PSICOLOGíA › COMO SE ARTICULAN LO SOCIAL Y LO
INDIVIDUAL EN EL TRABAJO CONCRETO DE LA SESION PSICOANALITICA

“Vos estuviste bien jodidito”, dijo el paciente, y le hablaba al país

En las sesiones psicoanalíticas “observamos un incremento enorme de la dimensión de la subjetividad social”, ya que “un efecto de la catástrofe social actual es el borramiento de las diferencias entre lo privado y lo público”. La autora de esta nota propone cómo diferenciar y articular esos niveles en el trabajo concreto.

Por María Lucía Pelento*

Un signo de la conflictiva de este momento es la caída del mundo personal, como si “la arena del desierto” –el término es de Hannah Arendt– penetrara en los ojos impidiendo defender la vida privada. En nuestra práctica como psicoanalistas, observamos un incremento enorme de la dimensión que atañe a la subjetividad social, paralelamente a un achatamiento de las otras dimensiones. Hay una especie de caída de lo privado: a lo largo de toda la sesión, se habla de lo social; el modo de estar en el lazo social ya no ocupa un lugar marginal sino central. Las características de las problemáticas planteadas tienen que ver con lo personal, pero los temas y malestares son los de la actualidad.
Sin embargo, por hábito profesional o resistencia o quizá por “cábala”, tendemos a pensar que esta situación ocurre sólo con algunos pacientes. En ese sentido me impresionó inventariar los procesos analíticos que tengo bajo mi cuidado: varios pacientes perdieron sus trabajos y están luchando con más o menos éxito para no identificarse con la neantización de la que han sido objeto; otro paciente está desgarrado por la partida de sus hijos, otros por el temor a que éstos se vayan; un paciente que también es colega se encuentra dolorido e indignado por el vaciamiento y las condiciones de los hospitales donde trabaja. Otro oscila entre tolerar en su trabajo un trato deshumanizante –a partir de la idea de que debe tolerar ese trato si no quiere perder su trabajo– o formular una protesta o aun renunciar. Hay padres que ven tronchadas sus expectativas con respecto al futuro de sus hijos. Hay jóvenes que se disponen a una militancia política. Algunos que traen los terrores de sus hijos y sus propios terrores a ser secuestrados. Otros ya han sido sometidos a robos y saqueos.
Impresionada por ese resultado, me pregunté por los niños que atiendo, y recordé la hora de análisis que había mantenido el día anterior con una nena de 6 años, Ana, quien lloró desconsoladamente, durante 40 minutos, la partida de una amiguita. Evoqué a Mario, otro nene de 7 años, quien me contó en la primera entrevista que su analista anterior lo había ayudado a sacarse “los miedos del día pero no los de la noche”. Pero en la segunda entrevista me aclaró que también tenía “miedos nuevos de día”: por la calle, pueden robarle su campera, como a su hermano el reloj o a su mamá el coche, o secuestrarlo a él, o trepar por una verja de hierro que acaban de poner en la casa. La mamá dice que con la verja es más seguro pero a él le parece que si trepan por la verja pueden saltar a su balcón. Y me aclara, mirándome seriamente, que “estos miedos no son de la imaginación”.
También revisando materiales clínicos de colegas observé esa situación donde el conflicto personal queda, no ocultado pero sí confundido con el problema social, como si respondiera a la misma lógica.
Esto me llevó a pensar que uno de los efectos de la catástrofe social actual es el borramiento de las diferencias entre lo privado y lo público. Se trata a veces lo íntimo como social, o lo social como íntimo. Por eso la pérdida de los referentes sociales es la pérdida de delimitación entre lo privado y lo público. Ya Louis Althusser decía que se limita lo privado desde lo público.
Se podría pensar –así se pensó durante mucho tiempo y así piensan todavía algunos colegas– que el analista no puede hacer nada para modificar este estado de cosas. Esto puede ser verdad, pero no es verdad que el instrumento analítico no provea recursos para ayudar al paciente afectado por este estado de cosas.
Las vivencias de desamparo, desesperanza, de inseguridad, de indignación o de odio surgido por ser objeto de situaciones arbitrarias, todas estas emociones requieren en primer lugar un continente que las reciba. Que las reciba y no las reduzca inmediatamente a conflictos intrapsíquicos o familiares. Pero además requieren, si las diferentes dimensiones de la subjetividad están mezcladas, intervenciones que las discriminen. Y la devastación social toca a cada persona de un modo diferente: para algunos prevalece la conflictiva alrededor del trabajo o la falta de trabajo; a otros los expone a enfrentar ausencias difíciles de tolerar; otros se sienten maniatados por terrores referidos a la inseguridad social, terrores que traspasan a sus hijos, produciendo –como señaló Silvia Morici en Aperturas Psicoanalíticas, revista virtual– una simetrización y a veces una inversión de la relación adulto-niño; sin llegar a este extremo, algunos niños descubren demasiado tempranamente que sus padres no son garantes totales de seguridad. El chiquito de quien hablé antes, en su tercera entrevista me explicó que a su hermano le quitaron el reloj aunque sus padres “lo cuidaban cerca”; otros pacientes descubren en su temprana adolescencia que el papá también es una subjetividad social, y que un papá caído del sistema por la crisis social es muy diferente de un papá que realiza actos para poder enfrentarla. Recuerdo la expresión de alegría de un adolescente cuando, después de preguntarme a mí si iba a las asambleas, me contó que su papá, desempleado desde hacía poco, había ido por primera vez a una.
También pude observar la incidencia de la situación social actual sobre el pensamiento. En algunas ocasiones exige denodados esfuerzos de adaptación y esto empobrece e hipoteca el pensamiento. Otras veces los hombres construyen refugios: a veces creando experiencias originales, otras veces formando pequeños grupos que intentan hacer las veces de Estado.
Voy a relatar y comentar algunos fragmentos de sesión de dos pacientes diferentes:
Un paciente varón de 30 años, casado, fue despedido de su trabajo en noviembre pasado; él se había casado poco tiempo antes. En una sesión de aquella época, dijo: “Tengo tanta rabia, tanta desesperanza. Justo ahora... A veces, cuando la veo a mi mujer saliendo para el trabajo, me pregunto qué estará pensando ella. Tal vez piense: ‘¿Con esto me casé...?’ Me siento archivado. No es que ella me lo haga notar, pero me siento hecho una cosa... Al final, ¿quién soy?”.
Intervine para decirle que, por momentos, ciertas dudas sobre su función como varón y como marido se le confundían con el modo como había sido tratado por su ex empleador: por esa razón se definía como “esto”, o como “cosa”, ni siquiera como “éste”, que es como se había sentido tratado.
Siguió refiriéndose durante buena parte de la sesión, y de diferentes maneras, a lo que le costaba no pensar que alguna falla en él había sido la causa de la pérdida del trabajo. O que él tendría que haber podido pensar en alguna alternativa antes... Le señalé que se estaba tratando como él había relatado que lo trataba su papá de pequeño, como un tonto que no se aviva de las cosas; quizá necesitaba verlo de ese modo para poder dar un sentido a esa situación arbitraria causante de su sufrimiento: haber sido despedido abruptamente y de un modo indiferenciado.
Pude observar que este paciente, como otros antes de diciembre del 2001, tendía a atribuir el desempleo a alguna falencia personal. Pienso que el hecho de que existiera un término para nominar al desempleado como excluido pero ningún término para nominar los eventuales responsables, apoyaba esta visión reduccionista. En esas ocasiones el paciente sentía -como una paciente a la que se refirió el psicoanalista Donald Winnicott– que tenía una “existencia negativizada”, confundiendo hipótesis de sentido con hipótesis causales. Esta situación se hubiera complejizado enormemente si el analista hubiese confundido ambas hipótesis.
Después de diciembre del 2001 se dio un paso importante al ponerles nombre a los responsables, más allá de que esa nominación sea o no errada: la clase política, los banqueros, el Fondo Monetario, etcétera. Esto separa la hipótesis causal de la hipótesis de sentido. Implica ya un cierto procesamiento social de los hechos, una interpretación de los mismos. Esa nominación no es sólo una palabra que circula sino el efectode una movilización gigantesca de la gente en las calles. No es sólo poner en circulación un nombre sino poner un referente subjetivo social, lo cual implica sacar algo de la escena interna.
Al mismo tiempo, se hizo más claro que, si la persona siente su existencia negativizada, no es por no haber tenido una madre suficientemente buena sino por tener un contexto social insuficientemente bueno. Sí, una vez más aprendemos, en función de situaciones catastróficas que hay realidades sociales que son destituyentes de subjetividad, y no reveladoras de una falla previa.
La pregunta del paciente cuando dice “¿Quién soy?” habla también del tembladeral al que está expuesta su identidad. Es como si ésta perdiera su carácter relacional para sustancializarse. La identidad, como sabemos, es siempre relacional: resulta de aquello que otros acuerdan que una persona es. Pero el sujeto tampoco la recibe pasivamente sino que se la apropia, la interpreta, la negocia. Por eso, al perder su trabajo es como si tuviera que refundar su identidad, pero esta refundación requiere una discriminación de hipótesis y de espacios de conflicto.
Vayamos a otro paciente. Raúl es un joven de 30 años que trabaja en una consultora importante. Desde la primera entrevista se le notifica que en su trabajo hay hora de entrada pero no de salida, y esto es verdad, ya que sale casi siempre entre las 11 y las 12 de la noche. Ese horario afecta casi todos sus vínculos: como marido, como papá –prácticamente no ve a su hijo– y también su vínculo analítico. Se esfuerza para adaptarse, ya que teme enormemente quedarse sin trabajo. Pero cada vez va pagando un precio más alto por su adaptación: cefalalgias, peleas con su mujer, malhumor y culpa con su hijito.
En un momento dado, su jefe llama a los empleados para notificarles que en la empresa no se va a echar a nadie pero que, justamente por haber tomado esa decisión, no se podrá pagar aguinaldo. La reunión termina con una suerte de alabanza a la empresa y asegurándoles a todos que la empresa es de todos, por eso la extrema necesidad de cuidarla. Raúl sale muy molesto de la reunión, mientras algunos compañeros remarcan el hecho de que por suerte no habrá despidos. A la tarde, al ver al jefe, al que nunca había tuteado, tuteándolo le dice: “Estuviste bien jodidito hoy”. Según su relato, el jefe con un gesto adusto le responde: “¿Qué dice, señor?”. Más tarde lo llamó a su oficina y lo sermoneó por su conducta. Salió de la oficina con dolor de cabeza y molesto por el comentario de alguno de sus compañeros, quienes le señalaban que se había desubicado.
En su hora de análisis entendimos la paradoja en la que había caído: había intentado protestar, pero lo había hecho en términos familiares y no sociales, mostrando así su enganche con la mentira que había escuchado, esa de que la empresa era de todos, empleados y jefes, como si fueran una gran familia.
En una situación de devastación social como la que estamos viviendo, tal vez sea el encuentro analítico otra de las instancias encargadas de habilitar y acreditar la existencia social del otro, atemperando su desubjetivación.

* Miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA). El texto forma parte del libro Clínica psicoanalítica ante las catástrofes sociales. La experiencia argentina, de varios autores, próximo a aparecer (Ed. Paidós).

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