EL PAíS › LA FUGA DE MENEM APRESURO LOS TIEMPOS Y ADELANTO LAS PRESIONES
Uno que huyó en las vísperas
La jugarreta del perdedor. La, indeterminada, magnitud del daño causado. El discurso de fin de campaña de Kirchner, pretexto para presiones de la derecha. Los últimos días de Duhalde y un eufórico telefonazo de Lula. Disquisiciones sobre gobernabilidad y legitimidad. Las próximas tareas del presidente electo y los desafíos para su gestión. Un poquito de optimismo. Y un sueco con plata.
Por Mario Wainfeld
Iba a ser una semana de vísperas y lo fue de definiciones. Carlos Menem se encargó, como lo hizo siempre, de alterar las reglas y violar los códigos éticos y democráticos. Quiso hacer daño, debilitar no sólo a su contingente rival electoral sino al sistema democrático. Algún daño causó, cuya magnitud real se medirá andando el tiempo. Eso es una buena noticia pues significa que el tamaño del estrago no dependerá ya de él, desde el miércoles un jubilado de privilegio desahuciado de la política democrática. Lo determinarán los demás protagonistas, la sociedad toda, muy especialmente su naciente gobierno. Los “hombres del destino” incitan a una tentación a las gentes comunes: la de atribuirles capacidades superiores a sus fuerzas. Un simplismo que protagonistas calificados deberían gambetear, reconociendo la compleja integración de la realidad. Si Menem pudo hundir al país en la década del 90 no fue apenas porque es un irresponsable cortoplacista, un entreguista y un frívolo, dispuesto a defender intereses concentrados sino (habría que decir sólo) porque una porción importante de la sociedad, incluyendo a su propio partido, lo acompañó extasiada mientras hundía a la Argentina. Cipayos al servicio de las grandes empresas sobran, Menem hubo uno solo porque a eso adunó el voto de los peronistas, el control del PJ, la estabilidad política por diez años. Jamás podrá garantizar eso y por ende sus ex aliados no lo tomarán más en cuenta.
Su fuga cambió el escenario y aceleró los tiempos. El flamante presidente electo recibió un par de advertencias antes de asumir, de nombrar su gabinete, casi de hablar como tal. Su discurso de final de campaña, el mismo día en que Menem se bajó, detonó o más bien sirvió de pretexto para una (previsible) andanada de reacciones de la derecha vernácula. La más conspicua fue una columna de Claudio Escribano con un tono golpista coherente con la tradición de su diario, La Nación, que se había disimulado con alguna delicadeza en los últimos años. La fenomenal agresión fue leída en el entorno de Néstor Kirchner como una corroboración: Menem había dado el primer paso de un golpe institucional, ligado a sectores corporativos empresarios y a la derecha más rancia. Fue a su servicio –explicó antes que nadie el diputado Sergio Acevedo en el bunker de Kirchner, razonamiento que éste volcó en su discurso del miércoles– que Menem desistió su candidatura. “No es un viejito furioso que perdió el control, es una jugada del establishment con claro sentido ideológico”, dice uno de los hombres del patagónico. Quizá se equivoque un poco, a fuerza de simplificar. Es claro que Menem quiso lijar al nuevo gobierno y hacerlo más débil ante los poderes fácticos. Es claro que eligió huir lastimando. Y es claro que en la Argentina, la derecha real es muy poco democrática y muy dada a apretar a los gobiernos. Pero esa confluencia de intereses no prueba una conspiración. Es más, una sociedad compleja pare todos los días extrañas confluencias objetivas que no siempre revelan tramas de consensos previos o perdurables.
El establishment presionará al actual gobierno como ha hecho con los anteriores y se valdrá de todas sus debilidades reales o presuntas. El gobierno, desde ahora, deberá defenderse con las herramientas políticas que el pueblo le dio. Esa será su cabal pelea de acá en más, para lo cual deberá definir con mayor precisión cómo hace para ser distinto a sus precursores, para impulsar un nuevo modelo, para cambiar en algo la historia.
Un container de euros
El politólogo sueco que hace su tesis de posgrado sobre la Argentina baila en una pata. “Usted tenía razón profesor –le escribe su padrino de tesis, el decano de la facultad de Estocolmo–, ese país es el más formidable taller de política del mundo. ¡Un candidato que renuncia a la segundavuelta! Quédese ahí seis meses más.” Un giro de cinco cifras en euros corrobora la euforia del padrino.
Claro, se dice el politólogo mientras prepara su maleta para viajar a Chile a ver Cobreloa-Boca, que esos escandinavos nunca entenderán del todo la realidad criolla. Al final de su misiva el decano le propone: “Sólo me permito sugerirle que la próxima vez, por ejemplo cuando haya otra renuncia de primer nivel, me avise con un mes de antelación así le mando un pasante más para que lo ayude”. Su superior, hombre privado de la claridad latina, no termina de comprender que acá casi nada es previsible.
Legitimidad y gobernabilidad
No todo lo que se discute o piensa en estas horas tributa a la zancadilla de Menem, aunque podría admitirse que los editoriales amenazantes se adelantaron un poco en el tiempo. O quizá ni siquiera: ya el domingo pasado, cuando Menem todavía no se había bajado, Mariano Grondona montó una brutal operación contra el hoy presidente electo.
Igualmente, los debates acerca de la eventual legitimidad futura de Kirchner y la viabilidad de su gestión vienen de más atrás. Si bien se mira, Menem fue el único presidente que llegó cabalmente al término de sus mandatos. Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde acortaron los suyos aunque garantizaron una transición más o menos prolija. Adolfo Rodríguez Saá y Fernando de la Rúa ni eso. El sistema político realmente existente en la Argentina es desgastante, la legitimidad de los mandatarios se erosiona a ritmo cada vez más veloz. Las lecturas dominantes sobre las causas de ese fenómeno suelen ser apresuradas o capciosas. Desde la derecha sistémica suele decirse que “la política mete ruido a la economía” siendo que lo ocurrido ha sido pulcramente al revés. Sucesivas gestiones han practicado políticas económicas impopulares e inviables, traicionando el mandato de las urnas. Y pudieron hacerlo porque el sistema político, suicida, fue genuflexo y funcional a esos programas y medidas. Fue la economía –o mejor dicho, cierta política económica– la que metió ruido a la representación democrática imponiendo medidas delirantes que pusieron en riesgo máximo la paz social y la integridad nacional.
El ejemplo extremo es el de Fernando de la Rúa. Suele explicarse el acelerado desgaste de su legitimidad como consecuencia de la falta de apoyo político de su partido y de continuas jugadas de Raúl Alfonsín, cuando no de la cerril oposición del peronismo. Esa versión escolar, que suscriben algunos comunicadores mal informados o mal intencionados (de ordinario, las dos cosas) es sencillamente falsa. De la Rúa pudo aplicar un programa nefasto y brutal. Decretó medidas de enorme importancia e impacto que pocos gobiernos democráticos en el mundo lograrían implementar, todas con acuerdo parlamentario, esto es, del congreso inficionado de peronistas y alfonsinistas. El impuestazo, el blindaje 2001, el recorte de sueldos de estatales y jubilaciones, el megacanje, el déficit cero, el corralito –medidas unánimemente tremendas, muchas inconstitucionales– fueron leyes sancionadas por ese gobierno “débil”. Lo que redujo su legitimidad a cenizas no fue el bloqueo parlamentario a sus decisiones económicas (su producción en ese aspecto superó al de varias dictaduras, sí que para el mismo lado) sino la consunción de su contrato con el electorado.
De la Rúa respondió a cada signo de debilidad de su gobierno achicando su base de sustentación, un manual de lo que no debe hacer un mandatario democrático. Su criterio, digno de un cerebro de pavo real, era que si no reconocía una debilidad ésta dejaba de existir. En aras de esa doctrina, “delarruizó” su gabinete tras la salida de Chacho Alvarez, nombró a Ricardo López Murphy cuando ya José Luis Machinea era demasiado ajustador y no dialogó con los peronistas después de haber sufrido una debacle electoral en octubre de 2001. Cuando no le quedaban ni jirones de poder,ordenó el estado de sitio. Y cuando nadie le hizo caso, mandó tirar contra la gente.
A Eduardo Duhalde, describió con propiedad el sociólogo Carlos Altamirano, “nada parece haberlo obsesionado tanto como el final del gobierno de Fernando de la Rúa con la imagen última de la represión y su secuela de muertos (...)” (Punto de Vista, Nº 75, abril de 2003). Tras entender que no debía terminar como su antecesor, concluyó que no debía obrar como él. Lo suyo fue ceder ante las presiones, no tirar en exceso de la soga, jugar con ensayo y error. Relatan sus amigos que es un ajedrecista de decoroso nivel. No lo cuentan tanto pero también es un conspicuo jugador de poker. Algunas estrategias de medio plazo, propias de un movedor de trebejos, buriló con suerte variada. Pero también demostró haber aprendido en el tapete verde que no se puede hacer bluff todo el tiempo y que, cuando no hay liga ni resto, es sensato irse al mazo. Dos destrezas que le faltaron a De la Rúa, cuyo final superó largamente. Tanto que el otro se fue huyendo en helicóptero y él se irá a pasear en un avión fastuoso.
A buscar el calor
“Después de que jure Néstor me subo al avión de algún presidente invitado y me voy a buscar un lugar donde haga calorcito. Puede ser con Lula, puede ser con Fox. Lo que decida Chiche.” Motivos no le faltan. En junio del año pasado tras los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán decidió acortar su mandato y declinar su eventual candidatura presidencial. Pocos le creyeron y entre los incrédulos militaban varios de su propia tropa. “Es así –les repitió entonces– quiero entregar el mando en calma. Ojalá que sea a un peronista y que no sea a Menem.” Se le dieron todas, tras una sucesión de zigzags memorables que incluyeron las fallidas candidaturas de Carlos Reutemann y José Manuel de la Sota. Dos movidas que prueban que, en la escala de valores del presidente saliente, la conservación del poder está primero y la batalla por el “modelo” después: Lole es un conservador y el Gallego un reaganista tan rudimentario como tardío. Pero ambos capotaron, entonces surgió la candidatura de Kirchner. Y jugó por ella a fondo, aunque muchos cerca del santacruceño no lo creyeran. Algo parecido a lo que pasó con Felipe Solá en la provincia de Buenos Aires. No son de su riñón... pero los de su riñón no dan la talla, y Duhalde, que algo tendrá que ver con la chatura de sus huestes, sabe esquivar sus límites cuando de ofertas electorales se trata.
Ahora tiene tiempo. Se va por un mes o más, un modo de dejar la cancha libre a Kirchner aunque también de dejar constancia de que su presencia tiene un peso. Su futuro, asegura a propios y ajenos, no incluye ningún cargo ejecutivo. El manejo del PJ sí que le interesa aunque tiene decidido no habilitar ninguna interna en este año. “Menem y Adolfo podrán quererla pero es una locura. Miren si vamos a generar inquietud a un gobierno nuevo con una interna”, explica a su gente mientras goza a sus rivales. ¿Senador en 2005? No es imposible, piensa el Presidente pero tampoco se tienta mucho. “Habrá que ver si le sirvo a Felipe en esas elecciones. Las de septiembre ya las tiene seguras”, se place de su manejo.
“King’s maker”, el que designa a los reyes, el gran elector. Eso debía ser Menem, postulaba Carlos Corach hace un año o seis meses. No un candidato enojoso, derrotable, divisivo, sino el hombre imprescindible para todos los armados. El que, por caso, le levantara la mano a la fórmula Reutemann-Marín, propuso su ex ministro al riojano. Menem lo desoyó entusiastamente, eligió despeñarse en una jugada imposible. Su archirrival busca en el peronismo ese lugar que Corach le propuso al riojano.
En el ínterin, dicen en su derredor, Duhalde no mezquinó movidas contra su enemigo favorito. “En medio del vendaval comidió a Eduardo Camaño para que llamara a Juan Carlos Romero proponiéndole que no renunciara y sepresentara él. Camaño transmitió la propuesta a los senadores salteños”, se solaza alguien muy cercano a Duhalde. “Era una jugada casi imposible -asume y cierra con regodeo– pero mire si salía.” Y ríe. No tanto como el presidente saliente que parece no tener ninguna morriña por dejar Olivos.
Puntas para el optimismo de la voluntad
“Lula lo llamó por teléfono a Duhalde y le dijo ‘ganamos, esta victoria también es mía’”, cuenta un confidente del hombre de Lomas de Zamora y no hay motivos para desconfiar. El presidente de Brasil exteriorizó en público su interés en que Kirchner presidiera la Argentina. La anécdota abre una ventanita al optimismo. El gobierno que entrará en funciones el domingo que viene tiene tareas claras por cumplir y aliados de fuste para realizarla.
Es ocioso discutir cuántos votos bancan a Kirchner. No son los que se computaron en primera vuelta ni serían los que lo hubieran hecho arrasar a Menem en la segunda. Su gestión, condena que acompañará a cualquier otro presidente argentino, estará sujeta a un plebiscito cotidiano, quizá demasiado apremiante pero inevitable. Una ventaja tiene Kirchner respecto de Fernando de la Rúa, anterior presidente electo: parece entender para dónde debe rumbear. El gobierno aliancista se obstinó en negar que en su mandato debía salirse de la convertibilidad. Y a fuerza de negarlo, salió del peor modo.
Las políticas de tipo de cambio estático arrancan de mil amores, todo cierra y todos los indicadores van para arriba. Andando el tiempo
se tornan una pesadilla de la que, para colmo, hasta es difícil salirse. Con las devaluaciones acompañadas de tipo de cambio flotante ocurre al revés. Los primeros tiempos son de zozobra y caos y luego las cargas pueden acomodarse. A De la Rúa le tocó el fin de una etapa y ni siquiera se dio cuenta. Kirchner puede inaugurar una de relativa mejora.
Claro que arranca de muy abajo, con los peores indicadores socio económicos de la historia. Un gobierno de origen popular debería, como mínimo, acelerar la integración en el Mercosur, hacer crecer el PBI, mejorar la perversa distribución del ingreso, bajar el desempleo. También restaurar las instituciones y cumplir con el imperativo ético de garantizar salud, vivienda, educación y una subsistencia digna a todos los pobladores de este suelo. Son standards mínimos de ciudadanía pero son, hoy por hoy, remotos para alcanzar.
Los primeros gestos y palabras del presidente electo buscaron reforzar su autoridad, ratificar su identidad y probar que no acepta que le marquen los tiempos. Su retórica recuperó tópicos setentistas y críticas a los políticos cooptados por los poderes fácticos. Y la ratificación de su convicción de que la Argentina debe encarar un cambio de “modelo”. La credibilidad que obran esas enunciaciones variará sideralmente según quien sea el receptor. El puñado de personas cercanas que escucharon a Kirchner en un hotel porteño se conmovieron con sus dichos. Es fácil imaginar más prevenciones en otros auditorios menos propios, lastimados por tanta palabra violada, en especial por representantes de partidos populares. Los peronistas se llevan las palmas en esto de invocar tradiciones nobles y cometer felonías. La privatización de YPF se celebró entonando la marchita, tanto como la reelección de Menem. Nada de esto invalida la buena fe del flamante presidente pero sí pone paños fríos en quienes quisieran creerle.
La política incluye palabras y definiciones pero los gobernantes crecen o se diluyen con sus hechos. En los próximos siete días Kirchner deberá anunciar su Gabinete y su plan de gobierno. En esos nombramientos, en el modo en que distribuya el poder, en los primeros gestos cabales que haga de la Casa Rosada empezará a medirse la distancia o proximidad entre sus discursos y sus acciones. En su provincia natal, rodeado sólo por sus íntimos, Kirchner maquina sus primeras decisiones. Son enormemente arduas y difíciles y nada de malo tiene que las rumie en terreno propio, lejos del mundanal ruido. Tampoco afrentará a nadie si su equipo de gobierno incorpora a personas de su plena confianza. Pero lo cierto es que, a la hora de la hora, lo que sellará su suerte como gobernante será su capacidad de trascender a su grupo de pertenencia, a sus aliados de siempre, a su partido. De abrirse y no de cerrarse, de sumar y no de ser sectario.
Su legitimidad no pende de un hilo merced a la taimada defección del riojano. Su legitimidad, la experiencia lo prueba, dependerá de si es capaz de la esquiva hazaña de gobernar para la mayoría de los argentinos, honrando el mandato que le hubiera dado más del 70 por ciento del padrón nacional. Esos que lo hubieran votado hoy si la cobardía moral y política de una sombra del pasado no lo hubiera impedido.