SOCIEDAD › EL CASO GARCIA BELSUNCE DEJO AL DESCUBIERTO EL ESCANDALOSO NEGOCIO DE LOS CERTIFICADOS DE DEFUNCION
El regreso de los muertos vivos
Un solo médico llegó a firmar 14 mil actas por año. En el negocio hay médicos, cocherías y empleados corruptos. Y amenazas de muerte a los que investigan. Para qué se usan los certificados truchos.
Por Horacio Cecchi
No sólo se callan y se contienen secretos y escándalos alrededor del crimen de María Marta García Belsunce. En realidad, cuando partió la primera bala que terminó con la vida de la ex vicepresidenta de Missing Children, se puso en evidencia otro secreto, apenas sospechado públicamente y guardado bajo tierra por quienes coparticipan de sus beneficios: los finados, la muerte y sus negociados. Página/12 cavó y hurgó más allá de la Laguna Egidia, entre los infiernos del Dante, siguiendo la pista de la estilográfica del defuntólogo Juan Carlos March y descubrió que, al menos, cuatro March son seguidos con lupa en Capital; que hasta el ‘99 firmaban a razón de entre 30 y 40 certificados diarios; que hasta ese año, March solito firmaba el 30 por ciento de los 130 fallecimientos diarios en Capital; que los certificados son firmados en blanco y llenados en las cocherías y que por ellos se pagan alrededor de diez pesos. Y mucho más: causas de muerte adulteradas, falsificación de domicilios, documentos perdidos y créditos tomados por finaditos. Cuando en el ‘99 fue intervenida la Central de Defunciones, el clima fue áspero: a los nuevos directivos, seres misteriosos acostumbraban patearles la puerta de sus despachos, pero al abrirlas nadie aparecía como responsable. Eran los muertos vivos.
Según la ley del Registro Nacional de las Personas, el fallecimiento de una persona se puede denunciar mediante la firma del médico de cabecera o por otro médico que haya revisado el cadáver. O, aunque cueste creerlo, por las referencias de un tercero al médico firmante. Esa ley es contradictoria a su vez con la 17.132, que regula el ejercicio de la medicina, y la 14.586 porteña. Ambas sostienen que el médico debe revisar el cadáver.
En septiembre de 2001, el director general del Registro Civil porteño, Félix Pelliza, ordenó modificar el formulario del certificado de defunciones. A esa altura, la Central de Defunciones empezaba a perder su encanto de silencioso escándalo y terreno de negociados, después de haber sido intervenida en noviembre del ‘99. “El primer día que el director general se presentó a la central –describió a este diario un empleado, obviamente anónimo, del edificio ubicado junto al cementerio de la Chacarita– entró sin que nadie lo reconociera. El ambiente era diferente al de ahora. No había ventanillas. Había una mesada donde se atendía. Los empleados estaban mezclados con los funebreros. Y estaba lleno.” “¿De empleados?”, preguntó este diario que, dada la situación, debió presentarse en el lugar como pariente de un finado. “No, de funebreros –respondió cauteloso el anónimo–. Ese día, cuando entró Pelliza, nadie lo reconoció. Ni los empleados, ni los funebreros.”
Pero el ambiente allí dentro estaba tan tomado por los gestores de las cocherías que Pelliza no pudo dar más de dos pasos y uno de ahí dentro ya le ordenaba: “Ey, psst, psst, ¿adónde va?”. “La orden –susurró el anónimo, en voz baja mientras miraba con los rabillos de sus ojos casi desorbitados a uno y otro lado–... se la dio uno de los gestores. Se armó un quilombo bárbaro. Cuando Pelliza intervino la central, una de sus primeras medidas fue ordenar colocar una división con ventanillas para la atención.”
Una de las claves fue la modificación del certificado de defunciones. Pelliza cambió el formulario que debía llenar el médico, anulando el casillero que decía “reconoció el cadáver por referencias de terceros”. Hasta ese momento, la terceridad era una costumbre entre los defuntólogos. La eficiencia de ese cambio quedó registrada en la Justicia: fue el primer detalle en el que se basó la investigación para detener a March en el caso García Belsunce II.
–March no es el único médico que se investiga –sorprendió a su vez una fuente judicial.
–¿¡Hay otros profesionales sospechados!?
–En el caso que lleva el juez Lucini, por ahora no. Pero apunte este dato: desde que se intervino la Central de Defunciones, se presentaronvarias denuncias por falsificación de causal de muerte. En el 2000 se hicieron seis. Dos contra March (en una fue sobreseído) y cuatro contra otros cinco médicos.
De esos cinco médicos, uno en particular es seguido por los cancerberos de la Justicia casi con la misma prestancia con que siguen la pista de March, aunque sin actuaciones directas en su contra. Cuando este diario intentó conocer su identidad, el investigador se limitó a dar sólo un detalle físico: “Tiene cejas grandes”.
Un caso que revela los negocios que se cuecen bajo tierra provocó una de las mentadas denuncias de 2000. “Una persona falleció un día 10 –reveló la fuente judicial–. Sospechosamente, el médico aparece firmando el certificado de defunción dos días más tarde de declarada la muerte. Pero lo que más llamó la atención es que los gestores de la cochería llevaron los papeles de la denuncia de la muerte para iniciar la licencia de inhumación recién diez días más tarde. ¿Qué hicieron con el cuerpo? ¿Lo tuvieron doce días en el freezer en la casa? No. Después supimos que ya lo habían enterrado. ¿Cómo lo enterraron si no tenían la licencia de inhumación?” La fuente respondió con un gesto: se golpeó con los nudillos de una mano sobre la palma de la otra. “Pagaron, y consiguieron saltear la espera hasta conseguir la licencia. Eso también es una costumbre.”
¿Quién era el médico firmante? Nada menos que Cejas Grandes. Cejas Grandes es tan marchiano como el propio titular de la carátula del caso que lleva el juez Lucini. Firmaba entre 20 y 40 certificados, según los días. Pero la denuncia en su contra es más incomprobable que la de su colega detenido: March corrió esa suerte porque se exhumó el cuerpo de María Marta y en su cráneo encontraron los cinco pitutos calibre 32. El finado de los doce días no tuvo la suerte de que lo exhumaran. Hasta ahora, por lo menos. De todos modos, de exhumarse el cadáver y sin pitutos o fracturas mediante, no habrá nada que se pueda hacer al respecto.
Desde la intervención, a fines del ‘99, de todos modos, tanto March como Cejas Grandes habían reducido notablemente la actividad de su estilográfica: bajaron a no más de 6 o 7 certificados por día. Después de que se destapara el crimen de María Marta, ni Cejas Grandes ni su firma volvieron a mostrar la cara en los ámbitos de la defunción porteña.
“Lo que hay que seguir es el rudimento del negocio –detalló el temeroso informante de la Central de Defunciones, mientras disimulaba, ventanilla mediante, explicando cómo debía llenarse un formulario–. Las cocherías quieren cobrar rápido. Los parientes del fallecido quieren sacarse problemas de encima. Los médicos son remisos a llenar certificados y cuando lo hacen se equivocan o les faltan datos. ¿Cómo lo resuelven? El médico firma certificados en blanco. OoOoooojo. Son unos pocos. Firman y los venden. ¿Cuánto cobran? No sé –aclaró desligándose la fuente. Este diario reunió estimaciones que bordean los diez pesos el paper–.”
El certificado, que es un documento público y una declaración jurada del médico firmante, tiene tan pocos contralores que los formularios se pueden fotocopiar. Muchos presentan fotocopias en lugar de originales. “Existe la figura del delegado interviniente –prosiguió el empleado–, en otras palabras, es el gestor de la cochería. Es el que se acerca a la familia y le dice ‘¿cuál es su problema que yo se lo resuelvo?’. El gestor debe presentar los papeles. Tienen que traer el documento del fallecido, el certificado médico, formularios de estadísticas. Una vez chequeado que no hay errores o faltantes, se expide la licencia de inhumación, de traslado o de cremación. Con esa licencia, van a la Dirección de Cementerios, acá al lado, donde les dan los turnos de inhumación de a diez minutos para dar tiempo a la capilla. Todos quieren llegar primero porque la cochería no quiere tener frenado sus coches en una cola esperando en la capilla, prefiere despacharlo a otro servicio. Entonces, antes estaba aquello de pagar para estar primero en la pila. Ahora no hay más pila. Apenas entran los papeles, una máquina expide los turnos de llegada.”
La prisa del negocio tiene sus encantos: durante la intervención se registraron quejas y presiones de los cocheros. “Una vez denunciaron que los empleados habían subido la tarifa en la atención –reveló la fuente–, con lo que ellos mismos se autoacusaban de coimear. Eso desató una investigación. Se descubrió que algunos empleados empastaban el trámite, alegaban que faltaba personal, decían que no entregaban partidas. Ojo, igual las cocherías les dicen a los familiares que el trámite demora quince días y una gestoría propia puede acortar el tiempo. Así les sacan más moscateli.”
No es todo. Además de cuantiosos sumarios y denuncias por adulteración de causa de muerte, se investiga la adulteración de domicilios, y hasta de horarios. Uno de los casos investigados por Lucini estudia una probable modificación de horarios en un caso de dos ancianos fallecidos el mismo día: con hijos de matrimonios anteriores, depende de quién murió último la determinación de los herederos. También se suelen falsificar actas para cobrar seguros o pensiones.
En los trámites hay que presentar indefectiblemente el documento de la persona fallecida teóricamente corroborado por el médico en el certificado de defunción. Ese documento se destruye luego. Pero muchos presentaban el otro documento (cédula por DNI o viceversa) o no llevaban ninguna. “Acta de ley”, se escuchaba decir entonces al empleado. Esas tres palabritas mágicas indicaban, según la antigua usanza, que con la presentación de dos testigos que aseguraban que el documento se había perdido pero que correspondía con el número, quedaba resuelto el trámite. La intervención detectó numerosos casos de documentos de finados circulando por el mundo como ánimas reencarnadas en otros seres. Esos seres, blandiendo su reencarnación, hasta la devaluación sacaban créditos y cobran sueldos a nombre de los finados.