SOCIEDAD › DOS EXPERIENCIAS DE JOVENES QUE ESTUVIERON EN CROMAÑON Y BUSCAN SUPERAR LA TRAGEDIA VIVIDA
Sobreviviendo
Unos se reúnen todos los martes junto con un abogado, sobreviviente también de aquella noche. Discuten, proponen, hacen catarsis y hasta invitan a funcionarios o al propio Pato Fontanet para debatir mano a mano sus inquietudes. Otros asisten al servicio de estrés postraumático del Alvarez: en la musicoterapia, los damnificados eligen escuchar a Callejeros para elaborar el momento de la catástrofe y sus consecuencias.
Por Adriana Meyer
REUNION SEMANAL CON JAVIER MIGLINO
El estudio de un abogado abierto para la catarsis
“Es la mejor terapia de grupo que he visto”, dijo Alfredo Stern, secretario de Salud de la ciudad. Se refería a las reuniones que viene realizando el abogado Javier Miglino, a la sazón sobreviviente de la masacre de Cromañón, con 28 jóvenes que salvaron su vida tras el incendio. “Nació como una forma de darles a los chicos otra razón para vivir, que esperan los encuentros con ansiedad, y a distintas personalidades de la sociedad otra mirada sobre la tragedia de Cromañón.” Además de Stern, ya participaron la secretaria de Educación, Roxana Perazza, y las legisladoras Sandra Bergenfeld y Gabriela Michetti. Página/12 acudió a la primera reunión posterior a la excarcelación de Omar Chabán, recogió las sensaciones de los jóvenes y de sus padres, y escuchó cómo canalizaron su bronca: desde rezos hasta escraches imaginarios, pasando por un accidentado partido de fútbol.
La cita es cada martes, alrededor de las 18. Algunos vienen de lejos y se van acomodando en el living del estudio de Miglino, donde predominan los sillones de cuero rojo y la madera. El abogado cuenta las últimas novedades de las distintas causas en trámite, los proyectos en marcha, como el de establecer una materia denominada “derecho a la vida” en los colegios, o como el de expropiar el predio donde funcionaba el boliche República Cromañón. Además, pasa revista por las necesidades de los presentes, que son sus representados ante la Justicia. Un muchacho muy flaco dice que le demoran su turno de kinesiología. Otro cuenta que tuvo problemas en el Hospital Argerich. “Digan todo ahora, así, si hace falta, le tiramos de las orejas a Stern”, anticipa Miglino. “A mí no me quieren pagar el subsidio”, se queja otro varón. El abogado-anfitrión le pregunta si está haciendo el tratamiento. “No pude ir estos días, por el trabajo”, responde el joven. “Chicos, tienen que hacer el tratamiento porque ustedes saben bien que ésa es la condición que les pone el Gobierno de la ciudad”, indica Miglino, entre afectivo y paternalista.
Mientras van llegando más miembros de “el grupo de los 28”, se escucha una formación del ferrocarril Mitre que pasa frente al estudio, ubicado en Belgrano. Varios testimonios reflejan una misma idea. Uno de los padres opina que existe el “síndrome de odio al sobreviviente”, y varios más coinciden en que son considerados “de segunda” respecto de los familiares de los fallecidos. Y lo ejemplifican con la incertidumbre respecto de la continuidad del cobro del subsidio oficial. “Es cierto que están todos vivos, algunos tuvieron quemaduras, pero hay que recordar que todos están bajo tratamiento psiquiátrico”, le recuerda Miglino a Página/12.
Juntos repasan la agenda para la semana: reunión el lunes en la Legislatura, entre otras actividades. “Así como los jueces (María) Garrigós de Rébori y (Gustavo) Bruzzone nos invitaron para darnos explicaciones, nosotros vamos a pedir que vayan ellos a la comisión investigadora de la Legislatura, para que la explicación sea más amplia”, anuncia el abogado. Y recuerda que, de todos modos, ya los denunció en el Consejo de la Magistratura. “O son corruptos o no tienen criterio de la realidad”, opinó un padre de barba candado sobre los magistrados que votaron a favor de la excarcelación de Chabán. El anfitrión abre el juego para que opinen los “chicos”. “Y... medio desubicado (el fallo), no entiendo si es un derecho de Chabán pero nosotros todavía estamos dolidos”, dice una pelirroja. “No puede estar en la calle”, sentencia Leo. “Una cagada”, agrega su compañero. “Una mierda”, completa Félix, estudiante de Derecho. En ese momento, Miglino recuerda que la primera jueza del caso, Angélica Crotto, le había impuesto un embargo de 57 millones, mientras que los camaristas que lo liberaron le establecieron una fianza de 500 mil pesos. “Hace negocio si se escapa”, razonó. En los espejos del living hay una cronología de los hechos de la causa y las fotos con los invitados que fueron pasando por allí. Todos los presentes están de acuerdo en no responsabilizar a la banda Callejeros, y así se lo indicaron a su abogado. La foto del grupo rodeando al líder, Patricio “Pato” Fontanet, es la prueba. “Estar aquí con Callejeros fue mejor que 20 sesiones de terapia”, confiesan varios.
El repudiado fallo que liberó a Chabán vuelve a la charla. Uno de los muchachos del fondo propone “instalarse frente a la casa de los camaristas, como hacía Norma Pla con (Domingo) Cavallo, y poner altoparlantes para no dejarlos dormir”. La pregunta que flota en el aire es ¿por qué? “Creo que pensaron: firmamos esto y pasamos a la posteridad”, opina el papá de barba. Pero lo interrumpe otro familiar. “Acá hubo corrupción... no es casual, salen todos, María Julia, Beraja.” Beraja, finalmente, no salió. Miglino interroga a los más tímidos. “No me asombró, vivimos en este país. Lo que me desplomó fue ver de nuevo las imágenes en la tele”, cuenta Rosa.
Los que estuvieron en Tribunales el día que se conoció la decisión de la Cámara coinciden en que fue difícil contenerse. El sentimiento general es: “Tuvimos ganas de lincharlos”. Página/12 les pregunta cómo canalizó cada uno la bronca por la decisión judicial. “Fui a jugar a la pelota y casi le rompo la cabeza a uno”, recuerda uno de los pibes. “Nos abrazamos llorando con mi hija, pensamos que estamos vivas y que al menos nos queda la justicia divina”, relató una mamá. Casi todos admiten que tomaron más calmantes que los de costumbre. “Le pedí a Dios que me sacara la bronca porque si no hacía cualquier cosa”, dice Chantal. Algunos se ríen al recordar que su abogado (Miglino) les pedía compostura, pero terminó dando patadas al carro de asalto que llevaba a Chabán.
Cuando termina la reunión empieza el festejo del cumpleaños número 20 de Sergio. Están alegres, se sacan fotos, buscan un sentido diferente tras la tragedia. Están unidos. Miglino medita sobre el origen de los encuentros. “El día que se cayó uno de los pibes de un edificio dijeron que se quiso suicidar. Ahí pensé ¿qué estoy esperando para hacer algo más?”
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EL SERVICIO DE ESTRES DEL ALVAREZ
Música de Callejeros en la terapia del hospital
“Un final. Llano y liso final. Las noches de falsas victorias terminarán... Todos los sueños se escapan en un grito”: la música de Callejeros, la misma que había cesado bruscamente para ellos en Cromañón, volvía para esos ocho sobrevivientes. No como un retorno siniestro sino a partir de la decisión que ellos mismos habían tomado, en diálogo con los terapeutas del Hospital Alvarez: volver a vivir de otro modo, a partir de esa misma música, la situación que los había dejado insomnes, enmudecidos y desorientados. La aplicación de la musicoterapia a la elaboración de situaciones traumáticas se sistematizó en Estados Unidos con víctimas del atentado a las Torres Gemelas. La particularidad del trabajo en el Alvarez es que se vale de la misma música que acompañó a la catástrofe. La elección de los temas de Callejeros no sólo atiende al deseo de los jóvenes sino que toma en cuenta el hecho de que el rock en sí mismo funciona como una contraseña que crea redes sociales.
El servicio de estrés postraumático del Hospital Alvarez recibió hasta ahora 147 damnificados por el incendio del 30 de diciembre en República Cromañón. “Aproximadamente el 70 por ciento son damnificados directos: sobrevivientes; los demás son familiares o amigos de chicos que murieron”, precisó Roberto Sivak, director del servicio. Las edades de los consultantes van desde los 14 hasta los 65 años, pero la mayoría tiene entre 16 y 25.
En muchos casos venían derivados desde otros centros de atención menos especializados: “En esos otros servicios, mediante el ofrecimiento de contención terapéutica y la posibilidad de hacer catarsis, hablando y expresando sus sentimientos sobre lo sucedido, muchos de los chicos pusieron en marcha una recuperación que después pudieron continuar en sus casas y en relación con sus familiares y amigos. Pero en otros sobrevivientes esta capacidad parecía obstaculizada y los profesionales, anticipando la posibilidad de estrés postraumático agudo, nos los enviaron”, contó Sivak.
En más de la tercera parte de las consultas, los especialistas del Alvarez detectaron lo que llaman estrés postraumático agudo, con insomnio persistente, pesadillas, situaciones de sobresalto. “Muchas veces no querían estar con gente, no querían volver a la escuela, no podían tolerar la televisión y no querían ni hablar de Cromañón; algunos ya empezaban con cuadros depresivos o habían empezado a recurrir al alcohol o a la automedicación con psicofármacos”, explicó el terapeuta.
Pero no era fácil ayudarlos porque “muchos de ellos no querían hablar”, contó Sivak. Es que estas consultas son muy especiales.
Sin perjuicio de la gravedad del dolor que afecta a estas personas, los profesionales del Alvarez no las llaman “pacientes”, sino que preservan para ellas la denominación de “damnificados”, porque, explica Sivak, “se presentan en forma distinta a la gente que consulta habitualmente en servicios de salud mental”; no acuden para examinar problemas personales sino desbordados por haber vivido una catástrofe. “No estaban dispuestos a los dispositivos habituales de la psicología y la psicoterapia”, resumió Sivak.
No querían hablar pero “se reconocían en el hecho de reunirse con amigos para escuchar rock; por ejemplo, a Callejeros”. Entonces, les propusieron hacer grupos, sin obligación de hablar, pero con música. “La idea era empezar por revivir la cultura de la tribu rockera adolescente”, empezar por ahí.
La musicoterapeuta Andrea Bernardini aclaró que, en cada caso, hicieron una entrevista previa “para obtener datos acerca de la relación del joven con la música; qué de la música utiliza como ayuda para salir adelante: qué tipo de música escucha y en qué momentos: no es lo mismo el que escucha música mientras hace otra actividad, que quien está en contacto afectivo con la melodía y también con la letra”.
A partir de esas entrevistas iniciales se formaron grupos de ocho a diez damnificados, de entre 18 y 25 años. En uno de estos grupos había ingresado Javier, de 18 años. El informe de admisión señalaba: “Marcada dificultad para expresarse verbalmente y síntomas de estrés postraumático: miedo, dificultad para concentrarse y para dormir, aislamiento”. Además, “refiere no poder dejar de escuchar a Callejeros”. En una de las primeras reuniones del grupo, Javier parecía estar muy mal. “No tengo ganas de hablar, ni de que me pregunten”, dijo. La musicoterapeuta le propuso que cantara la primera canción que se le viniera a la mente. Javier se puso a tararear vagamente una melodía, sin letra. Los demás chicos del grupo reconocieron la canción, El nudo, y empezaron a cantarla entre todos; también Javier, aunque con dificultad, cantaba. Algunos tomaban tambores o bongós –a su disposición en la sala donde se reúnen– para seguir el ritmo. Se miraban entre sí. “Un final, llano y liso final/ es lo que buscás, es lo que agitás./ Las noches de falsas victorias terminarán./ Sonreír, solo y por placer./ No hay tiempo ni espacio,/ no hay mundo ni fe/ porque lo que empieza acaba al fin,/ porque si me muero es por luchar./ El nudo aprieta mal, bloqueando el ideal./ Todos los sueños se escapan en un grito.”
Una de las musicoterapeutas había acompañado al grupo con un sostén armónico en guitarra. Cantaron la canción completa y después la repitieron. “Es raro, esa letra me da fuerza”, dijo después, brevemente, Javier.
La musicoterapeuta Vanina Colombo destacó que, para armar el esquema terapéutico, “estuvimos en contacto con la Asociación de Musicoterapia de Estados Unidos, que desarrolló varios proyectos sobre estrés postraumático después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Uno de los síntomas de esta afección puede ser la ‘alexitimia’: no poder expresar los afectos, no poder hablar de lo que pasó. La música puede ser una vía indirecta de llegar a la expresión”.