Martes, 11 de mayo de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Roy Cortina *
Con la media sanción que la Cámara de Diputados ha dado a la ley que consagra el matrimonio para todos y todas, Argentina ha dado un paso trascendente en el debate de la igualdad, que apunta a ampliar las libertades y poner fin a una exclusión que la realidad ha vuelto anacrónica.
Entre los argumentos de quienes en el recinto se opusieron a esta ampliación igualitaria del derecho al matrimonio se destacaron aquellos que planteaban el establecimiento de una unión o enlace civil para estas parejas, como una figura diferenciada de la institución matrimonial a la que, por lo general, tampoco le otorgaban los mismos efectos y alcances.
Este tipo de figuras jurídicas constituyó un logro del movimiento LGBT, en esa lucha cuyo objetivo último ha sido la recepción legal, en el orden nacional, del matrimonio entre personas del mismo sexo.
El matrimonio no es una institución inocua, sino que tiene connotaciones prácticas innegables en la vida cotidiana de las parejas que asumen este compromiso, tanto en la esfera civil como en la de la seguridad social. Resultaría discriminatorio que la ley reconociera a las parejas de personas del mismo sexo los mismos derechos que tienen las heterosexuales, pero bajo un nombre diferente.
Es tiempo de avanzar. La noción de “separados pero iguales” viola lisa y llanamente el principio constitucional de la igualdad cuya reivindicación exige que sean los mismos derechos con los mismos nombres.
Lo contrario implicaría reproducir, a través de la ley, un mensaje simbólico pedagógicamente hostil, porque como señalan los principales lingüistas del siglo XX, nombrar es poder.
A nadie se le ocurriría en nuestra cultura llamar al derecho al voto conquistado por las mujeres “participación política femenina”. Tampoco que los integrantes de la comunidad judía, de la musulmana o de cualquier otra fueran inscriptos al nacer en un registro separado.
De la misma manera, las parejas del mismo sexo que desean formalizar su unión no deberían quedar sujetas a normas diferentes de aquellas que rigen el matrimonio de las heterosexuales.
No hay ninguna razón tradicional o religiosa atendible o suficiente para impedirles que se casen. Vivimos y legislamos en un Estado laico y en su ámbito –como bien lo sostiene Beatriz Gimeno– “los diccionarios tendrán que adaptarse a la realidad y no la realidad a los diccionarios”.
Las palabras tienen un valor importantísimo. Regular la unión civil para unas parejas y reservar el matrimonio para otras importaría continuar condenando a las integradas por gays y lesbianas a una ciudadanía de segunda.
El simple reemplazo en el Código Civil de las palabras “hombre” y “mujer” por la de “contrayentes” hará que numerosas familias de nuestro país comiencen a ser respetadas y protegidas por el Estado. Es nuestro anhelo que el Senado dé un pronto tratamiento y aprobación a esta ley significativa, porque seguir sosteniendo que tales o cuales personas no son “dignas” de ese respeto y esa protección es, lisa y llanamente, un acto de violencia.
Diputado nacional. Partido Socialista.
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