Jueves, 4 de diciembre de 2014 | Hoy
PSICOLOGíA › VIOLENCIA EN LAS ESCUELAS
La autora señala que se tiende a confundir la noción de bullying con la violencia en las escuelas en general, y advierte que “la indagación suele orientarse a la historia del sujeto o al contexto externo, sin preguntarse cómo el sistema escolar trató el problema”.
Por Carolina Dome *
El problema de la violencia en las escuelas fue cobrando protagonismo en los debates educativos de las últimas décadas y conformándose prácticamente en un tema “de agenda”. A su vez, la circulación del fenómeno en la opinión pública contribuyó a masificar el uso de terminologías propias de algunas disciplinas científicas: El bullying pareciera haber saltado el cerco académico para que cada niño lo lleve en su bolsillo. “Me estás haciendo bullying”, suele escucharse entre los chicos, a veces en serio, a veces en broma. Incluso, la propia comunidad educativa parece haber acuñado el término, al punto tal que, para muchos, es la forma “científica” para denominar la “violencia escolar”, cuando no su sinónimo.
Es curioso que una situación muy típica de las escuelas sajonas –extendida a su literatura– se haya transformado en la cara más visible de los problemas de violencia en las escuelas argentinas. Pero el desplazamiento más llamativo es que un término referente al fenómeno específico de acoso sistemático –sobre una persona o grupo– se fue convirtiendo en etiqueta de las diversas formas en que la violencia se manifiesta en la escuela; formas muchas veces disruptivas, sin ese carácter planificado. Lo que nos invita a pensar en que el término fue sometido a las reglas del marketing y ofrecido para vender soluciones, en cuyo marco se empezaron a armar charlas, ofertas de intervención, productos editoriales.
El de bullying es un concepto específico, referido al acoso sistemático que una persona o un grupo de personas efectúan hacia otra persona, por lo general un par. Lo que le da su especificidad es que tiene un carácter planificado y sobre todo sistemático, prolongado. El acoso escolar es equiparable a lo que a nivel laboral se llama mobbing.
Lo cierto es que la investigación educativa hace tiempo que se dirigió a descubrir las formas de convivencia en centros educativos y a poner en evidencia que éstos son escenarios de fenómenos de disruptividad, agresividad y violencia. En Latinoamérica, la investigación fue virando desde una perspectiva individual, centrada en factores psicológicos, hacia un enfoque sociocultural. Los títulos suelen incluir trabajos referidos al impacto de la violencia social en la escuela, la pérdida de autoridad docente, la crisis de la función escolar, la convivencia, la incivilidad y el orden disciplinario. Tales ideas tensionan el supuesto histórico de una “violencia escolar”, que la supone intrínseca a la escuela o a la población juvenil que a ella concurre; y visualizan el problema en su contexto y pluralidad.
Sin embargo, tal como lo señala la investigadora mexicana Claudia Saucedo Ramos, la mayoría de la investigación leída sobre el tema termina haciendo sugerencias acerca de lo que las escuelas deberían hacer, sin preguntarse por las estructuras de apoyo con las que cuentan ni por las presiones que reciben. Mientras tanto, los agentes educativos suelen ser convocados a intervenir en respuesta a sus demandas de trabajo, interpelados en relación con una praxis de trabajo y con una responsabilidad social.
Sobre esta base, en el marco del Proyecto de Investigación UBACyT “Construcción del conocimiento profesional de Psicólogos y Profesores de Psicología en sistemas de actividad: desafíos y dilemas del aprendizaje situado en comunidades de práctica”, dirigido por la profesora Cristina Erausquin, y en continuidad con una línea de investigación psicoeducativa que ya cumplió más de diez años (Psicólogos en contextos educativos, 10 años de investigación, por Cristina Erausquin y Ricardo Bur comp., Proyecto Editorial, 2010), nos propusimos analizar las problematizaciones e intervenciones realizadas por psicólogos y otros agentes “psi” ante situaciones de violencia en contextos educativos.
A partir del trabajo con 130 agentes psicoeducativos, una de las primeras exploraciones concluyó que las dificultades en el abordaje de las situaciones de violencia se vinculan por un lado con la precipitación de escenas de urgencia y, por el otro, con las escasas referencias a herramientas psicoeducativas. Los agentes se implican en la resolución de los conflictos y visualizan, más allá de las apariencias, procesos que subyacen como “determinantes” de la violencia, tales como la exclusión, la estigmatización, el maltrato o la precariedad. Pero las escenas desbordan el marco habitual de respuesta y los profesionales suelen responder con apremio e inmediatez, muchas veces sin planificación ni suficiente análisis previo. Esto impide realizar acciones indagatorias como parte de una historización del problema que profundice antecedentes y causas o bien permita formular hipótesis que orienten cursos de acción. Predomina así, en tanto nudo crítico, la dificultad de articular los datos históricos más significativos del problema con los procesos y objetivos de la intervención.
En la urgencia por actuar, los modelos explicativos hegemónicos en la formación de psicólogos, generalmente surgidos de la clínica, son rebasados por las situaciones de conflicto y los agentes suelen quedar sin modelos explicativos o marcos teóricos de referencia. Aparece así, como posible correlato, una tendencia a visualizar el problema desde el punto de vista del sujeto-víctima, primando la figura de la humillación al más débil. Pues, más allá de la gran diversidad de relatos (que en el desarrollo de la investigación hemos ido distinguiendo a través de la construcción de diferentes figuras de intervención), las narraciones suelen formarse en torno de niños/as agredidos y lesionados física y sexualmente, damnificados en lo económico y/o en lo social, depositarios de intenciones excluyentes, estigmatizados por diagnósticos o desvalorizados, o bien abandonados en sus procesos de aprendizaje. La indagación se orienta a la historia del sujeto –o al contexto externo a la escuela–, sin preguntarse cómo el sistema escolar ha tratado el problema o cómo se hicieron las cosas en el pasado. Así la violencia se concibe como social, institucional, física o psicológica; y la respuesta a la misma no siempre hace trama con lo pedagógico.
Y aunque es cierto que no todo lo que “hace violencia en la escuela” se genera en ella, existe cierto consenso en que la escuela no puede permanecer ajena, porque su existencia compromete e interpela a la posibilidad de construir sentidos, educar y aprender. De modo que creemos preciso problematizar los anudamientos de la violencia en el proyecto moderno de escolaridad obligatoria y sus contradicciones, incluyendo los modos en que el lenguaje y el fracaso del lenguaje disponen y habilitan formas de violencia simbólica. Pero a su vez, en lo pedagógico y en lo escolar es donde debe armarse el punto de referencia para articular las respuestas; en contrapartida de la patologización y judicialización de los problemas. En ese sentido, nos interrogamos sobre la posibilidad de abordar las violencias en el marco de los proyectos educativos, enlazando sus manifestaciones en un proceso de intervención estratégica que, al decir de Meirieu, puede constituirse en un acto pedagógico de metabolización y reelaboración.
* Licenciada en psicología. Docente e investigadora en UBA, magistranda en psicología educacional.
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