Viernes, 27 de junio de 2014 | Hoy
RESCATES
Sally Ride
1951-2012
Un inmenso bol para cocinar arroz surgió de las profundidades del Pacífico y se acercó en febrero de 1803 a la costa de Ibaraki en la región japonesa de Kanto. La pasajera del barco inesperado era una mujer joven que hablaba una lengua ininteligible. Con matices arcanos y versiones de animé, la leyenda de Utsuro Bune confirma la visita galáctica de la comandante del bote hueco. Esa mujer capitana era una extraterrestre. Ser de otro planeta –facilidad de slogan– era lo que hacía posible que una mujer estuviera al mando de una nave cruzando el espacio. Slogan en desuso cuando en 1963 Valentina Tereshkova (bautizada Gaviota en la misión) fue, a bordo del Vostok 6, la primera mujer en viajar al espacio. Valentina viajó, sí, pero no la dejaron comandar la nave. Veinte años después de aquella pasajera rusa sin botones de mando en sus huellas digitales, Estados Unidos tuvo su primera astronauta: se llamaba Sally Ride y cruzó las fronteras del cielo en un Challenger.
El viaje de Sally (la NASA durante años venía rechazando la idea de incluir mujeres en los vuelos) fue impulsado por la presión de una sociedad que quería ver mujeres astronautas pero también por una solapada intención de laboratorio: ¿qué reacción tendría el cuerpo femenino ante prolongados períodos de ingravidez? ¿Qué cambios biológicos soportaría su sexo?
Sally nació en Los Angeles y su pasión por la astrofísica casi igualaba su fervor por el tenis. Estudiaba y jugaba en la Universidad de Stanford, California, cuando un anuncio de la NASA reclutando candidatos la convirtió en astronauta (se presentaron miles de aspirantes pero sólo incorporaron a seis mujeres y a veintinueve hombres). La mujer que le cambió la cara al programa espacial norteamericano y ayudó a desarrollar el brazo robótico del transbordador no quiso recibir flores cuando el Challenger volvió a la Tierra si no les daban flores también a sus compañeros hombres (algunos dicen que aceptó el ramo pero que lo abandonó inmediatamente). Cuando Sally murió, a los sesenta y un años, enferma de cáncer de páncreas, los obituarios repitieron las beldades de su heroísmo cósmico y el celo sobre el silencio guardado. ¿Qué silencio? El de su amor por Tam O’Shaughnessy, la mujer con la que vivió veintisiete años (Sally se había casado con Steve Hawley, un astronauta del que se divorció en la década del ochenta) y con la que escribió libros infantiles de ciencia y fundó Sally Ride Science, una empresa dedicada a crear programas científicos de entretenimiento para chicos. “Ojalá que los niños gays sepan que la heroína de espacio es una heroína como ellos”, dijo su hermana en tiempos de funeral, mientras Obama le rendía honores a la chica que hizo posible que otras chicas alcanzaran las estrellas. Cuando sus papás le regalaron un juego de química y un telescopio, Sally supo que su vida iba a abrirse más allá de los límites de la Tierra, o eso dijo saber cuando hablaba de sí misma en una biografía que no escribió nunca. Fue entonces que la Sally joven, la de la raqueta –nunca dejó de jugar tenis– llegó amapolizada al espacio y abrió en la palma de su mano un surco, una estría que los aferrados al papeleo del futuro llamaron nave subcutánea y asistió puntual al merecido nacimiento de una misión celeste que mucho se parece a una leyenda.
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