PSICOLOGíA › EL “SENTIDO COMúN” ES UNA VARIABLE HISTóRICA

Cambios de mentalidad

A través de una reseña de la mentalidad occidental, el autor advierte que “la noción de singularidad, implícita en ideas como las de inconsciente, siempre está bajo amenaza de perderse y los humanos quedan atrapados por las imágenes simplificadoras del sentido común”.

 Por Rodolfo Moguillansky *

En cada sociedad ha regido, a lo largo de la historia, lo que José Luis Romero (Estudio de la mentalidad burguesa, 1987) llama una mentalidad, definida como “el conjunto de costumbres, formas concretas de la vida, ideas operativas que funcionan efectivamente en una sociedad, que no han sido nunca expuestas de manera expresa y sistemática, que no han sido ordenadas ni han sido motivo de un tratado, pero que sin embargo nutren el sistema de pensamiento y rigen el sistema de conducta del grupo social”. La mentalidad de la época cumple un papel central en las condiciones en que un sujeto humano se subjetiva. Desde una perspectiva similar, Arnold Hauser (Teorías del arte. Tendencias y métodos de la crítica moderna, Ediciones Guadarrama, Madrid, 1975) sostiene que “todo en la historia es obra de los individuos, pero los individuos se encuentran temporal y espacialmente en una situación determinada, y su comportamiento es el resultado, tanto de sus facultades como de su situación”.

En el prefacio de Las palabras y las cosas, Michel Foucault afirma que “cuando levantamos una clasificación reflexionada, cuando decimos que el gato y el perro se asemejan menos que dos galgos, aun si uno y otro están en cautiverio o embalsamados, aun si ambos corren como locos y aun si acaban de romper el jarrón (Foucault alude al texto de Borges ‘El idioma analítico de John Wilkins’), ¿cuál es la base a partir de la cual podemos establecerlo con certeza?, ¿a partir de qué ‘tabla’, según qué espacio de identidades, de semejanzas, de analogías, hemos tomado la costumbre de distribuir tantas cosas diferentes y parecidas? ¿Cuál es esa coherencia?”. Foucault concluye que “no existe, ni aún para la más ingenua de las experiencias, ninguna semejanza, ninguna distinción que no sea resultado de una operación precisa y de la aplicación de un criterio previo”: un sistema de elementos. Ese “sistema de elementos” presupone un espacio de orden. Romero diría: una mentalidad. Nosotros añadiríamos: un sentido común.

El espacio de orden, la mentalidad, el sentido común en que se han constituido los diversos saberes humanos, ha tenido –tal como lo desarrolla Foucault en el citado libro– distintas respuestas a lo largo de la historia. El sostiene que en esta episteme ha habido dos grandes discontinuidades: la que inaugura la época clásica, con el Renacimiento, y la que, a principios del siglo XIX, señala el umbral de nuestra modernidad.

Imposible de cubrir

A partir del siglo XIX, la configuración basada en la similitud cambia definitivamente: cae la teoría de la semejanza en la representación como fundamento general de todos los órdenes, caduca el enlace hasta entonces indispensable entre la representación y los seres; la historicidad penetra en el corazón de las cosas, las aísla y las define en su coherencia propia, les impone aquellas formas del orden implícitas en la continuidad del tiempo. Con el advenimiento de la modernidad se abre, entre la representación y la cosa, un hiato imposible de cubrir.

En este movimiento europeo, en que empieza a tambalear la idea de la semejanza en la representación como fundamento general de todos los órdenes, ocupa un lugar privilegiado lo que ocurre en la Viena de fines de siglo XIX y comienzos del XX. En Viena, en ese momento, se produjo uno de los procesos más atrayentes y sugestivos en la historia de la humanidad, un momento en que nace el psicoanálisis. William Johnston (The Austrian Mind, An intellectual and social history 1848-1938, University of California Press) vincula lo que ocurrió en Viena a finales del siglo XIX con la oleada de revoluciones liberales de mediados del siglo XIX en Europa; cree que este momento privilegiado que se dio en Viena es en alguna medida consecuencia de ellas, en relación con el relevante papel político de la burguesía liberal después de 1860.

Las revoluciones liberales de 1848 en Europa ocurrieron casi simultáneamente y todas estaban imbuidas de una misma atmósfera romántico-utópica y una retórica similar.

Esta “primavera de los pueblos” –así se las llamó– no perduró, pero dejó como resto la consolidación de la burguesía en el Viejo Continente. Debieron haber sido revoluciones burguesas pero la burguesía no participó de ellas: supo aparecer como la opción moderada, que a la vez que estabilizaba el régimen abría la posibilidad de innovaciones liberales (Eric Hobsbawm, La era del capital, 1848-1875. Grijalbo, Barcelona, 1998).

Esta consolidación política de la burguesía liberal tuvo una de sus expresiones más fuertes en la reforma urbana de Viena, donde se derribó la muralla que cercaba el casco antiguo, la cual fue reemplazada por una moderna avenida, la Ringstrasse. Las construcciones que la bordeaban no estuvieron dominadas por el utilitarismo –Carl Shorske lo destaca en su monumental Viena fin de siècle, Grijalbo, Barcelona, 1998–, sino por la autoproyección cultural de esta burguesía, que quería una ciudad que la reflejase: “En conjunto, los monumentales edificios de la Ringstrasse contribuyeron a forjar el vínculo con la cultura anterior y la tradición imperial, a reforzar esa ‘segunda sociedad’, donde los burgueses en ascenso se encontraban con los aristócratas dispuestos a adaptarse a nuevas formas de poder social y económico, un entresuelo en el que la victoria y la derrota pasaran a ser compromiso social y síntesis cultural”.

En ese entresuelo, en el que advenía una nueva mentalidad, se desarrolló la música dodecafónica con Schoenberg; la arquitectura moderna de la mano de Loos y Otto Wagner; el positivismo lógico con Wittgenstein; el sionismo de Herzl; el pangermanismo de Schönerer y Lueger, inspiradores y modelos políticos de Hitler; la Secesión –movimiento de subversión contra la tradición artística dirigido por Gustav Klimt–; el psicoanálisis con Freud.

Con Freud se cimienta la aparición, en el siglo XX, de una nueva mentalidad, en la que el proceso de humanización implica una ruptura con el mundo natural.

Liberar a los objetos

“Hay que liberar a los objetos de la obligación de la semejanza”, dijo Pablo Picasso. En 1907, Picasso produce un fuerte viraje en su obra –y en todo el campo del arte, inventando un nuevo modo de representar– cuando pinta Las señoritas de la calle Avinyó (conocido como Les demoiselles d’Avignon). Con este cuadro rompe con el culto a la belleza femenina. Si bien está basado en el recuerdo de Picasso de un prostíbulo de la calle Avinyó, en Barcelona, no intenta dar una visión icónica de él. La representación que Picasso hizo de este recuerdo es uno de los momentos más revulsivos del arte moderno, en tanto la figuración que logra destruye la tradición grecolatina del arte, sobre la que se apoyaba la concepción occidental de la belleza.

A la izquierda de la composición, varias figuras comprometen el espacio en un ritmo tenso, ligado. A la derecha, la composición se turba; los rostros de las dos últimas mujeres son máscaras horribles. Se ha puesto en juego el interés de Picasso por la escultura negra, y no se trata de un encuentro ocasional, sino de cómo la representación plástica puede excluir la distinción entre forma y espacio: los grandes planos oblicuos que deforman los dos rostros pertenecen tanto a la figura como al espacio.

Con Las señoritas de Avinyó, Picasso –por primera vez la pintura– logra representar no sólo la apariencia de la realidad y, dentro de la realidad, los sentimientos, sino también los contenidos intelectuales relativos a la percepción de la realidad misma: de esta forma, la representación se hace relato. La pintura es ya el intento de manifestar la idea y la emoción que un artista tiene de una cosa, de un hecho; el parecido entre la realidad visible y las imágenes pintadas no tiene ya valor. La realidad representada resulta de una experiencia individual: las intervenciones afectivas, morales, o sociales –tanto conscientes como inconscientes–, que la deforman bajo el impulso de deseos de posesión o de furiosos resentimientos, a través de impulsos de piedad o de amor, de angustia o de miedo, de justicia o de rebeldía, tal es la misión que Picasso confía a la pintura.

La vanguardia fracasa

Eric Hobsbawm, en un pequeño libro llamado A la zaga. Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo XX (Crítica, Barcelona, 1999), discute el papel de las artes visuales, durante el siglo XX, en el modo de pensar de la humanidad. Su línea de pensamiento sigue las trazas que había marcado Walter Benjamin, al contraponer la obra única con la que se puede reproducir mecánicamente.

Muchos de los argumentos de Hobsbawm ya los había expuesto en su Historia del siglo XX. Hobsbawm recuerda que, para las vanguardias, los viejos modos de mirar el mundo eran inadecuados y el arte tendría un papel primordial en la producción de modos que permitieran aprehenderlo de nuevas maneras. Hobsbawm opina que el sueño de las vanguardias fracasó y que su insuficiencia residía en que la obra plástica era una obra única, en una época en la que cuenta la repetición, la producción en serie. Esta dificultad no la tuvieron, a su juicio, ni la literatura ni las artes escénicas, que sí cuentan con la posibilidad de reproducirse.

Hobsbawm afirma que “la verdadera revolución en el arte del siglo XX no la llevaron a cabo las vanguardias del modernismo, sino que se dio fuera del ámbito de lo que se reconoce como arte”. Esa revolución fue obra “de la lógica combinada de la tecnología y el mercado de masas”, y escribe Hobsbawm: “El Guernica de Picasso es, como obra de arte, incomparablemente más impresionante que Lo que el viento se llevó, de Selznuck, pero desde un punto de vista técnico esta obra es más revolucionaria; los dibujos de Disney, bien que inferiores a la austera belleza de Mondrian, fueron más revolucionarios que la pintura al óleo y más eficaces para transmitir el mensaje que querían. Una cámara sobre raíles puede comunicar mejor la sensación de velocidad que un lienzo futurista de Balla”.

Pensamos que lo que postula Hobsbawm toca un punto de verdad; los niveles de sofisticación que han alcanzado las vanguardias no se han visto acompañados por modificaciones masivas en los puntos de vista del público, ya que la noción de singularidad, implícita en ideas como las de inconsciente, siempre está bajo amenaza de perderse, y los humanos quedan atrapados por las imágenes simplificadoras del sentido común.

* Texto extractado de Crítica de la razón natural. La mentalidad moderna, el sentido común y lo inconsciente, de Rodolfo Moguillansky y Jaime Szpilka, de reciente aparición (ed. Biebel).

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