Jueves, 18 de diciembre de 2008 | Hoy
PSICOLOGíA › LA FAMILIA, NUEVO SUJETO DE LA PSICOTERAPIA
Tanto las “familias modernas” como las “posmodernas” se constituyen –según los autores– sobre la base de “la ilusión de tener la misma ilusión”. Pero hay familias “inconsistentes”, familias “dogmáticas”, familias “mesiánicas” y aun familias “sagradas”.
Por Rodolfo Moguillansky
y Silvia Nussbaum *
La familia moderna es una construcción cultural reciente, es una producción social del siglo XX. Denis de Rougemont (El amor y Occidente, 1958), el autor más clásico sobre el tema, dice que la pareja moderna, la familia moderna, es “un invento de Occidente” definiéndola como una pareja o una familia que nace y se sustenta en lo que instituye la apasionada ilusión del amor recíproco. Un elemento a destacar es que, en esa “nueva pareja”, se supone que se articulaba el amor con la sexualidad.
La constitución de la pareja que funda la familia moderna, a diferencia de las formas previas, se establece mediante la creación de un tejido imaginario común que obtiene su “materialidad” en una ilusión constitutiva de lo conjunto, que encuentra en el enamoramiento un punto de partida. Esa ilusión, creadora del imaginario común de ese conjunto –la pareja–, da sustento narcisista a la compleja trama emocional que se tramita en el vínculo creado. La apoyatura en ese tejido imaginario común, dador de pertenencia, caracteriza lo novedoso de este “invento de Occidente”.
El apasionado amor recíproco en el seno de una pareja es un sentimiento que recién se empezó a concebir en el Medioevo, fue glorificado por el Romanticismo en el siglo XIX, mientras todavía reinaba el matrimonio concertado, aunque ese matrimonio concertado concitaba ya en esa época una fuerte insatisfacción.
Más tarde, en el siglo XX, el amor recíproco dio las bases emocionales a la pareja occidental, forjándose después de la Primera Guerra Mundial una generalizada realización social de este modo de vincularse.
La familia moderna ha ido cambiando en las últimas décadas. En los últimos años, en las sociedades urbanas de Occidente, se ha autonomizado cada vez más de la familia extensa, conformando un conjunto separado, aunque todavía conserva importantes relaciones, tanto con los ascendentes como con los familiares de la misma generación.
La solución alcanzada por la pareja moderna no instituyó una forma definitiva. Con el andar del siglo XX se exploraron nuevas formas de intercambio sexual y pasional. Si bien podríamos coincidir en que la pareja moderna es un modelo aún existente, la pareja heterosexual estable vive más en el imaginario social y cultural que en la realidad. Hoy en día, en los comienzos del siglo XXI, esa pareja y la familia moderna conviven con otros conjuntos vinculares, las conformaciones familiares de la posmodernidad.
Junto a las parejas y familias de la modernidad, las conformaciones familiares de la posmodernidad han logrado reconocimiento social y una juridicidad dentro del aparato legal del Estado; son una parte importante de este mundo. Una buena parte de las familias actuales son familias ensambladas. Además, conviven en nuestra sociedad las uniones de parejas del mismo género, familias homoparentales, familias uniparentales y también los que “eligen vivir solos”.
Diferenciamos, dentro de estas “nuevas conformaciones”, dos grupos: a) las que han logrado un lugar dentro de los enunciados de fundamento de la cultura y que además cuentan con un “sostén narcisístico propio”, como el que suelen tener, cuando lo tienen, las familias ensambladas, las uniones de parejas del mismo género y los que “eligen vivir solos”; b) las que, con formas parecidas o no, no lo han logrado. Nos referimos a las conformaciones que no han conseguido un reconocimiento social o que constituyen relaciones familiares deficitarias que no se pueden sostener por sí mismas.
Entre las conformaciones familiares que responden a otros paradigmas culturales ubicamos las que –generalmente por efecto de migraciones– provienen de otros marcos culturales, y por lo tanto se sustentan en otros enunciados de fundamento que los acostumbrados en “nuestro mundo”. Sólo teniendo conciencia de las propias creencias y certezas, dadas por el entorno cultural en que vivimos, se puede crear un espacio de escucha y reconocimiento de las necesidades específicas y de la subjetividad particular de cada familia. Cuando somos demandados por familias cuyos hábitos y costumbres son diferentes a los usuales del grupo social al que pertenecemos, el obstáculo que nos traen nuestras creencias y certezas para comprenderlos se pone de manifiesto más crudamente.
Con las configuraciones que responden a otros paradigmas culturales es aún más importante tener en cuenta el valor siempre central que tienen las creencias, en especial las creencias de cada familia sobre cómo es la familia, tanto de las personas que demandan atención, como las del profesional que las asiste. Toda familia tiene creencias propias sobre cómo “debe ser” una familia, cómo “deben ser” las cosas, cuáles son los ejes axiológicos que deben primar. El malentendido inevitable que tenemos con cualquier familia está potenciado cuando nos dirigimos a personas o familias que pertenecen a otro paradigma cultural y sobre todo cuando suponemos que con “lo mismo”, decimos “lo mismo”.
Pese a las evidentes continuidades familiares dadas por las tradiciones, los apellidos, los lazos económicos, etcétera, hay una discontinuidad fundante desde el siglo pasado en las familias de nuestra cultura. Es importante señalar que en nuestro tiempo y en nuestro espacio geográfico, a diferencia de lo que ocurría previamente, las familias se fundan, son instituciones que nacen. Si bien sabemos que la familia nuclear está pautada por una legalidad transubjetiva –en última instancia por la cultura– y se constituye sobre la base de reediciones de prototipos infantiles, es necesario, para constituir un nuevo basamento narcisístico común, renunciar a las certezas identificatorias dadas por la pertenencia a la familia de origen.
El nuevo orden intersubjetivo que se instala supone entonces un nuevo momento de constitución narcisística que instituye a los que conforman el nuevo vínculo como sujetos del vínculo. Esta operación cambia los sistemas de lealtades y da comienzo a una nueva historia. Para enfatizarlo, parafraseando a Freud, podemos decir que a este nuevo momento de constitución narcisista, que se instituye al crear un vínculo, hay que considerarlo como un “nuevo acto psíquico” (Freud, Introducción al narcisismo), en tanto cumple una función similar en ese nuevo conjunto vincular a la que en su momento cumplió el “nuevo acto psíquico” al instituir el yo en cada uno.
Las familias se fundan y al fundarse instituyen un imaginario común, que tiene como premisa que los integrantes tengan la ilusión de tener la misma ilusión. El “nuevo acto psíquico”, explicativo del mítico pero estructurante origen del proceso de fundación de la familia, lo vemos tanto en las familias modernas como en las posmodernas. Lo que ocurre en esa fundación de la familia hace al sostén narcisista de las mismas. La fundación de una familia no alude a ningún marco formal ni se trata de un momento puntual. Este “nuevo acto psíquico” es un complejo proceso simbólico y emocional, con un punto de partida en el enamoramiento: se unen en la ilusión de tener la misma ilusión, y de ese modo sientan las bases para instituir un tejido imaginario vincular que se lo supone común para los que van a integrar la pareja, protomodelo del imaginario común de la futura familia.
Ese imaginario común hace al zócalo narcisista de la familia. El imaginario común, instituido sobre la premisa tener la ilusión de tener la misma ilusión, organiza el zócalo narcisista que otorga, para los que participan en esa ilusión, la condición de posibilidad para la constitución de lo conjunto, para la fundación de lo conjunto. En esa argamasa, la ilusión de tener la misma ilusión se instituye, se construye el mito de origen de ese conjunto vincular, que adquirirá, si el vínculo sigue, el carácter de convicción.
Del imaginario vincular parte la “función dogmática”. Esta construcción instituye a los miembros de ese conjunto, quienes comienzan “una historia” a la que pertenecerán y con la que guardarán solidaridad. Al crear estos fundamentos de la pertenencia, se ponen en marcha distintas funciones. Nos interesa destacar una: la formulación de los fundamentos que regirán el nuevo vínculo, a lo cual llamamos “función dogmática”.
La función dogmática instituye los enunciados de fundamento de ese conjunto, de ella emergerán los ejes axiológicos del mismo. Estos fundamentos sólo en parte serán explícitos y su carácter dogmático es imprescindible para que los que instituyen el nuevo conjunto hagan un corte con las familias de origen y que entonces una nueva familia advenga.
En cada sujeto, el ideal del yo hereda el narcisismo, y el narcisismo permite constituir un sistema de ideales que instituirá al sujeto como humano. De modo análogo, la idealización inicial de tener la ilusión de tener la misma ilusión precipita su carga narcisista sobre los nuevos ideales familiares, dando origen a un orden que los rige, proyectos a los que se dirigen, etcétera. Estos ideales pasan a regir el presente y el futuro de la nueva familia.
La familia funda un nuevo contexto de significación. La institucionalización de un naciente conjunto vincular se completa con una nueva organización simbólica: la creación de un nuevo contexto de significación para sus miembros. El nuevo contexto de significación organiza un sistema de referencia que da condiciones de posibilidad para que advenga un nuevo juego de lenguaje (Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, 1927). La construcción del nuevo juego de lenguaje precisa la relativización de los significados individuales previos para así crear en conjunto nuevos sobreentendidos.
Nuestros modelos para comprender lo vincular se basan en los míticos modos en que se constituyó lo conjunto. Las familias que no han podido constituir el zócalo narcisista plantean en la consulta problemas urgentes, no se sostienen, no se autosostienen, no tienen un marco social, económico o emocional para procesar los conflictos familiares habituales.
No se trata en estas configuraciones familiares de la “inconsistencia” que tiene toda familia, que toda familia debe procesar. En estas familias campea una inconsistencia tan radical que no pueden contener ni tramitar las emociones que en ellas tienen lugar.
Algunas de estas familias reúnen las características que permitiría caracterizarlas como una familia moderna o ensamblada –tienen su apariencia–; sin embargo, es importante adjetivar esta definición, relativizarla, ya que estas familias, además de la apariencia moderna o ensamblada, no tienen estructura propia, sus vínculos son inestables, son precarias a la hora de sostener a los hijos, no pueden retenerlos ni se pueden responsabilizar por su destino. Desde luego, ninguna familia deja de tener alguna estructura sobre la que trabajar, lo que estamos enfatizando es la existencia de grupos familiares que tienen tal pobreza en su sostén que no son capaces para tolerar la sobrecarga emocional que implica participar en vínculos.
Con estas familias es necesario intervenir para que tengan lugar procesos que implican, no sólo volver a ponerlos en relación, sino también crear condiciones para que entre ellos puedan encauzar un vínculo que está amenazado de colapso.
Las intervenciones suelen estar destinadas para el logro de algún tipo de “revinculación familiar”. No hay que perder de vista que estas familias son “insuficientes”, “incontinentes” a la hora de contener o contenerse.
Estas familias sufren por la ausencia, la falla o el déficit de una ilusión que dé fundamento de pertenencia a ese conjunto.
De modo esquemático distinguimos diferentes modalidades de familias que, si bien tienen un sostén narcisista, presentan dificultades a la hora de pensar un orden ajeno al de ellas. Hay familias que no parecen concebir diferencias con el psicoterapeuta ni con el mundo. Todo suele estar bajo un orden que está regido por una mirada –generalmente una madre– que todo lo sabe; con estas familias corremos el riesgo de quedar englobados en un discurso y un modo de pensar para el cual no hay otros puntos de vista posibles. Todos los miembros, y especialmente la familia en conjunto, son parte de un orden en el que un nuevo sentido es vivido como enloquecedor. Llamamos familias sagradas a las que nos proponen este tipo de relación.
En otras oportunidades, nos encontramos con familias que se sienten cuestionadas o iluminadas por nuestras modalidades o por nuestras intervenciones. Podríamos decir que somos para ellos representantes de un dogma frente al que se posicionan como feligreses u opositores. Las intervenciones del psicoterapeuta son escuchadas como un discurso que se opone al de la familia, un dictum que aniquila lo que conciben como “verdadero”. En otras oportunidades encuentran la intervención del psicoterapeuta como “reveladora” de una verdad trascendente. Con estas familias, según estas dos posibilidades que enunciamos, se crea una relación de sumisión u oposición que transforma el diálogo entre el psicoterapeuta y la familia en un curso de adoctrinamiento o en una discusión. Sugerimos llamarlas familias dogmáticas; en ellas suele sobresalir un padre tiránico.
Con otras familias, frente a la desprotección que transmiten por la falta de normas, se le impone al psicoterapeuta una vivencia de angustia, lo que puede inducir a proponer regulaciones. Estas familias se instalan pasivamente a la espera de un orden siempre por llegar, un Mesías que podrá erradicar todos los males. El presente es caos, provisoriedad, inseguridad y confusión, aunque es presentado con frecuencia como promesa de creatividad. Más que una familia son un conjunto con pobreza de normas, porque el orden llegará después. No se sostienen con claridad las diferencias generacionales. Desconocido el pasado, viven en un presente provisorio, ya que sólo el futuro será pleno; como una exasperación de la esperanza, del objeto que está por venir y que los sancionará como familia.
Suelen consultar por dificultades de aprendizaje o de socialización de los hijos. Como todo puede ser discutido y cuestionado, pronto percibiremos que ninguna autoridad presente es válida y toda intervención que propongamos será descalificada o no tomada en cuenta. La constitución está invertida, los hijos convertirán a los padres en esposos, la filiación fundará la alianza. La alianza es un lugar vacante, concebido como espacio diferenciado pero no ocupado. Se reniega de las familias de origen mientras se está a la espera de un sentido que será el que los confirmará. Proponemos llamar a estas familias: familias mesiánicas, porque el lugar central es el del hijo; no necesariamente los hijos presentes, sino incluso alguno por llegar.
Englobamos a todo este último grupo de familias como conjuntos con dificultades en la constitución narcisista. Estas familias padecen de patología de la ilusión: tienen dificultad en la constitución de un campo ilusorio a la hora de instituirse como conjunto. Las familias sagradas y las mesiánicas instituyen un imaginario vincular que no permite concebir un orden ajeno al de ellas; las familias dogmáticas conciben un exterior, pero ese exterior es un enemigo.
En los estados de malestar vincular es habitual que nada de lo oído “caiga bien”, que nada de lo que se diga “caiga bien”, que las palabras pierdan la intención de comunicar; las palabras desmedidas en tono, altura e intensidad, no tienen por fin comunicar ideas, más bien parecen destinadas a penetrar en la mente del otro, acallarlo, anularlo o inmovilizarlo; predomina el uso performativo de la voz y los gestos. Buena parte de lo que proviene del otro, en estos estados, suele ser sentido como preñado de malas intenciones; esta intencionalidad, esta mala intencionalidad que campea en el seno del vínculo colorea el intercambio y suele dar razón a la mala intencionalidad propia. Las dificultades para tramitar la desilusión en los vínculos familiares tienen diversos destinos. Ante la desilusión, solemos asistir a escaladas de violencia, señal de que algo intolerable deja de poder ser procesado.
Es posible señalar distintos destinos, dentro del vínculo, para tramitar la desilusión. El intento de recomponer la situación inicial se expresa en la clínica del reproche. En el reproche se reclama ante algo que frustra o priva, afirmando que hay una causa o un responsable para que lo negativo se produzca. Para el reproche no hay azar. El reproche le da un sentido pleno a la ausencia de sentido, desplegando una causalidad que explica lo que no debió ocurrir.
La lógica del reproche está originada en la suposición de que el malestar se debe a un error o maldad ajena o propia, tomando en este último caso la forma del autorreproche. En el reproche asistimos a una clínica que suele centrarse en el malentendido dado por la disyunción entre atribución e interpretación, intentando el aniquilamiento de una de las versiones (puede ser la propia, en el autorreproche). Dentro del reproche hay una dificultad de imaginar la existencia de algo irreductiblemente incognoscible o inasimilable del otro. Se intenta, a través del reproche, reinstalar las míticas condiciones iniciales, y en ese intento se suele caer en la polarización sadomasoquista.
La pérdida de complejidad vincular es la expresión del fracaso para convivir con un mundo relacional impregnado por sentimientos, predomina el vacío emocional que reemplaza la emoción ante la desilusión. Es un intento de solución frente al dolor psíquico por la vía de la trivialización de la relación. El correlato individual de esta pérdida de complejidad lo encontramos en el cinismo y en el retraimiento narcisista.
Nos encontramos con un progreso cuando cede la polarización que caracteriza al reproche y se pueden construir en el vínculo hipótesis vinculares. Esto avanza cuando se puede salir de la lógica binaria y de las “teorías causales vinculares” y los integrantes del vínculo pueden acceder a un encuentro en el desencuentro. Desde ese encuentro pueden tener lugar nuevos proyectos que revitalizarán el vínculo.
* Miembros titulares de la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires (Apdeba) y full members de IPA. Texto extractado del trabajo “Un nuevo sujeto de la psicoterapia: la familia”, que obtuvo el Premio FEAP en el Congreso “Psicoterapia y multiculturalidad”, de la Federación Española de Asociaciones de Psicoterapia, realizado en San Sebastián en noviembre pasado.
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