Viernes, 1 de julio de 2005 | Hoy
Por Roxana Sanda
Los labios de Viviana Cozodoy eluden aquellas palabras que remiten a ampulosidades de calendario porque semestres, aniversarios y recordatorios (aun cuando subliman una tragedia como la de Cromañón) pueden distraerla de lo que considera “el espíritu verdadero de la pelea”: la búsqueda de una justicia colectiva desde el dolor. “Es que en un momento me conectó mucho la lucha por lo mismo que me alejó. Creo que con el tiempo la cosa va a decantar por sí sola, porque ahora todo está planteado en forma bastante pasiva, y cuando murieron los pibes no se cuidaron ni las formas ni el cómo. Para hacer un paralelismo, una cosa fueron el 19 y 20 de diciembre, y otra muy distinta los cacerolazos que siguieron.” A conciencia de todas las muertes que pasaron por sus ojos la noche del 30 de diciembre, cuando escapó de una de las barras que atendía para sortear esas manos desesperadas que le desgarraban la ropa, “aturdida de humo, de gritos, de esas caras que miraban con espanto”, su testimonio es clave en la causa que atiende el juez Julio Lucini y que señala a altos jefes policiales de la comisaría 7ª, del barrio de Once, cobrando sobornos sistemáticos extendidos por Omar Chabán o su mano derecha, Raúl Villarreal. “Durante los recitales pasaba un patrullero de la séptima, se bajaban uno o dos policías y charlaban con Chabán o Villarreal. La policía recibía cien pesos por cada 500 chicos que entraban a Cromañón, e incluso una vez hubo que duplicar la cifra porque se cortó la calle a la altura del local”, resume su declaración. Pero, en todo caso, haber visto hasta lo que se supone indecible de la corrupción y la masacre la situó en una cuerda infame, viviendo en un autoexilio permanente para preservar la vida del acoso de policías de civil que asomaban por su casa con “cédulas” o con presiones veladas; matoneadas de intimidación que llegaron a horrorizarla cuando en una de las marchas de familiares y amigos de las víctimas advirtió la presencia del subcomisario de la séptima, Carlos Díaz, uno de los funcionarios policiales sospechado de recibir coimas, en medio del operativo de seguridad.
“A mí se me desató el infierno por todos los costados imaginables. El desastre de Cromañón me afectó física y psicológicamente, desde la pérdida de gente querida, desde el horror y por supuesto desde la desprotección absoluta que implica declarar contra policías en una causa como ésta.” Los mismos uniformados que le fueron propuestos a modo de custodia permanente una vez que accediera a permanecer internada en el Hospital Moyano por la “complejidad de su cuadro”. “Empecé a atenderme en el hospital Ramos Mejía con una psicóloga concurrente del equipo asignado para asistir a sobrevivientes de Cromañón. Durante las cuatro sesiones previas a mi declaración judicial me bombardeó a preguntas y metió presión constante sobre lo que vi y viví hasta el día de la tragedia, como si quisiera torcer mi versión de los hechos. Cuando propusieron internarme en el Moyano huí despavorida y decidí que era hora de comenzar a atenderme en forma privada.” De lunes a viernes, Viviana realiza un desfile interminable por consultorios de cardiólogos, psicólogo, neumonólogos, traumatólogos y clínicos de tres hospitales municipales hasta que le den el alta definitiva. Lo que le resta de cada jornada hace “poco y nada”, según los quiebres íntimos permitan irse reconstruyendo, aun cuando la ayuda de amigos y gente querida sostengan con holgura la ausencia de una familia que quedó en Rosario sin pena ni gloria. “Por lo menos ahora me planteo volver a laburar, aunque haya días que no conecte con nada, y también pienso en cómo se irá dando esta pelea de los familiares y los sobrevivientes en el reclamo de justicia. Cuándo se dirá basta.” Dice creer que “la cosa va a decantar por sí sola y la gente va a encontrar la forma de expresar su bronca”, no como ahora, en que “todo está planteado civilizadamente”. Dice no entender esa especie de sentimiento contenido que ensayan los padres de los 194 muertos, “y mi temor es que en cierto modo el Gobierno y la Justicia manejen esa situación donde prima la razón sobre el dolor. Volvemos a enfrentarnos con el sistema perverso que posibilitó una tragedia como la de Cromañón y que ahora aparece como manipulador de la gente”.
En su editorial del 5 de enero último, Mario Wainfeld escribió en este diario que “lo de República Cromañón, mucho más que el atentado contra la AMIA, mucho más que la masacre de Carmen de Patagones, es una metáfora de la Argentina. Era evitable. Y, en algún sentido, era predecible”. Viviana recorre este texto con la mirada enrojecida, porque “soy consciente de que todo ocurrió como consecuencia de un Estado asesino, incluso las pesadillas que tengo de noche y las imágenes grabadas con las que me levanto todos los días. Siempre me digo que en la AMIA un cochebomba mató a 86 personas en un instante. En Cromañón falleció el triple de gente en una agonía de dos horas en el lugar y de semanas y hasta meses en los hospitales, y no hablemos del estado en que se encuentran los sobrevivientes. Esto era la muerte paulatina, ¿entendés?, y lo más devastador fue ese tiempo en suspenso que implicó caras, miradas, gritos, arañazos y marcas de los que se te prendían, pibes trepando montículos de pibes. Y todo esto conviviendo conmigo, viéndolo todas las noches.”
Hablar de nuevas etapas de organización le suena impredecible pero probable, con un necesario paréntesis en su caso, “hasta recomponer un poco más esta cabeza y estos pedazos en los que me convertí”, y en una visión general a partir de la articulación profunda entre los diferentes grupos de familiares que se reúnen en cada marcha. “Supongo que por ahora pesa el divide y reinarás, también es muy heterogénea la composición social o política de los que reclaman. Pero cuando las cabezas de los viejos no den más y entiendan que Cromañón es una tragedia de este sistema y no una desgracia que sucedió de la nada, la lucha se va a dar.”
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