SOCIEDAD
Historias mínimas
En el agua, historias de solidaridad, de trabajo, de reconstrucción. Libros perdidos, fuentones donde se lava todo, un disco de Gilda en el bolsillo y el dolor del río que era alimento y resultó venganza.
Por Marta Dillon
Bajo un cielo que se desarma en finísimas gotas de agua, la vida cotidiana vuelve a acomodarse entre las grietas que dejó la catástrofe. En cualquier esquina de Santa Fe se puede ver a las mujeres encorvadas sobre fuentones, lavando ropa que no se va a secar mientras la llovizna persista, limpiando muebles que han perdido su función. En los centros de evacuados, las familias han empezado a colgar adornos en el escaso perímetro que han delimitado con sillas y mantas, con la acumulación de las pocas cosas salvadas. Un Cristo de corazón en llamas, la estatuita de San Jorge, la foto de Rodrigo, las banderas de los equipos de fútbol plantadas con sentimiento para identificar a la tribu. Al mediodía y a la noche se hace cola para recibir las raciones que el Ejército reparte en grandes tachos de plástico. Después frente a las canillas, siempre menos de las necesarias. Casi un quinto de la población de Santa Fe, los que el agua expulsó de sus casas, viven en un presente continuo que ya lleva 20 días. ¿Cómo mirar al futuro cuando el pasado flota sobre la corriente del río Salado?
“La tragedia era previsible”, sentencian por la radio los avisos de los abogados que se ofrecen para litigar contra el Estado. Una casa de fotografía explica en su pauta publicitaria cómo recuperar las imágenes mojadas. Las campañas oficiales alertan sobre los peligros de volver a casa, la necesidad de usar barbijos que ya no se consiguen, botas y guantes que son un lujo para los muchos que todavía siguen en ojotas o directamente descalzos. La llovizna que no afloja acompaña una tristeza compartida, pesada, tan densa como la neblina que aplasta la ciudad desde hace tres días. Nadie quiere acostumbrarse, y sin embargo sucede. Es una manera de resistir, y eso ya es suficiente. Mientras, el día en que la vida cambió se relata compulsivamente, como un exorcismo que espanta el miedo y rescata esas historias de coraje y solidaridad que permiten seguir viviendo.
Las últimas cosas. Jessica se llevó en el bolsillo el disco de Gilda. Roxana volvió, cuando llegaba a la punta de la cuadra, a buscar los documentos. Claudio entró a su casa cuando todavía había un metro y medio de agua para buscar la camiseta de Colón de su hijo mayor. Liliana se llevó el álbum de fotos del casamiento. Son pocos los que pudieron agarrar sus objetos preciados cuando supieron que tendrían que irse para salvar la vida. “Manotear” los chicos era lo urgente, sean propios o ajenos, ya habría tiempo de reunirlos con sus madres.
El pescador. La bronca ya va a pasar, dice Carlos Antonio. Su mujer tiene que entender que él hizo sólo lo que tenía que hacer. Por ahora se aguanta que ella no le hable, total son tantos en la casa de su hermano que apenas se nota el silencio. Además, ella no quiso escuchar cuando él volvió el lunes a decir que la cosa estaba fulera, que si ya no se podía pasar con la canoa por el puente de Palos, bajo la autopista, por algún lado iba a tener que salir el agua. “Vos siempre el mismo espamentoso, en el ‘83 dijiste lo mismo y no pasó nada.” Buena memoria la mujer, pero testaruda. Al rato nomás hubo que salir escapándole a la inundación. Y entonces él no iba a usar las tres canoas que su oficio de pescador necesitaba para sacar heladeras. La gente gritaba por todos lados, él no es sordo. Subió los freezers al techo y se puso a sacar pibes del agua, que en tres horas tapó los techos. Cuando quiso volver a buscarlos, ya no estaban, y eso es lo que su mujer no le perdona. Pero Carlos Antonio está tranquilo. Acaba de soltarse del abrazo de un hombre al que no conoce y jura que Carlos le salvó la vida, a él y a su hijo de 8 años. Carlos deja que un lagrimón se funda con la lluvia. Tiene las manos callosas de los remos que manejadesde que aprendió a caminar. El agua todavía lame el zaguán de su casa. “Salado querido mío –dice–, me dio de comer toda la vida y ahora es el que más me castiga.”
Líder. Martín es un hombre robusto, con la calva lustrada y los bigotes espesos. No desentonaría en la puerta de cualquier boliche, cumpliendo funciones de patovica. Pero cuando cierra la puerta de la pequeña oficina que improvisó como depósito suelta el dique de sus lágrimas y dan ganas de consolarlo como a un niño. Tal vez su aspecto, tal vez el mero hecho de saber cocinar para cientos de personas lo pusieron en el lugar del líder. En un galpón de Telecom, donde se acomodan unas 400 personas, todos lo señalan como “el que sabe”. El que sabe es él. En realidad llegó hasta este tinglado por el que se filtra la lluvia a ver a su sobrino, el que rompió la puerta para que la gente que caminaba perdida por la avenida Freyre se refugiara. Y ahí se quedó, como voluntario. Empezó a buscar donaciones espontáneas por la zona, hizo la primera comida sobre un anafe. Ahora tiene planillas, ha logrado organizar turnos para limpiar los baños cada dos horas, consigue ordenar las colas cuando llega la comida. Pero ahora está destruido. Hace unas horas un pibe de 17 se subió al techo del tinglado para tratar de reparar una gotera que inundaba el lugar. Pero la chapa cedió y el muchacho está en coma profundo. ¿Qué es esto?, pregunta, ¿un daño colateral?
Libros. Alicia tiene vergüenza de llorar. No puede permitírselo, dice, podría haber muerto ese día, como la mamá de su vecina. Y sin embargo está entera. Hasta que pudo luchó por salvar lo que era su posesión más preciada: sus libros. Cuando el agua le llegaba a la rodilla se dio cuenta de que era mejor actuar y empezó a vaciar su biblioteca sobre una lancha que tenía en el garage. Si no hubiera esperado tanto para empezar, decía mientras acarreaba sus tesoros, con el agua cada vez más alta. Cuando terminó, la marea le llegaba al pecho. La lancha se dio vuelta antes de que lograra subirse a ella.
Micaela. En la última cuadra del barrio Santa Rosa, antes de ese infinito de agua que no termina nunca de bajar, una mujer descalza se arremanga los pantalones hasta las rodillas y avanza. Lleva el pelo recogido y un tupper en la mano. Morosamente avanza hacia ningún lado, al menos para quienes la ven hundirse hasta que el agua negra empieza a mojarle el jean. Y después, cuando ya es pequeña en el horizonte y trastabilla hasta que solo la campera emerge de la inundación. Los pocos que están en el barrio ya no intentan disuadirla. Allá en el fondo está su casa, dicen, y si el agua es persistente, Micaela lo es más todavía. Si bajó del techo es porque la obligó gendarmería, pero nada ni nadie va a evitar que cada día ella visite el revoltijo de sus cosas.
Los jarris. Puede ser que jarri esté mal escrito. Es una palabra del lunfardo, el Barba no sabe cómo se deletrea. Sabe que significa ratero y la usa para señalar a unos pibitos que acaban de ofrecerle un radiograbador que huele a inundación. El Barba es de charlar mucho con la gente, así se describe él mismo. Por eso sabe que hay muchos “abatidos” en la zona. Incluso le contaron que a uno lo colgaron de un cable con un cartel que decía “este no roba más”. Desde el cielo dice que llegaban los disparos, que muchos eran de gendarmería. ¿Y quién va a reclamar por esa gente?, pregunta el Barba. “Los mismos pibes te lo dicen, el muerto muerto está. Los vivos a lo nuestro. Yo no te digo que les creo todo, pero si dicen que hay 50 abatidos, es porque al menos mataron a cinco.”
Voluntarios. En el predio de la Terminal, en las escuelas, circulando por cualquier galpón donde haya evacuados o autoevacuados, jóvenes de pañuelos al cuello, con las orejas plagadas de aros, con sus vinchas, hebillas y morrales, se rodean de niños, improvisan clases de apoyo, sesiones de dibujo y talleres de autoayuda que a veces sólo consisten en escuchar a los que quieren hablar. La mayoría son universitarios, otros scouts o voluntarios en general que han sostenido sobre sus hombros el mayor peso de la ayuda que sigue necesitando la gente. Marcela es una de ellas, tiene 21, estudia abogacía y hace demasiado que no vuelve a San Martín de las Escobas, su pueblo. “Qué sé yo qué estoy aprendiendo, todo, a valorar mi vida.” Ha trabajado sin descanso guiando a los camiones del Ejército que entregan comida. Pero el sábado la encuentra desanimada. No es sólo la lluvia, es esa sensación de que todo pasa, que los periodistas se van, los voluntarios vuelven a sus casas y ella no quiere acostumbrarse a ver los baños químicos en la vereda como si no hubiera nada raro en eso.
Al fondo. El camión de la Cruz Roja se sacude y en la cabina a oscuras los voluntarios se sienten como vacas golpeándose entre ellos. Van a relevar los centros de evacuados de la zona norte de la ciudad, donde el agua llegó antes y la ayuda todavía se demora. Hacen chistes en el viaje de ida, se retan cuando hablan de política con el peto de la organización puesto. Veinte minutos después bajan en un lugar donde el barro los obliga a caminar de la mano para no patinar. El centro de evacuados es una casilla precaria en el barrio Los Troncos, que los recibe como a enviados del cielo. “Acá nos arreglamos entre los vecinos, todos ponemos un poco y cocinamos y hacemos la leche. ¿Ve esta ropa?, la recibimos hoy de una vecinal, pero falta para los chicos”, dice Ana Solís, la encargada. En ese barrio la gente volvió a sus casas, con los pozos negros llenos, sin agua potable, sin nada. “¿Escucharon lo que dijo la mujer? –pregunta Jorge, un hombre maduro entre los voluntarios jóvenes–. Somos los primeros que llegamos hasta acá.” Después, todo fue silencio.