Jueves, 22 de enero de 2015 | Hoy
PSICOLOGíA › ANGUSTIA Y FOBIAS EN LA INFANCIA
A través del caso del niño que se asustaba de sus propios juguetes, la autora se refiere a un motivo de consulta “que ha tenido un incremento notable en los últimos tiempos, especialmente en varones en escolaridad primaria: los estados angustiosos, los miedos imprecisos, las fobias”.
Por Norma Bruner *
Es notable en los últimos tiempos el incremento de consultas –de padres, colegas, escuelas y pediatras– acerca de niños y niñas, varones en la mayoría de los casos y en escolaridad primaria, con estados angustiosos o miedos imprecisos y variables, intermitentes o regulares, o ya con fobias bien delimitadas, desarrolladas y establecidas.
Un estado angustioso en un bebé o niño puede estar sugiriendo e indicando un tiempo de suspensión o caída del desarrollo del juego (Norma Bruner, “La historia del juego que dejó de ser solo un juego: Juanito”, en Revista de psicoanálisis de niños Fort-da, noviembre de 2008). No se trata de la caída o suspensión de un juego cualquiera, sino de la serie o conjunto de juegos constitutivos y constituyentes.
Juan (9 años), durante las entrevistas iniciales, me dice: “Yo les busco la falla a las películas para no sentir miedo, así me doy cuenta que son de mentira. Por ejemplo, si veo una de ovnis, trato de ver dónde están mal hechos”. “Mis juguetes me dan miedo, a la noche tengo la impresión de que están vivos y se mueven, siempre se me aparece Chuky con un cuchillo, quiere matarme a mí, a mi papá, a mi mamá.” “Para no tener pesadillas digo: ‘Quédate tranquilo Juan’ pero Chuky vuelve al ataque, a ése no puedo encontrarle ninguna falla y me despierto.” “Tengo miedo a los ruidos, los perros que ladran me asustan muchísimo, yo ronco mucho, me dijo mi mamá. Tengo muy fea letra. Mi letra es como yo. No me gusta participar mucho en clase porque siempre tengo miedo de que no me entiendan. Yo tengo problemas para hablar, leer y escribir, me como las letras.”
Juan ha estado desde sus dos años en tratamientos diferentes “para arreglarle sus numerosos problemas”, según la madre.
Mirando una escultura en mi escritorio, que está arreglada con pegamento transparente, Juan me dice: “Norma, se te rompió esto”. Le digo: “Encontraste una falla en la realidad y no en una película: la vida y las personas reales tienen fallas y errores y si tú quieres te puedo ayudar a buscarlos”. Juan me mira y dice: “Yo me esfuerzo mucho por aprender: matemática, historia, ésa sí que es pura farsa, mentiras totales, Rosas, Malvinas, Sarmiento, Hitler, Napoleón, Estados Unidos y el petróleo, Alemania y la Segunda Guerra, son los más poderosos pero no quiere decir que sean los más buenos, ¿no?”.
Al escuchar a Juan proferir esos pensamientos como si fueran propios (quizás acentuado por el hecho de ser un niño pequeño para su edad y con unos enormes y modernos lentes de color), tengo la impresión de estar frente a un portavoz de conflictos e ideales de otra generación. La historia de las generaciones que lo anteceden se desplegará en las entrevistas con los padres: Juan está inmerso en una guerra ajena que sabe a su vez que lo toca, lo habla y habita, no escrita aun como su historia y por ende ilegible, de letra fea.
Le pregunto qué le gusta a él y responde: “A mí me gusta dibujar”. Le ofrezco hojas y lápices, dibuja lo que llama “El país de la imaginación”.
En la mitad superior de la hoja están los superhéroes, enormes, llenos de armas y poderes, con blindajes exclusivos en sus cuerpos, armas especiales, escudos, bocas enormes, orejas sobresalientes, ojos biónicos, manos ágiles y entrenadas. En la mitad inferior de la hoja, minúsculos hombrecillos que intentan parecérseles pero cuya indefensión e insuficiencia es evidente. Mal hechos y no terminados. A algunos les faltan pedazos del cuerpo, a otros les faltan los límites, lo cual hace de ellos cuerpos irreconocibles y deformes. Juan dice sobre su dibujo: “Cuanto más realistas, más miedo me dan, porque te pueden sorprender, me olvido de que son imaginarios, simples muñequitos”.
Ya en tratamiento, y luego de unos meses, me cuenta una pesadilla que tuvo esa semana: “Soñé que me convertía en juguete, una bruja convertía a todos en juguetes, muñecos y muñecas, lo envenenaba a Dios y se apoderaba del planeta y quería matar a todos”. “¿En qué juguete te convirtieron?”, le pregunto. “En legos, son los que más se parecen a nosotros.”
Juan fue traído a consulta por sus padres por crisis de angustia, problemas de aprendizaje, de conducta, y reacciones desmedidas, caprichos, miedos, pesadillas. Duerme con sus padres, tiene terror a Chuky. Vive obsesionado con él. Lo ve en todas partes.
Su madre, para que no tuviera miedo a los juguetes, un día le hizo elegir los que más le gustaban, que eran los que más miedo le daban, y los tiró por el incinerador.
El padre dice: “Me ventajea, se hace el boludo, busca zafar, todos lo ven bueno y simpático, lo quieren mucho pero en casa muestra su verdadera cara”; “Para mí lo que está bien está bien hecho y lo que está mal está mal hecho, la verdad es una sola”; “Ya me di cuenta de que él nunca va a poder hacer todo bien”; “Juan nació prematuro, sietemesino, con bajo peso y estuvo dos meses internado, con crisis de ahogo desde las 48 horas de vida ‘por vago’, porque hacía ingestas bruscas”; “el más quejoso de los quejosos de los prematuros”.
Siempre tuvo problemas: disgrafías, dislexias, dispraxias. Le sugirieron que haga permanencia en la sala de 5 años. Con 7 años empezó con neumonitis alérgicas, crisis asmáticas y de ahogo. Miedos y terrores nocturnos. A esa edad cambió de escuela: de una en la que según los padres no se esforzaba por nada y “le había tomado el tiempo a la maestra” a la actual, de la que dice el padre: “No va a poder dibujarla ahí”.
El estado angustioso en un bebé o niño puede llegar a ser un llamado de auxilio, o una demanda de respuesta, pero sólo si se lo escucha y registra como tal. Sin embargo, un estado angustioso en un niño no necesariamente requiere tratamiento. Precisar y diferenciar esta cuestión en las entrevistas diagnósticas preliminares constituye en sí mismo una intervención clínica.
La angustia puede presentarse frecuentemente en los bebés y niños, de variadas maneras: muda, ciega y sorda, suele pasar desapercibida para muchos padres, educadores y pediatras; o bien puede hacer ruido y mostrarse bulliciosa: despertando una y mil noches, atropellando o invadiendo espacios o no pudiendo entrar o salir de ninguno, resistiendo los aprendizajes primordiales y los controles de los circuitos pulsionales, transformando los intercambios con el Otro en pesadilla o hastío, conmoviendo la curiosidad y el deseo de saber, impidiendo el juego y su desarrollo, etcétera.
Una de las caras preferidas de la angustia es el aburrimiento y sus formas: se instala en la escena del mundo cotidiano infantil –berrinches, tristezas, apatías, etcétera– confundiendo al principiante o al avezado.
La angustia tiene una función paradójica: por ello debemos diferenciar si está en posición de motor y facilitador o en la posición que llega a poner al sujeto en cuestión, para que se caiga y quede fuera del juego. Pero es importante recordar que los llamados estados angustiosos en la infancia son constituyentes y constitutivos universales del psiquismo y del desarrollo.
La función de la angustia enfrenta al analista –como a otros profesionales, a la escuela y a los padres– con una situación paradójica. Por un lado, se trata de sostener la angustia porque así y solo así tiene la chance de transformarla, en angustia constitutiva y constituyente, que relance la función deseo. No es sostener la angustia sino su función. Si la respuesta a la angustia no se da simbólicamente –“Tranquilo, nada te pasará a ti”, en la función materna, o “Gana el que pierde”, en la función paterna–, una de las respuestas psíquicas posibles es la construcción y desarrollo de una fobia, como recurso de salida sustitutiva de la angustia para el niño.
La construcción y desarrollo de una fobia es una de las respuestas y salidas defensivas inconscientes posibles para los fenómenos de lesión, corte, suspensión, interrupción o caída del juego primordial en la infancia. En el juego, el niño se hace de un yo invulnerable, de un cuerpo seguro y protegido por el sentimiento heroico, por las condiciones de no peligro real que el juego implica. Por ejemplo, el fantasma de su muerte, en el interior del juego no es peligroso, es un fantasma inofensivo, ya que en el juego puede procurarse su desaparición, su ausencia, puede perderse y volver a presentarse sin riesgo de muerte efectiva o ausencia definitiva (Norma Bruner, “Vida e morte na brincar”, Vía Lettera, Sao Paulo, Brasil). En el juego, el hilo que lo aguanta, lo separa y une a la vida (al Otro real de quien depende absolutamente en sus cuidados y en su deseo) puede sufrir cortes, lesiones, heridas, mutilaciones, desgarramientos una y otra vez de nuevo sin que la amenaza real o imaginaria de la separación (ausencia, pérdida, muerte, abandono) se realice. En el juego podrá entrenarse para la soledad, corriendo todo tipo de pesares, disgustos, derrotas, victorias, desamparos, proezas, ya que “eso no puede pasarte a ti... Es solo un juego”. Los bordes del juego funcionan como límite y protección frente al afuera del juego (y del cuerpo).
En el caso de Juan hay un juego primordial lesionado, cortado, interrumpido, y el niño cae expulsado del campo imaginario al cual se reintegra gracias a la fobia y sus construcciones. Juan actualmente sigue en tratamiento analítico a mi cargo intentando “dibujarse” con trazos y bordes amables, ya puede soportar perder alguna que otra batalla sin que corra riesgo su integridad yoica, y fue conquistando terrenos del desarrollo. Claro que por ahora estamos en pleno campeonato de batallas navales, aéreas, campeonatos de fútbol (de dedos) entre los más poderosos y ricos jugadores actuales y de todos los tiempos.
* Psicoanalista. Texto extractado de un artículo que se publicará en el próximo número de la revista Imago Agenda.
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