SOCIEDAD › UNA RECORRIDA POR LA EMBAJADA FRANCESA, QUE MAñANA ESTARá ABIERTA AL PúBLICO

El palacio que refleja una época porteña

La mansión Ortiz Basualdo, en Arroyo y Cerrito, guarda un valor cultural y arquitectónico único. Mañana podrá ser visitada libremente. Aquí, una recorrida por sus salones y pasillos que muestran la opulencia de las clases propietarias de la Belle Epoque.

 Por Soledad Vallejos

“Es una casa porteña. Es una casa que los ciudadanos deben cuidar, como deben cuidar otras casas, no permitir que se destruyan, impedir que sean demolidas, que no las arrase la especulación inmobiliaria. Pero la gente sólo al venir, al ver, entiende que esto es su patrimonio.” El embajador Frédéric Baleine du Laurens procura, antes que ser pedagógico, cumplir con las reglas del buen anfitrión. Por eso abre las puertas del palacio Ortiz Basualdo, la mansión convertida en representación diplomática de Francia hace ya setenta años, y acompaña a Página/12 en una recorrida que adelanta lo que sucederá mañana, cuando el edificio de Arroyo y Cerrito replique en Buenos Aires una tradición que en Francia lleva veinticinco años: las jornadas del Patrimonio.

Una ventana se abre sobre avenida Alvear; otra, más lejos, sobre la 9 de Julio, y preside la escalera que, aunque pueda tener fragancia a biblioteca decimonónica, se sirve de un aire decididamente mundano para unir la entrada de carruajes y el vestíbulo tramado en mármol y madera. Frente a la ventana de Alvear hay un sillón; es celeste, amplio, tiene las maderas doradas y preside un saloncito que, por modestas que puedan resultar sus dimensiones en comparación con los espacios que llevan a él, es central. Organiza la distribución del primer piso y tiene las vistas más privilegiadas del palacio. Sentado allí, Baleine du Laurens hila expectativas. Imagina, dice, que el domingo habrá tantas visitas como el año pasado, que quienes se acerquen lo harán por el interés que pueda despertarles el edificio en sí. “Generalmente, quienes vienen a la embajada lo hacen para almuerzos, cenas, reuniones de trabajo, y son personas invitadas especialmente. Pero este día es totalmente diferente: abrimos las puertas y vienen los que quieren. La expectativa es que sea un encuentro entre la ciudadanía porteña y la embajada de Francia, aquí estamos todos movilizados para recibir a la gente, explicarles lo que es el palacio, cómo lo construyeron, responder todas las preguntas que quieran hacer.” No se podrá ver todo el edificio (“el segundo piso, por ejemplo, no es tan interesante como el primero, son solamente oficinas, con elementos de trabajo”), pero sí el ingreso y el primer piso, todo aquello que, cuando el edificio era hogar de los Ortiz Basualdo, servía de escenario para la vida pública y las actividades sociales.

Jugar a las visitas

En el cambio de siglos, la opulencia de las clases propietarias argentinas desbordaba a los mismos propietarios de estancias, que de repente se volvían, ante su propio asombro, escandalosamente pudientes. Pero el dinero no era todo: escapar al arquetipo del rastacuero que el propio Georges Clemenceau había venido a buscar a las pampas en los festejos del Centenario (por cortesía, en su relato del viaje declaró no haberlo encontrado, aunque...) no era sencillo, porque requería cierto esfuerzo. Las temporadas en Europa, la importación de institutrices, cocineros, modistas (no hay que olvidar que Buenos Aires supo tener sede del paquetérrimo Paquin, a quien Victoria Ocampo encargó una túnica para el austero filósofo Rabindranath Tagore) eran insuficiente sin el decorado: de allí que más de una de las familias conocidas importaran, también, y pieza a pieza, sus residencias. El palacio Ortiz Basualdo es, no casualmente, uno de los productos de ese afán por conseguir distinción. Y eso mismo explica la tendencia a que el estilo de la burguesía argentina fuera no atenerse a un solo estilo, una sola época, una sola moda. Lo querían todo, y como se podía, lo tenían. Baleine de Laurens acuerda: “El comedor es inglés, el saloncito chino, el salón de baile bien francés tipo Luis XV, que es de excepcional belleza, y otras cosas propias del siglo XVIII. El palacio es una forma de caleidoscopio de las artes decorativas”. El embajador empuja una puerta y el salón chino da paso a un comedor inmenso, algo severo, con boisseries que parecieran no terminar nunca. “Es ciento por ciento inglés, en el estilo Queen Anne, que originalmente es de principios del siglo XVIII. No es francés para nada, pero lo quisieron... ¿y por qué no?”, agrega, y ríe con picardía. Al final del comedor, se abre la sala que alguna vez fue jardín de invierno: “Es muy luminoso, hay muchas ventanas, y se usaba para poner las plantas que en invierno no se pueden dejar en el jardín. Entonces se ponen adentro, se guardan y florecen gracias a la luz y al calor de la casa. Por eso el suelo es de mármol, para que se pudiera limpiar con facilidad”.

Los herrajes (dorados, trabajadísimos) son originales, los pisos tienen diseños adorables, las chimeneas pueden llevar horas de deleites y las molduras de techos y paredes no son menos. “No hay más que ver el trabajo excepcional de todo eso –se maravilla Baleine de Laurens–. El comedor fue traído de Londres; el resto es de París. Se compraba la casa para armar, se la ponía en un barco y después chuc, chuc, chuc, se levantaba aquí”, agrega mientras atraviesa los salones, como regresando, y abre otra puerta: “Este es el salón de música”. Es tan dorado como si el otoño, allí, no acabara nunca. Tiene espejos, ornamentos que recuerdan instrumentos, espacio para bailes. “Ahora se usa para conciertos, también. La acústica es excelente, porque la altura del techo permite que el sonido se expanda de forma muy agradable. La chimenea también es un tesoro”, agrega el embajador, antes de detenerse y decir no sin misterio: “Lo más raro de la casa es este salón”.

Tras la puerta aguarda un micromundo difícil de calificar. Tan complejo resulta el fumoir que Baleine de Laurens declara imposible asignarle un solo estilo. “Quizás un poco español, un poco francés, un poco inglés... Es lindísimo pero rarísimo. La mezcla de los mármoles, las columnas... Y la chimenea es fenomenal, ¡se puede calentar a toda la ciudad con eso! Y allá, al final –acota caminando hacia un salón pequeño, severísimo, más bien frío– está la biblioteca, más clásicamente inglesa.” Tan gótica es su inspiración que aunque entra luz, aunque da al bellísimo jardín (o a lo que pudo preservarse, a lo largo de los años, de él), aunque hay ramas florecidas, resulta oscuro. Es, por lejos, el espacio que más claramente una arquitectura diseñada por la pedagogía de géneros asignó al mundo masculino.

Desandar el camino, bajar las escaleras, salir al ruido, no es tan sencillo: hay que abandonar esa calma casi de museo vivo. Pero sigue allí.

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El embajador Frédéric Baleine du Laurens en camino a lo que era el jardín de invierno.
Imagen: Guadalupe Lombardo
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