Domingo, 22 de agosto de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › DANIEL BARENBOIM COMANDO UNA MAGICA TARDE EN LA 9 DE JULIO
Alentada por una primavera temprana, la multitud se llevó una experiencia disfrutable de principio a fin: por la esencia de la música de Beethoven y la enormidad del director y una orquesta edificada sobre supuestas diferencias irreconciliables.
Por Diego Fischerman
Cuando al terminar el concierto los músicos, jovencísimos e inconfundibles, vestidos de negro y con sus instrumentos colgados al hombro, se encaminaban a su hotel, caminando en pequeños grupos, la multitud con la que se cruzaban los aplaudía. Las expresiones de agradecimiento, de unos y otros, eran un espectáculo aparte. Tanto como lo había sido, durante el propio concierto, la actitud corporal de los intérpretes, su avidez y su compromiso emocional y la devoción por lo que estaban haciendo. La Obertura Leonora Nº 3 y la Sinfonía Nº 5 de Ludwig van Beethoven habían obrado parte del sortilegio. La otra parte había tenido que ver con el inmenso carisma del director. Un atractivo que, en el caso de Daniel Barenboim, nada tiene que ver con el efecto fácil ni con la concesión al lugar común.
El solo hecho de que una multitud se sienta convocada por la música ya sería suficiente. Como en el pasado festejo del Bicentenario, fue nuevamente el arte el que funcionó como motor e hilo conductor de un sentimiento colectivo. Unas 40.000 personas salieron a la calle, en una tarde perfecta, para escuchar a una orquesta tocando música de Beethoven. Pero ése era apenas el principio. Tanto la orquesta como su director –y también el repertorio elegido– acarreaban historias y funcionalidades simbólicas de un peso infrecuente. La West-Eastern Divan Orchestra está conformada por músicos sumamente jóvenes –de hecho nació como orquesta juvenil– que provienen de Israel, Palestina y otras naciones árabes. Y eso, que enemigos virtuales puedan tocar juntos –y toquen maravillosamente–, ya bastaría para despertar la admiración. La figura de Barenboim, uno de los músicos más extraordinarios de los últimos cincuenta años, está lejos, por su parte, de ser accesoria.
Más allá de la falsedad de cualquier argumento chauvinista –Barenboim al fin y al cabo casi no se educó en la Argentina, se fue a los nueve años y hace sesenta que no vive aquí–, el director le reconoce a Buenos Aires una imagen de cultura plural que resultó fundamental en su formación y confiesa sentirse “con los años, cada vez más ligado a la Argentina”. Y en ese sentido su prédica y su talento tienen el efecto de un espejo especializado en devolver a los argentinos su mejor imagen posible. La adoración a Barenboim va, en todo caso, más allá del amor a la música y tiene que ver con la necesidad social de un ideal. Y el tercer elemento no es menos esencial. Pocas músicas como la de Beethoven, con la que la crítica alemana construyó su ideal de música absoluta, de discurso en sí, resultan tan poco absolutas. Como muestra el musicólogo Esteban Buch en su notable La Novena de Beethoven. Historia política del Himno Europeo, el sentido espiritual que todos suelen encontrar en la música de Beethoven –y en particular en algunas de sus sinfonías– sirvió para que la nueva Alemania nazi, la nueva Alemania liberada del nazismo, la nueva Alemania Oriental y la nueva Alemania ya sin muro de Berlín festejaran cada una de sus fundaciones con su obra. También en este caso fue Beethoven el que, como autor de la música de las músicas, de la única capaz de unificarlas a todas, propició un fenomenal ritual colectivo.
Con una muy buena amplificación y una trasmisión en pantalla gigante que permitió captar el mundo de expresiones y complicidades entre el director y sus músicos (y la felicidad de ellos a veces durante un pasaje propio, en ocasiones, como en la entrada de cellos y contrabajos en el último movimiento de la Quinta), se complementó una actuación descollante que había comenzado con la breve presentación de la Orquesta de tango El Porvenir, conformada por integrantes de orquestas infantiles y juveniles de Buenos Aires. Barenboim, en todo caso, logró que su idea de relato, que sus fenomenales suspensos, como en el comienzo de la tercera de las oberturas que Beethoven escribió para su ópera Leonora (luego bautizada Fidelio) y sus formidables explosiones, persistieran aun con la pérdida de detalle e intimidad que la propia naturaleza de los conciertos masivos torna inevitable. Además del milagro de comunión social, Barenboim y sus músicos consiguieron el de versiones excepcionalmente finas y detalladas en un contexto que suele no permitirlo (y que obviamente disculpa cualquier carencia al respecto). El modelo alternativo que Barenboim propone con esta orquesta no es el del consenso, sino el del aprendizaje del disenso y el del valor de un objetivo en común. Y ese sistema de valores y de funcionamiento, en la mágica tarde de un sábado ya primaveral, se extendió también hacia afuera. Y durante un rato alcanzó –e hizo vibrar al unísono– a una ciudad muchas veces irritada e irritante, donde la antagonía propone un principio virtualmente excluyente.
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