Martes, 4 de diciembre de 2007 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Rodolfo Luis Brardinelli *
La pintada está allí, en una pared de San Telmo: “Fuego a las cárceles”. La primera mirada puede producir perplejidad e inquietud. Luego la firma viene en nuestra ayuda; le da inteligibilidad al mensaje y serenidad al observador. Es una pintada anarquista. No es entonces más que una forma provocativa de expresar la postura abolicionista que el anarquismo tiene –¿podría ser de otra manera?– sobre las cárceles.
Enseguida, sin embargo, la inquietud vuelve, ¿de verdad no es más que eso? Si a la pintada le sacásemos la firma, ¿no representaría igualmente el pensamiento de un buen número de argentinos? Es cierto que habría una diferencia fundamental entre los anarquistas y los tácitos firmantes de la segunda opción: los anarquistas sacarían a los presos antes de quemar la cárcel.
El fuego de Santiago del Estero con sus 35 muertos –como antes el fuego de Magdalena con sus 33 muertos, como antes el fuego de Olmos con sus 36 muertos– ¿es real y profundamente rechazado, silenciosamente tolerado, vergonzantemente deseado o secreta e indirectamente provocado por una sociedad, y por una clase política, que sabe lo que pasa dentro de los penales pero sistemáticamente no hace nada para cambiar la situación?
Hoy no hace falta haber leído a Foucault, a Wacquant, a Baratta o a Zaffaroni para saber que la sociedad ya no espera que el encierro produzca la “resocialización” de los castigados. ¿Qué esperamos entonces que haga la cárcel con los presos? Esta pregunta puede tener diferentes y opinables respuestas, pero muy probablemente todas posibles de ser sintetizadas en una expresión tan brutal como frecuente: “que se pudran ahí adentro”. Es decir, ya no se intenta “regenerarlos”, ya ni siquiera se intenta mantenerlos aislados, congelados en un espacio sin tiempo. Lo que ahora se espera es que se pudran, se desintegren, se disuelvan, es decir..., que se mueran.
Los presos lo han entendido hace tiempo. No por nada en su rudimentaria pero extraordinariamente expresiva jerga han decidido autodenominarse “tumberos”. Saben bien que son los que habitan la tumba, el lugar de la oscuridad, la soledad definitiva, la degradación, la corrupción, la hediondez, la destrucción, y... la muerte.
Y si el repetido “que se pudra...” significa, ni más ni menos, “que se muera”, la forma precisa en que la muerte llegue ¿tiene tanta importancia? Además es sabido y admitido que el fuego “purifica todo” y acaba con lo que ya había sido definido como lo inservible, lo irredimible, lo irrecuperable. El fuego viene entonces a cerrar el ciclo de aquello que, tal como fuera públicamente deseado, “se pudrió”.
No hay ni siquiera novedad en la propuesta. Al fin y al cabo todos hemos debido escuchar más de una vez a quienes, saltando el cerco de la impudicia, proclaman que la solución para las villas es “querosén y un fosforito”.
Es que los “fuegos carcelarios” no son en definitiva más que una parte, una expresión localizada de otros fuegos vigentes entre nosotros: los fuegos de la violencia, la exclusión, la intolerancia, la discriminación, el racismo, el autoritarismo y tantos otros.
Mientras en los Estados Unidos, el país campeón de la pena de muerte, el promedio es de 35 ejecuciones anuales, en Argentina alcanzamos el mismo número sólo con el fuego de Santiago del Estero. Pero eso no es todo, en los últimos tres años 113 reclusos murieron de asfixia y quemaduras: 60 en el 2005, 14 en el 2006 y, hasta ahora, 39 en el 2007.
Macabra eficiencia la de los fuegos carcelarios. Macabra eficiencia la de esta forma de pena de muerte aceptada, casi sin disimulo, por una parte importante de la sociedad de un país que dice no tener pena de muerte.
* Grupo de Estudios Sociales de la Vida Penitenciaria (Gesvip). Universidad Nacional de Quilmes.
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