Viernes, 5 de septiembre de 2008 | Hoy
Más allá de las responsabilidades penales que empiezan a dirimirse ahora, la tragedia de Cromañón, cuatro años después, no parece haber servido para que jóvenes y adolescentes revisen esos elementos –aguante, bengalas, reviente– que construyen una liturgia ligada al rock. ¿De qué habla este silencio acrítico?
Por Roxana Sandá
Villa Celina es esa geografía del conurbano donde en cada cuadra se alternan pintadas de los punteros de turno con la leyenda “Basta de culpar a Callejeros”, una expresión que respira vida propia porque define al barrio de los integrantes de esa banda y denomina al grupo de jóvenes que el primer día del juicio por la masacre de Cromañón vendaron sus ojos con trapos negros a las puertas de los tribunales, enfrentándose a pares que exigen las condenas de músicos, empresarios y funcionarios. Tras cuatro años de la masacre, los claroscuros entre las víctimas del boliche incinerado en Once continúan planteando el significado de las responsabilidades colectivas, de las construcciones de poder que los mismos jóvenes arman desde los espacios que les caben y que los obliga a “mirar la realidad mientras actúan”. Precisamente, una de las consignas para entender un posible campo de lucha donde los símbolos se convierten en herramientas de interpelación.
La filósofa Esther Díaz observa la tragedia de Cromañón “en la misma categoría histórica conceptual que lo ocurrido con el conflicto del campo: no hay términos medios. Aún no aparecieron voces tratando de encontrar un atajo. Todo se reduce a un River-Boca”.
A su entender, “es preocupante la total falta de autocrítica que hubo del lado de los familiares y sobrevivientes, y de los responsables concretos del hecho. Pareciera no existir entre nosotros esa posibilidad. Todos pretenden tener la razón absoluta. Pero, aun así, en el caso de los familiares es muy alarmante que no se manifieste una autocrítica”.
Que el carácter de la modernidad es la racionalidad a esta altura es una verdad de Perogrullo, “y que ésta tiene elementos fundamentales, como el poder de crítica, también. Pero, por cierto, los argentinos lo tenemos muy desarrollado –sostiene Díaz–. Sucede que esa crítica es siempre hacia el otro, y en este sentido con los adolescentes y los jóvenes ocurre algo similar. En última instancia, los jóvenes fueron construidos por nosotros, los adultos”.
Preguntarse por los ideales, entonces, implica hallar un terreno donde las redes sociales se cortan en el desengaño. “Una sociedad sin ideales –advierte–, desengañada de la política, no puede dejar de construir simulacros. Y lo de Cromañón es un simulacro de la política. Pero evidentemente los seres humanos, por lo menos desde la construcción subjetiva de Occidente, deberían ir más allá de la mera subjetividad. Por eso creo que es terrorífico que no se desarrollen solidaridades, que la única alternativa posible sea la violencia.”
–Callejeros no parece individualista, pero en definitiva forma parte de grupos que terminan excluyendo a otros, y esas actitudes también hablan de un individualismo. El otro no es escuchado, sino amenazado en una causa que es pública, pero no nacional. Pareciera que aquí sólo hubo culpables y víctimas; nunca existieron imponderables. Venimos de una sociedad muy dividida, y lo que ocurre con Cromañón es un reflejo de esto, sin posibilidad de diálogo. Levantando la bandera de una verdad que postulo como sólo mía, de alguna manera estoy levantando la posibilidad de que me excluya.
El psicólogo Jorge Garaventa brinda ayuda terapéutica gratuita a sobrevivientes y familiares de víctimas de Cromañón. Esa proximidad con las pérdidas y la desazón por lo imprevisible lo acercaron a concluir que sin la desidia “y la corrupción estatal-empresaria, y sin la ciega y despreocupada avidez de los músicos, la masacre no hubiera ocurrido”.
Es que si todo hubiera estado como era debido, arriesga Garaventa, “y pese a ello alguien encendía una bengala, no hubiera costado ni una vida. Hubiera sido una manifestación más de un estilo cultural de los bordes cuyo análisis, cuatro años después, sigue siendo deficitario”.
Hoy, los sobrevivientes de Cromañón son una realidad lacerante en el seno de la sociedad que, lejos de ocuparse de ellos, “los ha dejado en un descuido marginal de consecuencias imprevisibles –enfatiza–. Las consecuencias psíquicas y físicas son una amenaza en la corteza social que puede estallar en el momento menos esperado si no se sale ya al encuentro con políticas de reparación, terapéuticas y de inclusión”.
Cabe preguntarse, sin embargo, si ese aspecto de victimización puede enceguecer otros factores graves de la cuestión, “como la glorificación, idealización e inocentización de la cultura del aguante con sus herramientas de reviente y riesgo”, duda el psicólogo. “Con el comienzo del juicio se visibilizan algunas manifestaciones del ‘más de lo mismo’: el ex cantante de Jóvenes Pordioseros no se priva de decir en un reportaje y en la letra de su flamante álbum que ‘añora las noches de humo y alcohol de Cemento’.”
–Por ejemplo jóvenes que, acríticos y desafiantes, enarbolan su muñeco inflable y sus remeras con “Basta de culpar a Callejeros”. Así es como se van construyendo los bolsones de impunidad. Era necesario establecer las responsabilidades penales, imprescindible mostrar el descuido hacia los jóvenes, pero ahora también es ineludible una severa autocrítica de los rituales de la noche joven, sobre todo de sectores que rodean a determinadas bandas de rock. Participar de determinadas manteadas de riesgo es una señal de pertenencia. O sos bengalero o no sos callejero, ni redondo ni piojo. Esto ha sido un ida y vuelta de las bandas y sus seguidores. Y hay que revisarlo.
–La propia juventud es la que debe revisar expresiones y darse otras formas de relación con sus ídolos. De hecho, muchos lo están haciendo, aunque son muy tentadores llamados como los del Indio Solari a profundizar la cultura de la bengala porque es la esencia del rock.
–Están las claras responsabilidades penales y están las otras, de las cuales es muy difícil hacerse el distraído. Los chicos de Cromañón murieron por descuido adulto, descuido en el más crudo sentido del término. Descuido criminal, si se quiere. La sobreactuación posterior de autoridades y bandas no nos engaña: el descuido sigue vigente. Las instituciones siguen sin ampararlos. El gran desafío es si son capaces de criticarse hasta el dolor, que ya han tenido bastante, y reciclarse hacia una forma más saludable, y sobre todo más amorosa, de vivir su cultura, su música. Es decir, su vida misma.
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