SOCIEDAD › TRAS EL PAGO DEL RESCATE TAMBIEN LIBERARON A JUAN PABLO
“Soy el secuestrado de Ramos Mejía”
Lo dejaron en El Jagüel. Juan Pablo Anceschi corrió una hora y llegó a una remisería donde no le abrieron. En la segunda habló a su casa. El padre pagó 18.200 dólares y 5 mil pesos.
Por Horacio Cecchi
“Si no tenés código de cliente, no te podemos llevar”, respondieron en la remisería. Y Juan Pablo no tenía código de cliente. Tampoco tenía la menor idea de dónde estaba, ni de qué hora era, ni tenía otra cosa que no fuera frío, miedo y desesperación por volver. Siguió corriendo hasta toparse con otra remisería. Era la tercera. “Soy Juan Pablo, el chico secuestrado de Ramos Mejía”, repitió. Le creyeron, le abrieron la puerta y lo dejaron pasar. Así supo que eran alrededor de las dos de la madrugada, y que lo habían cobijado en la remisería San Jorge, hasta donde había llegado después de vagar buscando ayuda durante una hora, desde que sus secuestradores lo liberaran –tras negociar con su padre, asesorado por el inefable Mario Naldi– el pago de un rescate de 18.200 dólares y 5 mil pesos. El chico llamó a sus padres, tomó un té y diez minutos después pasaba a recogerlo la policía. Pero los dueños de la remisería, por desconfianza, se negaron a entregarlo, hasta que una nueva comisión logró convencerlos y pudo retirarlo. Así supo Juan Pablo que se encontraba en El Jagüel. Ahora, ya de regreso, aseguró: “Me quiero ir del país”.
La dramática experiencia que se había iniciado el miércoles, pasadas las tres de la tarde, en el cybercafé Mac-Rock de Ramos Mejía, comenzó a desenredarse alrededor de las ocho de la noche de ayer, cuando los Anceschi recibieron el décimo llamado. Del otro lado del teléfono escucharon la voz de Juan Pablo. “Me tratan bien, hagan lo que les piden”, fue lo que dijo. En esa décima llamada, Juan Marcos, padre del chico, negoció directamente con los secuestradores, mientras el otrora poderoso comisario Mario Naldi y actual poderoso asesor dictaba a su oído la respuesta.
Allí convino la cifra, 18.200 dólares y unos 5 mil pesos. “Es lo máximo que tenía –recordó más tarde, Juan Marcos, desmantelado por los nervios-. Les dije que ni soñando me acercaba a esa cifra (pedían medio millón de dólares). Les dije que lo lamento, es mi hijo, te doy toda la plata que tengo.” Los secuestradores aceptaron. Luego, comenzaron a arreglar forma y lugar de pago.
Alrededor de las diez de la noche, una nueva llamada fijó un primer lugar. La exigencia fue que el propio Juan Marcos, que a esa altura se automedicaba por una galopante hipertensión, entregara el rescate, atado en un paquete. El y no otro, absolutamente solo. Debía llevar su celular. Durante el camino le irían indicando postas. El problema, además de los nervios, lo representaba un ejército de medios aguardando que alguien asomara de la casona de los Anceschi, en la calle Avellaneda de Ramos Mejía. Para sortearlos, trepó por una escalera, saltó paredes de los fondos y salió por la casa de su hermana, del otro lado de la manzana.
Nuevos llamados al celular fueron indicando el recorrido, diferentes postas para despistar y verificar, sin ser vistos, si Juan Marcos viajaba solo. Finalmente, tomó por el Camino de Cintura y, alrededor de la medianoche, arrojó el paquete con el dinero desde un puente ferroviario a la altura de Firestone, en Monte Grande. Diez minutos más tarde, los delincuentes avisaban a la casona de Avellaneda que Juan Pablo estaba libre.
El chico vio la luz, de noche y nada menos que en El Jagüel, en una zona de descampados y viviendas humildes. Juan Pablo corrió, no recordó cuánto, posiblemente una hora. “Tenía mucho frío, mucho miedo y no sabía dónde estaba”, dijo más tarde. Tocó el timbre de una remisería. “Soy el chico secuestrado en Ramos”, dijo. No le abrieron. A unas cuadras encontró otra. Le pidieron código de cliente. Nadie le creía. Hasta que llegó a la remisería San Jorge, en Aguado al 400. Repitió la consigna. Karina, la hija de los dueños, se asomó y avisó a sus padres. Su madre, Susana Sánchez, lo hizo pasar, le sirvió un té caliente, algo de comer, que Juan Pablo rechazó, y un teléfono al que se abalanzó sin disimulo. “Primero tuvimos miedo de que fuera un asalto, pero lo vimos con mucho frío, y laforma en que hablaba nos convenció”, dijo la mujer a Página/12. Cinco minutos después llegó una camioneta de la Departamental de San Justo. “No mostraron credenciales así que no se lo quisimos entregar. Después vinieron de la brigada de Lomas de Zamora. En el auto decía DDT o algo así, y a ellos sí se lo entregamos.”
Poco después, el asesor Naldi lanzó una punta: “Fueron los mismos que secuestraron a Cristian Da Dalt”, el 17 de julio pasado, y cuyo rescate fue pagado en El Jagüel. “La de Naldi es una operación maquiavélica –señaló un veterano investigador–. Primero pone en situación terminal al poder político, bajando la orden de poner palanca de boludo, y después se ofrece como augusto mediador y santo remedio. Un enfermo terminal toma el remedio que sea. Y con esta opereta, sacó a la Bonaerense de la zona de riesgo. Si salía mal, no había intervenido. Salió bien y tiene los laureles y la posibilidad de decirle al gobierno somos nosotros o el caos.”