálisis se extendió hacia las inhibiciones, estereotipias y modalidades caracteriales, llegando en la actualidad a una situación paradójica.
En efecto, cunde entre los psicoanalistas una preocupación creciente respecto de sus limitaciones frente a resistencias pertinaces entrelazadas con nuevas formas de ser y padecer, mientras que a la vez contamos con palancas refinadas y distintas para abrir posibilidades de transformación.
Claro está que estos instrumentos requieren compromisos personales y hondas revisiones teórico-clínicas, así como relativizar la apelación tradicional a criterios de autoridad.
Por otra parte, el saber psicoanalítico se halla en estado de dispersión, lo cual desde posiciones convencionales tiende a ser visto catastróficamente.
En rigor, obedece a una expansión transversal de conocimientos, experiencias y formas de transmisión, junto a desarrollos diferenciados por razones culturales e históricas.
Pero, como apuntábamos arriba, un vector perdura: desprender el dolor y los miedos de ataduras inconscientes en las que rigen proporciones extremas, imagoicas, para hacer posibles modulaciones diferentes de la angustia y un pensar nuevo.
Cuando se logra la habilitación de espacios psíquicos cancelados se incrementa el flujo de experiencias emocionales y de producciones imaginantes, las que pugnan por hallar realización y chocan con el orden previo de sentidos, poniendo en marcha un proceso, en rigor, exorbitante, puesto que por su propia índole excede lo que el método puede abarcar.
De donde la permanente búsqueda de rigor teórico y precisión instrumental, para contener lo convocado e intervenir con prudencia y eficacia.
Las sobreadaptaciones, por su parte, uno de los rasgos conspicuos del padecer de nuestro tiempo, conjugan corazas culturales con inhibiciones personales y una vasta gama de miedos a transformarlas, suscitadas por el desamparo y la paranoia funcional con lo inhóspito del mundo en que vivimos.
Y si bien participamos, como nuestros analizandos, de los cambios del siglo, sabemos de modos insistentes y replegados de pensar y existir –y por lo tanto de sufrir– en lo que se entrelaza la fantasmática personal a mitos familiares, de etnias y grupos.
La transferencia, que los recrea, es central en nuestra clínica, haciendo que se explayen hasta los límites que seamos capaces de construir en cada caso y cada momento del proceso.
Es este el territorio nativo del psicoanálisis y que continúa siendo el de su mayor fecundidad: clínica de lo singular que facilita la expansión de los vínculos primarios, que buscan revivirse para realizarse, hallar por fin resonancias o por la mera inercia de la repetición.
Por lo que nada de lo humano nos puede ser ajeno, aunque comprobemos de continuo la desproporción entre lo que sabemos e intuimos y las transformaciones logradas.
Ocurre que nos movemos siempre sobre un lecho resistencial, que es el nombre dado a los equilibrios originados en miedos diversos y en ataduras a la economía de los goces que cada uno construyó, naturalmente renuentes a modificarse.
De ahí lo especial de una cura que requiere dejar de lado ensañamientos transformadores –el furor curandis– para dar vida a lo reparatorio bloqueado o inédito, ampliando los márgenes de libertad constreñidos por las distintas patologías y estabilizados como modos de ser.
Y que incluye, en el límite, modalidades psicóticas de funcionamiento.
Una clínica acorde con los cambiantes requerimientos con que se enfrenta se funda en dar las mayores posibilidades de manifestación al analizando, al contar con recursos elaborativos ampliados para lidiar con aspectos desestructurados, dañados o dañinos y las ligaduras paradójicas al sufrimiento.
Aquéllos se hallan por lo común fuertemente escindidos y depositados en lugares que la experiencia mostró como seguros para equilibrar el desamparo y la desintegración; de este modo se garantiza su inmovilidad, pero al precio de coartar potencialidades vitales sancionadas como peligrosas desde el miedo o las prohibiciones.
Es por eso que el modelo clásico del inconsciente o el Ello como conjuntos potentes y desagregantes, en colisión con un Yo subordinado a la realidad y al sistema superyoico, da cuenta muy parcialmente de la matriz conflictiva.
Hacer consciente lo inconsciente implica no sólo asumir las pulsiones en su polimorfismo e insistencia, sino también las “servidumbres voluntarias” que las incluyen en un abanico de docilidad y seudomadureces, por lo común bajo sutiles formas masoquistas de aplanamiento personal.
El paradigma extremo de estas últimas está constituido por restituciones caracteropáticas estabilizadas al modo obsesivo luego de derrumbes severos, pues en ellas se plantea agudamente la contradicción entre haber logrado un cierto equilibrio luego de penurias psicóticas y el modo en que aquél se enhebra en dispositivos de sometimiento.
Por su parte, las fuentes motivacionales que se han ido integrando al conocimiento psicoanalítico exigen una modelización diferente, no meramente estraficada y con los impulsos en su base.
Ya la “segunda tópica” comenzó a bosquejar una espacialidad distinta, una vez introducido el narcisismo y la objetalización interior a partir del análisis en profundidad de las identificaciones, en el trayecto que va desde los estudios sobre la histeria a “Duelo y melancolía”.
Y el acotamiento de aquello a ser contenido se amplió notablemente cuando diversas corrientes psicoanalíticas asumieron el compromiso emocional y cognitivo que plantean niveles primarios de desamparo, miedos y formas transaccionales primarias.
A lo cual se sumaron condiciones históricas que desnudan carencias y dificultan el disimulo de los síntomas por su entrelazado a vínculos familiares, institucionales y macrosociales antes consistentes.
Y en este contexto la asunción plena de la trama relacional como clave para en ella definir los lugares de eficacia en las matrices primarias, dio lugar a una serie de cortes epistémicos.
Las figuras materna y paterna, enriquecidas en sus cualidades proteiformes por las teorías objetales, pasan a ser interrogadas de un modo nuevo a partir de las críticas de género a los supuestos clásicos: relaciones de dominación y subordinación, desnaturalización de la condición femenina, replanteos de la simbólica centrofálica.
A lo que se agrega el énfasis creciente en el reconocimiento de capacidades para generar autonomía desde los primeros momentos de la vida, naturalmente en el interjuego con los otros primordiales.
De todo lo cual se desprenden consecuencias teóricas, instrumentales y formativas.
Una heurística de la expansión transferencial se encontrará además con respuestas adaptativas, exigidas y forzadas por las condiciones ambientes, que han plegado el abanico de rendimientos potenciales.
Valgan como ejemplo las compensaciones secundarias a descalabros psíquicos, espectaculares o tórpidos en la infancia o la adolescencia que muestran –con la nitidez propia de las restituciones– formas sobreadaptativas esquemáticas.
Se trata de cuadros con bloqueos inhibitorios y escapes sintomáticos que transcurren en el área mental (pensamientos ritualizados, conjuros, automatizaciones primarias o secundarias, que sostienen formas de control omnipotente) o en peculiares ligámenes con seres, instituciones o márgenes de la cultura.
Las experiencias de terror frente a la desagregación se sustituyen por mundos sin duda limitados, pero los mejores dadas las circunstancias, lo que mueve a prudencia y nos precave de emprender cruzadas terapéuticas supuestamente liberadoras.
En tales casos es preciso situar los desprendimientos del Self y relaciones de objeto y explorar la vida secreta de tales identificaciones proyectivas, que además mucho nos enseñan respecto de modos universales mediante los que todos equilibramos nuestras ansiedades.
Si, por ejemplo, es evidente que las angustias hipocondríacas son depositadas en las instituciones de salud, que ofician como extensión simbólica de los acogimientos primordiales, lo mismo ocurre con otros aspectos de nuestro ser.
De esta forma, vínculos primarios habilitan la trama social y se ubican en sitios específicos, siendo muy sensibles a sus cambios o negándolos, por la ilusión de contar con inmutabilidades omnipotentes ya sea en instituciones colectivas o en personas singulares que juegan ese rol transferencial.
Surge de esto que localizar las identificaciones proyectivas nómades o estabilizadas como primer paso para recuperar vaciamientos emprobrecedores constituye uno de los ejes del proceso analítico, y requiere asumir las manifestaciones regresivas en el nivel y calidad que tengan, según sean las fantasmáticas alojadas en diversos lugares del mundo.
Se trata de recolectar las versiones de sí implicadas en tramas de objeto que impregnan los vínculos actuales, para restaurar la potencia de verdad y de realización que poseen.
* Miembro fundador de la Sociedad Argentina de Psicoanálisis. El texto es un fragmento de Cuestiones disputadas en la teoría y la clínica psicoanalíticas (Ed. Biebel).
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