Miércoles, 2 de marzo de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Mariana Carbajal
Fue Melina la que se contactó conmigo una semana atrás, a través de un mensaje de texto a mi celular. “Soy Melina y quería agradecerte la nota del sábado”, decía parte del sms. La emoción me ganó cuando leí la frase. Se lo dije, también por sms. “Ya estás en mi corazón. Me entendiste y comprendiste. Mientras, sigo esperando, peleando con una sociedad médica y jurídica necia y no hay peor sorda...”, volvió a escribirme. Fue en ese momento cuando le ofrecí hacerle una entrevista, si no le causaba cansancio, para que ella misma explicara cuál era su reclamo. Incluso le propuse entrevistarla telefónicamente. Sabía, por su mamá, que no quería recibir visitas para que no la vieran tan desmejorada: sólo aceptaba, además de la presencia de su mamá que la acompañó siempre, a su hermana y a su hermano, y a su madrina. Hizo una excepción con una amiga íntima que acababa de tener un bebé y le llevó al hospital al recién nacido para que lo conociera. Melina prefería que sus afectos la recordaran con la sonrisa que la había acompañado mientras había tenido una vida normal, que la pensaran cargada de energía y proyectos, y no en su lecho de muerte, postrada, con casi todo el cuerpo paralizado. Melina aceptó mi propuesta: “Sí, a vos quiero conocerte personalmente”, volvió a escribirme. Me pidió que fuera ese mismo día a la tarde. La cita fue pactada a las 17. Así conocí a Melina. Estaba acostada en la cama de una habitación individual del Garrahan. No podía levantarse ni para ir al baño. Tenía escaras en la piel, que le curaban enfermeras especializadas en cuidados paliativos. Cuando llegué, tenía el control remoto de la tele en una mano. Podía sostenerlo con esfuerzo. Se entretenía un rato con un programa de chimentos. Tenía una notebook, en la que navegaba por Internet. Unas sombrías ojeras enmarcaban su mirada. Los brazos, flaquísimos, impresionaban. Igual que la claridad de sus pensamientos. “Yo creo que como el mío hay un montón de casos similares. Y estaría bueno que haya una ley que nos ampare a los que estamos enfermos, que nos comprenda”, me dijo, durante la charla. Tenía la voz nítida, pero algo rasposa. “Quiero transitar lo último que me queda en paz, sin sufrir, durmiendo”, me explicó. Se lo había dicho antes a los médicos que la atendían desde el 24 de enero, cuando tuvo una recaída y quedó internada. Ya había tenido otras internaciones. Pero un dictamen del Comité de Bioética había rechazado su petición porque no estaba en fase terminal. Ayer murió.
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