SOCIEDAD › ANTICIPO DE UN LIBRO DE LAURA KLEIN
Fornicar y matar
Un ensayo sin preconceptos sobre la cuestión del aborto. Aquí, parte del capítulo “El aborto y la Iglesia Católica”.
Por Laura Klein
Nadie sospecharía, tras el bloque católico, apostólico y romano, el ácido drama religioso que corroe la unidad espiritual del mundo cristiano. Porque en la condena católica actual del aborto confluyen dos tradiciones enemigas. Sacrilegio y crimen se han sintetizado en el slogan por la vida, de su primacía o su sacralidad. Esto significa, en la democracia moderna, la defensa del derecho a la vida del individuo, su sobrevivencia biológica. En la tradición cristiana, por el contrario, significaba la vida eterna, salir de este valle de lágrimas, la muerte. Vida verdadera y derecho a la vida se han mezclado en una misma fuente. Verdad y derecho. Religión y política. No casualmente el conflicto del aborto cobró en los Estados Unidos las dimensiones de una “guerra de religión”.
Fornicar y matar: dos verbos que acompañan toda la historia del aborto. La Iglesia dice que siempre prohibió el aborto. Tiene razón. Pero no lo prohibió en consideración a la vida embrionaria sino como pecado sexual. Porque si, como sostuvo la Iglesia hasta 1869, no se considera el embrión precoz un ser humano, la mujer que aborta no atenta contra la vida de nadie.
“Fornicar” no significa, como se considera vulgarmente, tener relaciones sexuales. Esta equivalencia de uso es hija de una larga historia, que comienza con el intercambio de sexo por dinero, sigue con el adulterio, se continúa con los que copulan evitando la concepción y avanza, finalmente, sobre todo acto sexual. Su significación etimológica es “tener comercio carnal con prostituta” (Corominas). Su acepción académica, “tener alguien trato sexual con persona con la que no está casado” (María Moliner). Su interpretación más lasciva, los esposos adúlteros.
A partir de esta vieja prohibición cristiana pueden rastrearse las pistas de la aparente contradicción de la Iglesia actual entre la defensa de la vida embrionaria y la condena del sexo. Es obvio que una vía para no abortar es evitar concepciones no deseadas. Pero la Iglesia prohíbe tanto el aborto como los métodos (“artificiales”) de anticoncepción, y ni siquiera autoriza el uso de preservativos en aquellos trágicos casos en que uno de los cónyuges está afectado de sida. Resulta estremecedor ver que los anticonceptivos llegan a ser un tabú más fuerte que la muerte.
¿Cómo interpretar que la defensa de la vida sea menos importante que la condena del sexo? ¿Cómo seguir sosteniendo que Zigoto es el protagonista del aborto cuando no se busca evitar su muerte evitando su formación?
Antes de que el embrión subiera al escenario de la mano de la ciencia y del individualismo modernos, evitar su concepción era peor que aniquilarlo. La anticoncepción ocultaba el rastro de la fornicación que el aborto obligaba a enfrentar. Por eso, antes de los principios democráticos, la Iglesia había denominado al uso de anticonceptivos con el mismo nombre con el que hoy acusa los abortos: un “homicidio anticipado”.
Una de las más frecuentes críticas al Vaticano dice que la condena del aborto no se debe sólo a la defensa de la vida sino a la condena del sexo, es decir, a la premisa de que no se pueden separar sexo y reproducción. De aquí se saca una conclusión apresurada, si el sexo se justifica sólo por la reproducción, ésta debe ser valiosa y también lo será la familia. Sin embargo, en contra de las creencias habituales, los textos y las enseñanzas tradicionales de la Iglesia no muestran precisamente una posición a favor ni de la procreación ni del matrimonio ni de la familia. Por el contrario, la condena del sexo nace de la mano de una actitud que hoy resulta sorprendente: la aversión del cristianismo primitivo por la familia y por la procreación. Así se arma la otra mitad del mapa cuando se habla de Iglesia y aborto, Iglesia y sexo, Iglesia y anticoncepción. El recorrido que haremos por la prehistoria cristiana desarticula la ecuación por la cual prohibir el aborto se deduce de la defensa del valor intrínseco de la vida humana, así como tampoco de la defensa de la familia.
Imposible hallar en las Sagradas Escrituras una frase que condene el aborto. Aunque en los Diez Mandamientos el “No matarás” ocupa un lugar fundamental, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento se habla del aborto como matar. La posición actual de la Iglesia, que identifica la muerte del embrión con la muerte de una persona, es la que hace creer al lector desprevenido que, cuando la Biblia dice “no matar”, incluye “no abortar”.
Mientras la Biblia hebrea no hace del aborto un problema moral y lo pone como preferible a vivir mal, la Biblia cristiana no lo menciona, no corrige el Viejo Testamento, no agrega comentarios. Si la ausencia de la condena del aborto en el Antiguo Testamento ponía a la Iglesia en una posición incómoda, que ello ocurra también en el Nuevo Testamento se vuelve francamente inquietante.
Los más serios estudiosos católicos contemporáneos reconocen, con cierta perplejidad, esta ausencia. Javier Gafo, cuya obra El aborto y el comienzo de la vida humana no puede ser sospechada de una posición anticlerical ni proabortista, dice: “No existe en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, una condena clara del aborto. La condena de los pharmakeia, contenida en el Nuevo Testamento, podría referirse al aborto, aunque no es claro que tenga tal significado. No deja de llamar la atención el hecho de que no exista una clara condena del aborto, a pesar de que era practicado abiertamente”. *
El asombro de Gafo responde al desencuentro entre una lectura del fenómeno del aborto realizada con ojos actuales y un conjunto de textos canónicos que no la confirma. El ve una incoherencia lógica donde hay un abismo ético. ¿Por qué no pensar, más bien, que el aborto no representaba ni crimen ni pecado porque la moral bíblica no era la actual, como tampoco lo era la visión del feto como un ser humano?
Aquí la cuestión del alma es usualmente planteada como problema: lo que no está formado, se puede interpretar que no tiene alma y por esta razón no es homicidio, porque alguien no puede ser privado del alma si aún no la ha recibido... Si el embrión no está aún formado, aunque de algún modo esté animado..., la ley no establece que el acto sea homicidio, porque no se puede hablar de alma viva en un cuerpo que carece de sensación, si su carne no está desarrollada y no está dotada aún de sentidos.
San Agustín, Quaestiones in Heptateucum, 80
El alma vegetativa, que viene primero, cuando el embrión vive la vida de una planta, decae y le sigue un alma más perfecta, la cual es a la vez nutrimental y sensible, y entonces el embrión vive una vida animal, y cuando ésta decae le sigue un alma racional inducida del exterior... Ya que el alma se une al cuerpo como su forma, no se une a un cuerpo del que no es propiamente el acto. Y el alma es el acto [la realización] de un cuerpo orgánico.
Santo Tomás, Summa Contra Gentiles, 2.89
Sólo con los descubrimientos embriológicos del siglo XVII entra en crisis la teoría griega de la infusión tardía del alma y se reemplaza por la tesis de la animación inmediata. Paradójicamente, no fue sino hasta dos siglos más tarde que la Iglesia aceptó las verdades de la ciencia, reconociéndole alma al embrión en su propio germen. Esto sucedió en 1869, con Pío XI. Hasta esa fecha, el aborto temprano no estuvo en el banquillo de los acusados... a menos que se lo acusara de otro pecado (peor que el homicidio): la fornicación.
Cuando los eruditos católicos rastrean las Sagradas Escrituras para encontrar alguna frase que legitime su actual cruzada contra el aborto y no la encuentran, ni siquiera en el Nuevo Testamento, detienen sus ojos en la palabra pharmakon (de donde proviene el nombre “fármacos”). Y tienen motivos. La condena a quienes usan o administran brebajes constituye la única referencia en toda la Biblia que es posible adecuar contra el aborto. Ningún otro pecado bíblico puede asociarse a la posición sobre el aborto de la Iglesia moderna. Entonces, lo que la sentencia “No matarás” no prohíbe, lo prohibirá la condena de los pharmakeia.
Si cualquiera, para satisfacer su lujuria o por odio deliberado, hace a una mujer u hombre algo que les impida tener hijos o les da de beber de modo que no pueda él generar o ella concebir, considérese ello como homicidio.
San Agustín, Matrimonio y concupiscencia 1k, 15, 17
Con su énfasis sobre las pociones, su vaga referencia a la magia, su condena del pecado sexual y su calificación de la anticoncepción como homicidio, el Si aliquis, recogido por el Penitencial de Regino de Prüm en el siglo X, formó parte del derecho canónico de la Iglesia Católica ¡hasta 1917!
* Javier Gafo, op. cit.