Sábado, 15 de enero de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Washington Uranga
La Iglesia Católica tiene sus propios procedimientos y razones canónicas (referentes a la ley eclesiástica) para proceder, tal como lo anunció el Vaticano, a la beatificación de Karol Józef Wojtyla, el sacerdote y obispo polaco que trascendió al conocimiento mundial cuando fue elegido como Juan Pablo II en octubre de 1978. Los argumentos formales hablan de la supuesta comprobación de acontecimientos milagrosos que según el juicio eclesiástico prueban que la persona es capaz de mediar ante Dios para generar hechos sobrenaturales. Pero más allá de ello existen también razones de orden político, institucional y cultural que pueden analizarse en el caso de una beatificación como la que se anuncia y que estará seguida, sin duda y en muy breve plazo, por la canonización, es decir, el reconocimiento de la santidad de papa polaco.
¿Qué es un santo para la Iglesia Católica? Es una persona a quien se le reconocen virtudes excepcionales y quien la Iglesia muestra como un ejemplo a seguir. Los procedimientos de canonización, que antes eran sumamente largos y engorrosos, ahora se han acelerado y los tiempos se acortaron. Aun así, en el caso de Juan Pablo II, su sucesor Benedicto XVI tuvo que acudir a las facultades que posee para generar excepciones y abrir la causa de canonización en abril de 2008, antes de que se cumplieran los cinco años que formalmente deben mediar entre el fallecimiento de una persona y el inicio del proceso por el que se busca reconocer su santidad. Lo mismo había ocurrido con Teresa de Calcuta. Entonces fue Juan Pablo II quien, dos meses después de su muerte, habilitó el proceso de canonización. No ha ocurrido lo mismo, por ejemplo, con la causa por la cual se busca canonizar al obispo mártir salvadoreño Oscar Romero, asesinado en El Salvador el 24 de marzo de 1980 por su lucha a favor de los derechos humanos, y cuyo camino hacia la santidad institucional resulta mucho más difícil que el reconocimiento popular de la feligresía latinoamericana, que en muchos casos lo nombra como “San Romero de América”. Distinto, en cambio, fue lo ocurrido con José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei: falleció en 1975 y en el 2002 ya era santo. Distintos criterios juegan en cada caso.
Nadie pone en duda de que la Iglesia Católica es hoy una institución golpeada por una grave crisis de credibilidad, en particular porque sus estructuras y su forma de funcionamiento entran en colisión con las certezas (o la falta de ellas) predominantes en la sociedad actual y porque la imagen de sus ministros y representantes se ha visto seriamente dañada a raíz de casos de corrupción y de conductas que se oponen a su propia moral. En su momento, Juan Pablo II y después y más asiduamente Benedicto XVI han tenido que reiterar pedidos de perdón a la humanidad por los casos de pedofilia comprobados a obispos y sacerdotes, para mencionar tan sólo un tema entre los más graves.
Como ocurrió antes con Teresa de Calcuta, con el reconocimiento a Juan Pablo II la Iglesia Católica intenta mostrar al mundo el testimonio de personalidades que además de carismáticas, son incuestionables para gran parte de la sociedad, incluso más allá de los límites de la propia feligresía. La beatificación de Juan Pablo es una estrategia de reposicionamiento institucional que busca mejorar la imagen deteriorada de la institución eclesiástica.
Pero además, reconocer a un protagonista de la historia reciente tiene otras connotaciones. Juan Pablo II es una personalidad todavía presente en el imaginario de millones de espectadores de todo el mundo que se entusiasmaron con el carisma de este Papa que salió del Vaticano para recorrer el mundo y encontrarse cara a cara con las multitudes. No sería bueno dejar que esa imagen se esfume y se desgaste por el paso del tiempo. Sin perder de vista que a Karol Wojtyla se lo reconoce como un defensor de los derechos sociales, pero desde una perspectiva conservadora y en clara oposición al comunismo en el que nació y se crió. En términos intraeclesiásticos, más que un renovador, Juan Pablo II fue un restaurador que puso límites a los cambios promovidos en la Iglesia por sus antecesores Juan XXIII y Pablo VI.
Por último –aunque éstas no sean todas las razones ni quizá las que más se tengan en cuenta– con la beatificación de Juan Pablo II, el papa Benedicto XVI se está reafirmando a sí mismo. Al fin y al cabo, Josep Ratzinger no sólo es el sucesor de Wojtyla en el tiempo, sino que fue su lugarteniente en vida y ahora profundiza el rumbo conservador que le dejó como herencia su predecesor.
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