Viernes, 26 de diciembre de 2014 | Hoy
PSICOLOGíA › LEGADO DE EMILIO RODRIGUé
En su sabia ancianidad, el más-que-psicoanalista Emilio Rodrigué escribió estos textos en los que habla del cuerpo, del Gran Sueño Perfecto, de lo que es celebrarse, del dolor de despertar y de cómo, en su larga noche de padre, fue feliz.
Por Emilio Rodrigué *
Este es un borrador de un libro de autoayuda. La autoayuda está mal vista, no sé bien por qué, o sí sé bien por qué: la gente no toma muy en serio el-adelgace-en-15-días (no lo toman en serio, pero vender, vende); un psicoanalista escribiendo libros de autoayuda puede ser un quemo, poco respetable. Yo soy médico y cambiando de tema tengo que confesar que el psicoanálisis siempre me dejó frustrado ante la magra cosecha que nuestras ayudas prestan.
Revisando mi vida, primero tuve la problemática del despertar. Desde que me entiendo como persona –como dicen los bahianos– o sea desde muy chico, tuve problemas con el despertar. Al cumplir seis años desperté llorando porque había perdido la inocencia de la primera infancia. Me di prematuramente cuenta de que la vida corría entrópicamente cuesta abajo. A los seis años dejaba de ser el principito de la casa para atravesar este valle de lágrimas con el sufrimiento legañoso de tener que levantarse temprano para ir a la escuela, el yugo de la escuela que anticipa el yugo del trabajo. La única solución ocasional que encontré fue la complicidad de mi amigo Charlie, cuya madre viajaba con cierta frecuencia a Rosario. Entonces me levantaba y sin lavarme la cara iba a la casa de Charlie, que me esperaba con una cama abierta. En el camino compraba medialunas. Tomábamos café con leche con manteca y medialunas y volvíamos a la cama. Pequeños oasis en frías mañanas de invierno. Pero todo no era tan satisfactorio, porque las rabonas nunca cumplen lo que prometen.
Más tarde, como analista ya formado, me despertaba cinco minutos antes de la hora marcada. Otras veces me despertaba una hora antes, me bañaba, afeitaba y vestía, para volver a la cama, hasta que el timbre anunciara la llegada del paciente. El despertar siempre me desgarraba de la noche, del nido tibio de mis sueños y frazadas. Creo que fui un autista anónimo.
La cosa fue mejorando, y aquí comienza la autoayuda. Me voy a detener en una noche que ocurrió hace 45 años. Había ido a cenar a casa de los Baranger, muy buena comida, buenos amigos. Años después, cuando nos peleamos por Plataforma, dije que ellos eran mejores cocineros que psicoanalistas, lo que era una injusticia hija de la refriega; ellos eran tan buenos analistas como cocineros. Bien, cuando llegué a casa, pasada medianoche, comprobé que Belén, mi hija, volaba de fiebre. Ella tendría unos 6 o 7 años, lo que me permite inferir que lo que voy a contar aconteció allá por 1956.
Recuerdo haber sentido una oleada de ternura y el vino probablemente ayudó a sellar el pacto. Entonces la llevé conmigo a la cama y le di mi brazo por almohada. Recreo la escena y siento el peso de su cabeza caliente. Fue ahí que nació la decisión de aguantar toda la noche en esa posición; mi brazo incólume no iría a doblegarse. Me juramenté de que iba a ser la almohada de mi hija.
Dispuesto a librar batalla me relajé totalmente, pero pronto el codo fue sintiendo la aceleración del peso. Peso, hormigueo, dolor. Me metí en el dolor que avanzaba exponencialmente, con alma de pulseada. Y aquí entró lo nuevo: el pacto no se quebró. Una variedad de faquirismo paternal neutralizó el vértigo del dolor, alcanzando un equilibrio donde el tormento no avanzaba ni retrocedía. Las hormigas cavaron su trinchera en el valle del codo y no avanzaron, entonces vislumbré el triunfo. El dolor, ahora monocorde, se fue esfumando, pero estaba ahí, mudo testigo de mi victoria.
Casi todo lo que sé de respiración abdominal lo aprendí esa noche. La inspiración por la nariz que nace en el perineo y que sube, serpenteando vértebras, pasando la glotis, hasta llegar a la tonsura del cráneo y luego la espiración ruidosa, con boca floja y abierta de cadáver. Ondas que se hicieron cada vez más lentas y profundas. La consistencia de mi cuerpo se modificó, adquiriendo una elasticidad plástica, un tono muscular uniforme, mullido pero no fofo. Retomaré ese tono muscular al hablar de eutonía.
Pasadas un par de horas, los macizos lumbares comenzaron gradualmente a deslizarse fuera del eje vertebral, con la lenta inercia de los grandes deshielos. Otro tanto se daba en la cuenca formada por clavículas y omóplatos. Sí, parecía el retroceso de los glaciares. Comencé a caer sobre mí mismo, como si mi anatomía fuera la tierra plana de los antiguos. Fue a esta altura donde comencé a tener miedo, porque los cambios ahora se sucedían con rapidez y tenía la sensación de que estaba perdiendo el control de mi masa muscular. El torbellino que remodelaba mi cuerpo podía desintegrarme, cuando me transformé en un simple rombo. Yo era una isla con la forma del as de diamantes. Isla perfecta en un mar azul. Miedo convertido en el más genuino asombro. Fue allí donde realicé mi entrada anticipada a la psicodelia. La isla fue la primera de una serie de imágenes, todas ellas con una definición de detalle superior a la mejor producción onírica.
–La pucha, yo nunca pensé... –comencé a decirle a Beatriz, mi mujer, la mañana siguiente, recién amanecido, fresco como una lechuga, sin haber dormido, en el sentido lato de dormir, ni un solo minuto.
–Soñé con los ojos abiertos –le explicaba maravillado. Belén, sin fiebre, dormía en mi codo.
¿Qué pasó?
Los hombres tenemos una cierta ceguera ante la anécdota íntima. La escena de Belén en mi codo la conté a todos los que me querían oír, pero sucede que las anécdotas se desgranan como viejos rollos de pianola, o sea, se repiten sin pensar. Nunca reparé en lo obvio, y lo obvio es que todos los elementos eran indispensables para que se produjera la alquimia; cada eslabón de la cadena tenía su razón de ser. Belén tiene su razón de ser en la encrucijada: fragilidad de una hija moviliza potencial paternal desconocido. Otro factor: la patriada fue iniciada por el alcohol. Ese dato no calza en la crónica de los sabios abstemios, de los yoguis pálidos de este mundo. Nota desprolija que la memoria disimula.
La memoria también minimiza el pavor que experimenté cuando mi cuerpo comenzó a desmoronarse. El vino tinto me dio coraje para encarar el miedo que uno siente frente al cuerpo relajado. Este tema no ha sido suficientemente tratado.
¿Qué pasó en esa noche en que fui un rombo?
Explicar esa noche me lleva nuevamente al tema de la felicidad, porque en esa noche yo fui totalmente feliz en la isla azul de mi cuerpo. Un sí sin peros, feliz volando en las alas de una levitación parecida a la de Arquímedes. Pasaron más de cuarenta años y nunca más volví a sentir algo parecido. Al día siguiente intenté repetir la hazaña, pero me quedé en el camino. Al día subsiguiente también, pero tampoco lo conseguí y nunca más.
¿Por qué?
Ahí está, no sé muy bien qué pasó. Lo cierto es que nuestro cuerpo a veces juega a ser una caja de sorpresas. Es posible que exista un dispositivo corporal que filtre las grandes emociones. Tomemos los sueños, por ejemplo. Yo, en toda mi vida, o sea, en mis 82 años, sólo una media docena de veces tuve lo que se puede llamar un Gran Sueño Perfecto. Sueños increíbles, wagnerianos, con coro de trompetas y bellas doncellas jurando amor eterno. Y cuando uno se despierta y se da cuenta de que sólo fue un sueño, y que las walkirias eran un camelo, te deprimís. Si uno siempre soñara así no podríamos despertar. Debe de haber un Traumdispositif, un dispositivo de los sueños que modere nuestras fantasías nocturnas.
También se puede decir que lo extraordinario no es ordinario.
Varias veces tenté repetir la odisea corporal, pero nunca me aproximé a esa primera vez. ¿Por qué sólo me relajé parcialmente durante todos esos años? Esa pregunta me llevó a escribir La lección de Ondina, donde trabajo el tema de las resistencias corporales. ¿Por qué no nos cuidamos más? El libro intenta definir la noción de salud, tópico opaco para los psicoanalistas y que los epidemiólogos se limitan a tratar como lo negativo de enfermedad, con la supina simplicidad de afirmar que sano es aquel que no está enfermo, idea que no va muy lejos. En ese libro traté de unir salud con felicidad y desarrollé la noción de celebrarse.
Tato Pavlovsky cuenta una historia mía que es sólo parcialmente apócrifa. Resulta que alquilamos juntos un apartamento en los años setenta y Tato cuenta que una tarde, al terminar el expediente, llega y me encuentra metido hasta la nuca en un baño de espuma, tomando un gin tonic con una pajita y leyendo El Gráfico. Cuando me pregunta qué estaba haciendo, le contesté:
–Me estoy celebrando.
Si se quita el baño de espuma y la pajita, la historia es verídica.
Pero la “pajita” viene al caso.
En Esalen, famoso psico-spa de California, cierto día le doy un masaje a una señora mayor, frisando los setenta, hermosa en una tercera edad plateada, que me cuenta la siguiente historia: por consejo de una counselor en una clínica sexual, ella todos los viernes vuelve más temprano del trabajo y compra una bandeja de sushi en el restorán japonés de la esquina. En casa, se da un sauna demorado, quema incienso, coloca el Concierto de Colonia de Jarrett, y cena a la luz de tres velas con sake y uasave. Luego sobre una sábana de lino se hace una “pajita” tomándose todo el tiempo de un viernes promisor.
Eso da una idea de lo que es celebrarse.
* Fragmento de La respuesta de Heráclito, que acaba de editar, en formato digital y de libre acceso, editorial Topía (http://www.topia.com.ar/edito rial/libros/la-respuesta-de-her%C3%A1clito).
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