Lunes, 2 de abril de 2007 | Hoy
SOCIEDAD › A UN AÑO DEL INCENDIO DE FLORES VOLVIO A BOLIVIA
Luis Rodríguez Palma trabajaba en el taller de Luis Viale. Su hijo de 3 años murió quemado. Quedó sin trabajo y tuvo que volver a su país.
“Si hubiera habido otro extinguidor, tal vez podría haber salvado a mi hijo”, repite Luis Rodríguez Palma. Un gesto de resignación, palabras bajas y entrecortadas por momentos, y tristeza en el tono de voz acompañaron a Luis durante toda la conversación. Salvo el instante en que mostró, con cuidado, la foto de su hijo Harry. Una sonrisa despejó su rostro. En el retrato tenía apenas seis meses, estaba en brazos de su mamá. “Ahorita tendría que cumplir cinco”, dice. Harry es uno de los cuatro chicos que murieron en el incendio en el taller textil del barrio de Caballito en 2006. El dolor y el abandono social obligaron a Luis y su familia a volver a Bolivia. Ayer, a un año de la tragedia, regresaron a la Argentina para reclamar justicia.
Cuando se iniciaron las llamas Luis (que hoy tiene 25 años) se encontraba en la planta baja del taller de Luis Viale 1269. El fuego se originó a las 16.30 del 30 de marzo de 2005 y se llevó las vidas de cuatro niños de 3, 4 y 15 años y de dos adultos, trabajadores textiles. A pocas horas de cumplirse un año de esa fecha dolorosa, Luis, en una entrevista con Página/12, recordó los momentos de desesperación vividos esa tarde y la angustia que siente hoy al saber que no hay responsables tras las rejas. Sólo están procesados los dos encargados del taller. En el juicio, Rodríguez Palma y su esposa, Sarah Gómez Sarmiento, se presentaron como querellantes.
Unos minutos antes de que el fuego se propagara por el edificio, Luis había subido al primer piso para ver cómo estaban sus hijos. Allí se extendían, una al lado de la otra, las habitaciones –“nos dieron maderas y telas para armas los cuartos”, contó Luis– donde dormían las más de 15 familias que trabajaban en el taller. “La mamá recién los había bañado. Harry (el más chico, de 3 años) estaba en la parte alta de la cama marinera. Se había quedado dormido mirando la tele. Estaba en un rinconcito de la cama. Kevin (el mayor, que en ese momento tenía 5 años) estaba jugando en el piso de la habitación”, recordó.
Luis estaba sentado en su máquina de coser cuando la cocinera del lugar bajó del primer piso alertando sobre el fuego. “Me desesperé. Corrí arriba. En eso, veo bajar a mi hijito mayor, descalzo. Me avisa que Harry estaba en la cama. El primer piso era todo fuego. Bajé a buscar el extinguidor. Sólo había uno en la planta baja. Saqué el precinto de seguridad, apunté hacia el fuego, y salió un líquido gris, parecido a la tierra, que me entró a los ojos y no me permitió ver.”
“La ausencia de matafuegos en el primer piso y en el altillo –donde también vivía un grupo de trabajadores–, las precarias instalaciones eléctricas, la presencia de elementos de rápida combustión, como telas, prendas confeccionadas y wata”, son las pruebas que permitieron al juez de instrucción Alberto Baños dictar, a principios de marzo, el procesamiento de Juan Correa y Luis Sillerico Condorí bajo el cargo de “incendio culposo seguido de muerte”. Esta figura contempla una pena de entre un mes y cinco años de prisión.
Luis recuerda cada detalle de ese momento.”Había todo humo. Bajé las gradas. Mi esposa Sarah y Kevin querían subir, pero los tuve que jalar hacia afuera. El techo se estaba por venir abajo”, revivió Luis. “Ese momento fue terrible. Era impotencia. No podía hacer nada ni nadie me podía ayudar a apagar el fuego. Si hubiera habido otro extinguidor, tal vez podría haber salvado a mi hijo”, pensó.
También podría haber sido otra la suerte de Wilfredo Quispe Mendoza, de 15 años, que vivía junto a sus padres y su hermana menor en el altillo del local. Chiri y Máxima podrían estar con sus hijos Rodrigo Carvajal Quispe, de 3 años, y Elías, de 20. Ninguno sobrevivió a las llamas. Luis Quispe Cornejo, de sólo 3 años, podría estar con sus papás y Juana Villa Quispe, de 25, podría ver crecer a su hija Paola, que logró escapar a las llamas.
Luis regresó hace unos días a Buenos Aires para recordar a las víctimas del incendio, pero había viajado por primera vez a la Argentina cuando tenía 15 años, motivado por una promesa de trabajo en un taller, como costurero. “Quería ayudar a mi’amá y mi’apá que no tenían recursos. Allá vas a costurar, vas a ganar bien, me decía Israel. Pero cuando llegué a Buenos Aires sólo recibí maltrato. Trabajaba hasta las 2 de la madrugada. El sueldo era 90 pesos por mes en vales. Nunca pude ayudar a mi familia”, se lamentó. Regresó casi de inmediato a Bolivia, pero una nueva posibilidad de trabajar lo llevó tres años después a volver al país. “Cuando llegamos aquí nos encontramos con que todo era una mentira”, contó.
Mala paga y horarios extensos de trabajo fueron el precio por creer en la palabra de un compatriota. El taller estaba ubicado en la localidad de San Martín. Allí estuvo casi un año. Los responsables del taller le ofrecieron trabajo y una habitación donde dormir. En ese tiempo, recordó Luis, “la policía allanó el lugar, secuestró la producción, pero no se clausuró”.
En septiembre de 1999, Luis regresó a la casa de sus padres para regresar en 2005 con su propia familia: Sarah y sus dos hijos, Kevin y Harry. Luego de un par de semanas de estar en el país, Sillerico Condorí le ofreció trabajo y vivienda a Luis y a su esposa como costureros en el taller ubicado en las calles Agustín García y Nazca. En el fallo del juez Baños, Condorí además de figurar como uno de los propietarios del taller de Caballito está identificado como el encargado de buscar y contratar a los empleados. Fue en un campeonato de fútbol para ciudadanos de nacionalidad boliviana donde lo reclutó, junto a otros recién llegados de Bolivia.
La pareja trabajó unos meses en este taller hasta que la falta de espacio obligó al traslado de las 40 familias y las 44 máquinas al local de Luis Viale, donde se produjo el incendio. Aquí, Luis padeció las mismas condiciones de trabajo: hacinamiento, jornadas de más de doce horas, sueldo precario. “(Juan) Correa venía los viernes al local y llamaba a uno por uno para pagarnos los 50 pesos.”
A las malas condiciones laborales se sumó el maltrato. “Los patrones empezaron a exigir más producción, había más gritos. Encima mi esposa sufre una parálisis facial. El médico le dijo que fue por el calor que hacía en el taller. Yo le reclamaba que cancelaran mi deuda, pero no lo hacían. No tenía dónde quejarme porque la policía venía a pedirle coimas a Correa”, aseguró.
Después de esperar dos meses que le entregaran el cuerpo de su niño, la familia volvió a La Paz, Bolivia. No tienen trabajo. Sobreviven de la ayuda de amigos y parientes. Una sola imagen revive, y a la vez añora, para expresar cómo se siente: “Me acuerdo cuando íbamos con Sarah al parque. Nos echábamos y veíamos cómo mis hijos jugaban en el resbalín y en el columpio. Me parece que estamos más solitos, no sé”.
Informe: Elisabet Contrera.
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