Viernes, 27 de agosto de 2010 | Hoy
PANTALLA PLANA
En su tercera temporada, cada vez más abierta a toda suerte de mitologías que cobran vida en el sur de los Estados Unidos, la serie True Blood, sin dejar de lado el vampirismo aggiornado, da lugar a hombres y mujeres lobo que por el lado bestial liberan sus pulsiones sexuales.
Por Moira Soto
Algo de ese mundo excéntrico relacionado con lo sobrenatural, propio del sur profundo norteamericano, que con tanta maestría plantaba Clint Eastwood en su Medianoche en el jardín del bien y del mal, explota ahora con alcances impredecibles en la serie True Blood, ya promediando la tercera temporada (se está pasando localmente por HBO, en simultáneo con los Estados Unidos). Si en la primera etapa, esta producción con el sello de Alan Ball que recrea las novelitas de Charlaine Harris, Southern Vampire Mysteries, transfundía nueva sangre al antiguo mito vampírico, sazonándolo con brujería y otros toques fantásticos, en la segunda temporada –además de evolucionar a toda marcha el relato sobre los no muertos– sumaba desinhibidamente aportes de la mitología griega. Por ejemplo, a través de una poderosa ménade (llegada de la troupe de bacantes que seguían a Dioniso) que desorganizaba la ya alterada comunidad de Bon Temps, Louisiana, organizando orgías en las que participaba activamente, en estado hipnótico, casi toda la buena gente del pueblito.
A esta altura de la soirée –porque estos desmadres suceden habitualmente en la noche irracional– ya se sabía que Sam, el dueño del bar Merlotte, podía mutar a animal, casi siempre perro. Pero no lobo, especie que crece y se multiplica en la temporada en cartel: es decir, hombres mujeres lobo que, como los vampiros actualizados afincados en el sur, dan rienda suelta a su descomunal potencial erótico, haya o no plenilunio. Esta nueva (en la serie, ya que la especie proviene de leyendas muy lejanas) minoría en realidad no es autónoma, puesto que depende de los caprichos del rey de Mississippi, un vampiro aristocrático de 3000 años, que encara las peores calamidades con el humor irónico y distanciado de quien se las sabe todas. Este encantador personaje tiene un cónyuge al que cada tanto no tiene más remedio que reubicar con (non sancta) paciencia, porque condesciende a tener en cuenta la juventud de su pareja: apenas 700 añitos.
Como han de saber los/as cada vez más numerosos/as fans de la serie, que este año más que al derrame de sangre tiende a la hemorragia –es que ahora además de los desgarramientos de carne (humana), están rodando cabezas a destajo–, True Blood se centra en la historia de la diáfana mesera Sookie Stackhouse, lectora de pensamientos ajenos, entre otros poderes que se van revelando, de corazón noble y auténticamente desprejuiciado. Tanto como para enamorarse de la romántica palidez de Bill Compton, el vampiro de 173 pirulos (actualmente pisando los 175) que ha regresado a su vieja casa familiar abandonada, en Bon Temps. En la primera temporada, los vampiros ya disponían de sangre artificial ponja para alimentarse, si bien algunos seguían prefiriendo el menú clásico de altri tempi que, además, les daba la posibilidad de acrecentar la minoría al contagiar a sus ¿víctimas?. Por ora parte, estaba instalado el debate público entre cristianos fundamentalistas dispuestos a arrasar con los diferentes, y los más liberales, que los aceptaban y empezaban a reconocer sus derechos. Por cierto, la animosa chica Sookie siempre la tuvo clarísima, aun antes de caer enamorada a full de Bill. Este, a su vez, desde el vamos ha intentado recuperar lo que le quedaba de su anterior humanidad, preservando a su amada del colmillazo fatal (en el sentido de que una vez mordida, se supone que no hay retorno a la vida común y silvestre, aunque en esta serie reglas y códigos del género se vuelven progresivamente más flexibles y hasta reversibles: últimamente, Bill se muestra inmune a la luz solar).
Pensar que Alan Ball descubrió las pulp novels de Harris cuando buscaba algo baladí para leer en la sala de espera del dentista... Y justo se viene a encontrar con estas ficciones pobladas de colmillos penetrantes que el creador de Six Feet Under asoció inmediatamente a su acendrado interés por los problemas de las minorías, por la aceptación de la diversidad. Con la anuencia de la autora, desarrolló personajes –alrededor de diez coprotagonistas, veinte secundarios, incontables visitantes– e historias paralelas con extraordinaria consistencia y absoluta claridad, pese a la imparable expansión y complejidad de la trama. Los/as adictos/as a True Blood de la primera hora saben bien, como si los conocieran en persona, quiénes son y cómo son Sookie, Bill, Sam, Jason (el bala perdida hermano de la mesera), Tara (la temperamental negra amiguísima de Sookie), Jessica (la reciente vampira adolescente haciendo un duro aprendizaje), Russell (el magnífico rey, refinado gourmet de comidas bien rojas), Lafayette (el querible cocinero gay que en los ratos libre trafica con sangre de vampiro, famosa por sus efectos afrodisíacos), Eric (el guapísimo chupasangre vikingo, rival en amores de Bill) y, entre los más recientes, el benévolo y corajudo lobito Alcide. En uno de los últimos caps, Bill, desangrado por la despechada vampira Lorena, se bebe literalmente a Sookie, sin poder controlarse. Pero después la salva de morir y ella lo rechaza, por el momento... En la vida real, los intérpretes de estos personajes, Anna Paquin y Stephen Moyer, acaban de casarse en relativo secreto, en la playa de Malibú. La noticia no aclara si en la fiesta se ofreció sangría a los invitados, pero sí nos alboroza con una promesa: habrá cuarta temporada de True Blood.
True Blood, sábados a las 23.30 y domingo a las 22 por HBO, lunes a las 22 por HBO Plus.
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