SOCIEDAD

Vivir en cueros

Muchos se conocieron cuando reclamaban una playa para tomar sol sin ropas. Ahora se reúnen en algunas quintas del Gran Buenos Aires. Se denominan “naturistas” y sostienen que las sensaciones más calientes desaparecen ante la exposición despojada del otro. Dicen no tener vergüenza, aunque admiten que la primera vez no siempre es fácil.

 Por Alejandra Dandan

Esto es como el cine, dice Ricardo Perales apenas abre, desnudo, los portones de su casa. “A nadie le preguntamos su identidad sexual, si sos lesbiana, si sos heterosexual o swinger: todos entran igual”. Flaco, entrado en edad y, a simple vista, con un fatigado estado físico, este hombre ha decidido transformar su herencia de 25 hectáreas de tierras en Moreno en un microemprendimiento a cuerpo pelado: “¿Qué? –pregunta el dueño de casa– ¿Vos nunca hiciste nudismo?”.
Palos Verdes está a unos 65 kilómetros de Buenos Aires, y es uno de los bunkers de la provincia diseñados para naturistas, ese modo más liviano con el que la clase nudista intenta presentarse en sociedad. Allí nadie habla de nudismo a secas. Para todo el mundo pasearse sin ropas es una suerte de práctica colectiva, semejante a las que hacen los jugadores cuando se entrenan para una final. Practican nudismo, dicen, ensayan un modo de manifestarse, un modo de ser en un mundo demasiado hostil para tanto osado. “¿Viste? –propone el dueño de casa–, esto es comparable con pasarte un día o unas horas como Adán y como Eva: yo no oculto nada, acá tenemos un criterio, una mentalidad muy amplia”.
Parte de esta gran tribu urbana se conoció hace dos años cuando reclamaban la apertura de un balneario público habilitado para esas prácticas. Ese lugar se formó finalmente a unos 40 kilómetros de Mar del Plata, sobre la línea costera que desemboca en Chapadmalal. Después de los primeros momentos de crisis, en medio de una apertura que escandalizó a los sectores más castos de la ciudad, La Escondida terminó instalándose como una zona alternativa donde recalan quienes hasta hace unos años pasaban su veranos en el Caribe, Brasil o entre los parajes más retirados de Chihuahua, en Punta del Este.
Desde ese momento, los nudistas-naturistas han hecho de aquel enclave costero una puesta en escena de lo que consideran un movimiento digno de expandirse, crecer y multiplicarse. “No te lo voy a negar –aclara en este caso José Blanco, uno de los veteranos en estos temas–. Nosotros también hacemos proselitismo”.
En la provincia de Buenos Aires existen tres áreas privadas exclusivas para nudistas. Dos de ellas son quintas que funcionan durante el verano la tercera es una nueva propuesta hallada para pasar el invierno. José Blanco fue uno de los conquistadores de ese nuevo lugar, un club de barrio hasta ahora poco acostumbrado a clientes un tanto expansivos con sus cuerpos: “Imaginate que no sólo tenés que tener a la gente –dice José–, también para la gente del club era raro”.
La sucesión de encuentros ininterrumpidos durante el año fue quitándoles ese entorno de extravagancia a los cultores de estas prácticas que no dejan, sin embargo, de sentirse habitantes de un terreno enemigo cuando avanzan por la ciudad. “Somos unos degenerados, eso es lo que somos para el resto del mundo”. Quien habla es Liliana, con membrecía tácita en Chihuahua, siete años de entrenamiento nudista, un marido con idéntica membrecía, un hijo menos comprensivo y amigas que ni siquiera se imaginan dónde está en este momento cuando suena el celular:
–¡¿Hola?!
Dice Liliana.
–Hola ¿Quién habla? –pregunta– ¿Patri? ¿Sos vos? No, Patri, cómo voy a estar durmiendo...
Liliana no duerme, está con un termo, un mate, unas galletitas, sentada, sin ropas, en una reposera. Al lado está su marido y alrededor, siete hombres con idénticas destapaduras.
–No, no –le explica a su amiga–, estamos en la quinta, claro, con Alberto. No, en la quinta de unos amigos. Pero decime –zafa– ¿vos, cómo estás?
Del sexo
Liliana y Alberto están de visita esta tarde en el paraíso, es decir, en la casa que Ricardo dispuso para recibir a los hombres que andan en la tierra como andarían en el cielo. Entre los tendales de árboles y plantas, Palos Verdes tiene una laguna que dentro de unos años podría habilitarse para baños. Por el momento, y mientras tanto, los militantes del cuerpo desnudo no tienen piletas, sólo unas regias extensiones de tierra donde echarse para calentarse al sol, transpirar y después ducharse: “En el patio de tu casa pasa lo mismo –dice Liliana–. El tema es la naturaleza, no hay muchas comodidades, pero vas, te duchás y venís: estamos fresquitos”.
Hacia el fondo, en alguno de los recovecos de la finca, Ricardo ha decidido conservar parte de la historia de la casa. Allí dejó los hornos de barro de una antigua fábrica de cerámicas. En el planeta nudista esos hornos ahora ya no son de cerámicos, son presentados como templos, las “grutas swingers” de Palos Verdes: “¿Sexo? –pregunta Ricardo–: nunca lo hicieron a la vista, pero que lo hay, lo hay; te das cuenta porque aparecen los preservativos en los tachos”.
Hace unas semanas, en Mar del Plata alguien decidió pedir una habilitación para armar una playa privada exclusiva para gays. En el lugar, además de los sectores de reposeras y sombrillas, los dueños consideraban la opción de instalar unos pequeños boxes para aproximaciones más íntimas. Esos boxes son conocidos como teteras. Allí el anuncio provocó un escándalo. Aquí, las reacciones parecen distintas. “¿Teteras? –dice el dueño de casa–: Ah, eso, todavía no lo instalamos. Pero te repito –dice después– acá no ocultamos nada, la gente viene y hace lo que quiere y por eso, y como verás –aclara– no ves ningún pito en estado de erección entre nosotros”.
Este es uno de los supuestos centrales de esta lógica propiciada por los habitantes de estos pagos. Están convencidos de que el cuerpo se vuelve invulnerable, de que la mirada se desprende del deseo, de que las sensaciones más calientes desaparecen ante la exposición despojada del otro. En los sitios oficiales de las Federaciones de Nudismo Internacional, lo explican con parámetros puristas de libertad. Aquí quien habla del tema es uno de los brasileños de paso, hombre de negocios, ejecutivo de una multinacional cuyo nombre no menciona y con 23 años de entrenamiento en las playas del Brasil. “¿Vos me viste excitado a mí? Y eso que hay mujeres desnudas. Aquí nadie viene a ver mujeres desnudas o hombres desnudos, porque si no, estaría todo el mundo excitado”. Para el brasileño, esto no significa que los nudistas sean desabridos ni asexuados. “Hay una diferencia entre naturismo y sexo –aclara–: todo el mundo aquí tiene sexo normal, pero aquí estamos entre amigos, de la misma manera que si estuviésemos con ropa, pero vamos más libres”.
Y tanto es así, que esto terminó entusiasmando a uno de los hombres más extraños del grupo. No se presenta, no dice su nombre, no le gustan las fotos, no quiere entrevistas y ni siquiera acepta cuando alguien lo presenta como técnico de aviación. Vive solo, está solo, excepto cuando sale de paseo alguna noche de ciudad. “Lo que tengo acá –dice– yo no lo logré ni con cinco años de boliche bailable. Jamás en ningún lado estando vestido, de traje, yendo a trabajar, jamás había conseguido que a dos días de conocernos así como nos ves, viniera ella a invitarnos para un asado”.
En cuestiones de sexo, cuando las cosas se complican los especialistas tienen una solución a mano. “Como para aclararte las cosas, te voy a decir algo”, dice ahora José Blanco desde otra quinta en Buenos Aires. “Si tenés un problema siempre vas a encontrar a mano una pileta: un chapuzón, y suficiente”.
La primera vez
En este contexto, Ricardo, el dueño de Palos Verdes, es algo así como un recién iniciado. Recién comienza con la puesta en obra de su pequeño paraíso en Moreno, recién empieza con la difusión del proyecto, con la captación de clientes capaces de seguir la propuesta, y recién, claro está, aprende los códigos severísimos de este universo.
–Porque, imaginate –dice ahora, ¿cómo iba a recibir a la gente vestido si yo era el dueño del establecimiento nudista?
Palos Verdes abrió como centro nudista en noviembre del año pasado. El campo hasta ahora era una vieja fábrica de cerámica protegida por una selva de árboles. “Treinta años tienen algunos de estos que ves por acá –va contando mientras camina–: y fijate cómo son las cosas, empecé a plantarlos cuando era chico, el día que entré a la biblioteca de la escuela y me encontré con un libro de botánica donde explicaban cómo hacerlo”. De la primera época quedaron los árboles, algunas construcciones de ladrillos, alguna galería y un estilo faraónico extraño. Hasta hace unos meses también conservaba algunas vacas, gansos y varios proyectos de reconversión que incluían la fábrica, una granja alternativa para escolares o un paseo para jubilados. Pero las cosas no fueron bien. A las vacas se las robaron los cuatreros, los gansos sirvieron para alimentar a los perros de la zona, la fábrica de cerámica pasó a mejor vida con el uno a uno, los escolares no tenían dinero ni para el pasaje en colectivo. “Y con los jubilados –dice él– pasó lo mismo, así que ahora optamos por este emprendimiento, para el público de la segunda edad”.
Hasta el día que efectivamente abrió las puertas no sabía que además de todo, tenía que dar el ejemplo. El primer día puso un aviso en el diario, un rato después llegaron sus primeros clientes: una pareja de jóvenes demasiado cancheros con los desnudos. Ricardo los atendió en la puerta, los guió a través del parque, les mostró las opciones del establecimiento y cuando llegó el momento del sol la pareja se quedó sin ropa. El los miró, tomó distancia distraídamente, puso cara de clínico experimentado y se marchó sin saber qué hacer con sus propios pantalones. Una semana después aquella pareja volvió, pero nunca supieron que ese día Ricardo hacía sus primeros ensayos de nudista. Ahora aquel momento ya pasó. Ahora él aparece entre el bosque, desprendido, glamoroso, descubierto y haciendo de esta parte del planeta Tierra una suerte de mundo inventado. “Son los primeros treinta segundos, los primeros treinta –dice él– después te ponés a conversar y te olvidás que estás sin ropa, te olvidás”.
Entre los que acaban de olvidarse de sus ropas, está en este caso Raúl, uno de los empleados más antiguos de Ricardo. En la finca, Raúl alterna el trabajo con la necesidad de que el establecimiento crezca en población. El domingo pasado, después de preparar el asado para los invitados, reponer algunas cosas del campo, hacer los trabajos del día, lo decidió. “Yo creía que iba a ser distinto –dice–, no sé qué cosas iba a sentir, pero no, nada, ahora estoy andando y me olvido de pronto que no tengo nada encima”. Encima, por lo pronto, no tiene nada, sólo uno de sus brazos que cada tanto aparece por ahí, dispuesto a protegerlo de timideces excesivas.
Ahora entre Ricardo y Raúl están los invitados: los que han llegado hasta Moreno a través de los avisos en los diarios, por alguna publicación en las revistas swinger, con la invitación de amigos o compañeros de trabajo. Por ese mismo motivo está hoy aquí el otro Ricardo, el brasilero aficionado a este tipo de costumbres.
–Primero me hablaron de un lugar a 500 kilómetros, pero para mí es una locura, porque yo lo practico una vez a la semana y aquí sólo se hace en vacaciones.
Justamente por ese motivo buscó un punto más cerca de Buenos Aires. Alguno de sus compañeros de trabajo le habló de este lugar. Ricardo llegó solo, lo conoció y volvió todas las veces que pudo. Sus compañeros detrabajo, no. “Como nos vemos todos los días de traje y corbata, ahora tienen vergüenza”.

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