SOCIEDAD › LA PARALISIS ECONOMICA CONGELA TODA ACTIVIDAD
Postales de una ciudad inmóvil
Negocios vacíos, cines sin público, bares que esperan comensales en vano. En lo peor de la crisis, sin posibilidades de obtener efectivo, los porteños no se mueven. Una editorial prefirió no sacar por esta semana tres revistas. Bajó la venta de combustible, los taxis sufren la falta de pasajeros y el centro de Buenos Aires se recorre tan rápido como en verano. El único freno para el tránsito son las movilizaciones, para protestar por la crisis.
Raleada, desértica, paulatinamente vacía va quedando la calle a medida que la escasez de dinero crece junto con la incertidumbre y la pobreza, claro. En la calle, ese territorio del deseo porteño, la sombra de lo que hubo se extiende a los locales comerciales, el bingo, los cines, las galerías, los paseos, las librerías, y sobre todo a las casas de fotografía, donde ya nadie revela imágenes de familia tipo, cumpleaños y viajes. Y es probable que nadie quiera perpetuar las fotos de este descenso en la calidad de vida y en el consumo: casas de electrodomésticos cuyos vendedores agotan los temas de conversación esperando un cliente, bares donde el mozo mira la tele acodado en el mostrador aguardando por alguien, aunque sea un proveedor que dé malas nuevas, y ese único placer que entrega la ciudad arrasada por la falta de dinero, la de las calles dispuestas a los pocos autos que quedan en funcionamiento. Con ventas que descendieron hasta un 50 por ciento de una semana a otra, y unas calles porteñas libres de todo congestionamiento gracias a la desgracia de los que ya no pueden pagar combustible ni taxi, el puño cerrado de la crisis presiona los pulmones argentinos.
Atlántida decidió no sacar Para Ti, Paparazzi y Billiken, en lo que parece un síntoma de la escasez de efectivo en los bolsillos. La librería que fue Gandhi, centro de reuniones de tanto intelectual vernáculo, ayer se veía como cualquiera de su ramo en estos días, una biblioteca de convento. Silencio hasta en las mesas donde algunos siguen estirando un café mientras subrayan fotocopias de libros. Dos conocidos que se cruzan, actualizan su situación marital y se desean más suerte que nunca después de tres lamentos sobre la época. Afuera Corrientes pide perdón por haber sido espléndida. “Si pudiera esconderse como las divas de antes que decaían en privado”, piensa Marcos, dueño de un puesto de diarios. Pero allí están los carteles de la revista y el propio Obelisco, sobre el que ayer, como un conjuro brillaba una luna llena largamente merecida.
¿Números? Los que no le cierran a los que venden electrodomésticos. Jorge Ruiz es un fiel vendedor de los tres que hacen guardia atrás de sus respectivos lavarropas. “Acá hoy entraron 20 personas, con mucha garra. De ésas, solamente el diez por ciento te compra”. Dos mujeres se llevaron una estufa, la más barata, en patacones. Rodó, el reino del producto para el hogar, es una catedral de televisores y heladeras, una obra de la Minujin sobre el standard de vida del siglo XXI. “Doscientas ventas hacíamos. La gente se cruzaba, se empujaban, hacían cola, sacaban número, se regodeaban eligiendo pulgadas... esto sí que vendió cosas, esto vendió hasta que ya no vendió más que estufas, como ahora”. El empleado quiere a su trabajo. Hace cuatro años que lo hace. Y ya no sabe de qué hablar con sus compañeros, parados en círculo, con las manos atrás, sonrientes a pesar de todo. “No han despedido a nadie, este es el local más grande del país, Rodó es el único que abrió nuevos locales, esto puede mejorar, pero que cambie el gobierno y mejora”, dice de corrido como en un rezo.
La calle Corrientes es una gloria viva al lado de la esquina de San Juan y Boedo. Unos ocho turistas chilenos y cuatro brasileros fuman profundo y hasta parecen “porteños a salvo” vistos de lejos, en las mesas del café Homero Manzi, tomando de sus pocillos, haciendo chistes, y con unas bolsas de compras en los pies, entre las botas nuevas relucientes. Las otras tres esquinas con bares menos tipicals que el reciclado Homero fueron, además, arrasadas por el menemismo estético que cundió cuando se pudo, y sobre sus mesas se sienta la nada. A la vuelta, por San Juan está la casa de cotillón para fiestas que en diciembre con el comienzo de la caída estaba casi fuera de combate. Está abierta: resiste como milagrosa, como si tanto tul, rococó, estatuilla y brillantina la protegieran. A unas diez cuadras, sobre la calle Belgrano, en la esquina de la UOM, el bar del barrio y de los metalúrgicos, languidece. Han echado a 120 empleados del sindicato, cuenta Luis, mozo de traza española, pero argentino como la fórmica. “La UOM está fundida y la gente del barrio también”, sintetiza tanta ausencia. Por Corrientes va rodando la luna, como si fuera por Callao. Y los autos, la marea caótica de siempre, parecen en un desfile de carrozas y no el famoso tránsito porteño. Ni alcanza para la descarga con el conductor vecino por esos movimientos imprudentes. Ni para el insulto machista, ni para un andá a lavar los platos. Nadie grita en la calle. La merma de tránsito y de gentío implica también un tanto menos ruido, saludable, si se quiere.
Dan envidia, en ese sentido, los metidos en los barcitos de los recodos de La Plaza, solos, con un libro en la mano, haciéndose de su café con leche y su medialuna, como en un privilegio sacerdotal; sintiéndose “premiado con la exclusividad que da lo que otros ya no pueden pagarse”. Y a la vuelta, por Montevideo, cuando se ha hecho de noche, se encienden las luces de los restaurantes de la cuadra de los más clásicos del centro, donde los mozos miran la puerta para ver llegar a los primeros clientes. “Comer afuera o no comer afuera ha pasado a dividir en dos a los argentinos”, dice uno de ellos, que ya no ve a “demasiados sentarse cotidianamente como antes”, cuando “uno los tenía de propina diaria”. ¿Será lo mismo en los lugares caros de la ciudad? Sabido es que en Puerto Madero han bajado los precios para ejecutivos y empleados de medio rango jaqueados. Porque, es evidente, no iban ni los gerentes. Pero en la Biela, ¿también pegó la crisis? “Acá no la sentimos gracias que viene mucho turista”, dice Paco, el jefe de la casa desde el ’68. Pero ¿nadie ha pasado al nacional, todos siguen tomando importado?”, pregunta el cronista por el whisky. “Hasta ahora los perdonamos y tenemos precios viejos, nos da un poco de impresión aumentarlo”.