SOCIEDAD › LA IMAGEN DE LOS QUE NO SE SACAN LA ROPA

Nudistas versus textiles

 Por Alejandra Dandan

Palos Verdes conserva algo de invención, de cuento fantástico. A nadie le complican las posturas, ni las imágenes de los otros. A nadie le preocupan los calores, los excesos ni esa necesidad pavorosa de levantarse, cada tanto, caminar unos metros y conseguir una ducha para seguir resistiendo. Porque finalmente de eso se trata. Los cuerpos parecen más que cuerpos una suerte de bandera. Están parados, sentados o enlazados olvidando las flaccideces sin ropa. “Porque para nosotros el mundo está dividido en dos”, explican ahora. “De un lado estamos nosotros, del otro están los textiles: todos ustedes”.
Los textiles son el resto del mundo, los terrícolas incapaces de deshacerse de esos amuletos provistos por las prendas, los vestidos y esas formas de taparlo todo construida al parecer por este ilógico planeta del consumo. Esa lógica binaria es tan habitual entre los naturistas como los planteos de los buenos y los malos estructurados en un drama: “Porque como notarás aquí –dice ahora Ricardo, el brasilero que está de paso–: en este lugar todo el mundo es igual, yo puedo ganar mucho, ella nada, pero acá no hay relojes no hay corbatas, no hay marcas”.
De ese mundo de las perdiciones textiles, proviene Martín, uno de los que esta vez, y por este día, sólo por hoy, cruzó vagamente la frontera. Este Martín, también a secas, nunca ha estado en Chihuahua, ni en las colonias del Brasil donde sólo llegan los experimentados, no estuvo en Mar del Plata, no paseó en el Caribe ni en ningún otro lado. “¿Te digo la verdad? –me dice–: hoy es la primera vez que lo hago”.
Martín a secas, llegó tal como lo dice, por primera vez y hace un rato. Es uno de “los textiles”, gente con marcas, gente a la que el sol no había terminado de tocarlo hasta ahora. Hoy está aquí casi de casualidad, por un extraño aviso en el diario. “Estaba cansado –dice–, tenía ganas de conocer gente distinta y en el aviso aparecía una invitación del tipo ‘Solos y Solas’”. Cuando marcó el número de referencia, no se encontró con los promotores de una fiesta o los organizadores de algún viaje, de una travesía o de una noche, tal como la quería, distinta. No lo atendió otro especialista más que Ricardo. En lugar de todo esa gama de ofertas para viajes en compañías, le ofreció una laguna artificial, un paisaje agreste, sus árboles, los gansos, los asados de Raúl y al final, claro está, le aclaró los detalles.
Antes que Palos Verdes se trasformara en centro nudista, Ricardo se había conectado con el pequeño universo de los hiperexperimentados del país. Estableció contacto con ellos a través de enlaces dificultosos, los convenció para que visitaran su casa y les propuso una suerte de asociación de negocios. Ellos pondrían el cuerpo, la filosofía; el campo lo pondría él. La alianza no prosperó. Para los más viejos, esas hectáreas tenían de todo menos agua, cosa indispensable en temporada.
Con el fracaso en las espaldas, Ricardo siguió con el proyecto, ahora dispuesto a anuciárselo formalmente a su familia: “Mi hija la mayor –dice– estuvo totalmente de acuerdo; la más chica es psicóloga, increíblemente hizo algunos problemas”. Además de sus hijas, el hombre logró pocos buenos augurios de su ex mujer y una mirada curiosa de parte de su madre, actual compañera de hábitat y operadora obligada del contestador telefónico. Aunque las cosas con su ex mujer no mejoraron, Ricardo consiguió mejores logros con su madre. “¿Usted no hace nudismo, señora?”, suelen preguntarle en inglés, en francés o en alemán los que llaman por consultas. Cuando ella aclara que no, del otro lado, alientan: “¿Cómo que no? Si en Alemania/España/París hay mujeres de ochenta años dedicadas a estas cosas”.
Entre los que siguen aquí pocos deciden hacer de este modo de estar un hábito totalmente cotidiano. No andan sin sus ataduras textiles cuando están solos en sus casas, en sus butacas, frente a la presencia de nadie.Desde este lugar, el nudismo parece una práctica ceñida a lo colectivo, a una experiencia que de otra forma no tendría lugar.
–¿Por qué? –se pregunta José Blanco, desde los laberintos de aquel club cuyos difusores discuten causas, motivos y formas en los foros armados por Internet–. No lo sé muy bien, tal vez porque en casa están mis hijos, porque si viene alguno tengo que salir a recibirlo, porque...
Y los porqués no terminan.

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