Viernes, 24 de mayo de 2013 | Hoy
Por Flor Monfort
Falta un mes y medio para la llegada de mi primer hijo. No tengo una visión almibarada sobre la maternidad, sobre todo porque los primeros meses de embarazo fueron una verdadera pesadilla. En vez de sentir que estaba llena de vida, me sentía durmiendo con la muerte. No era cansancio, era un duelo emocional diario con la debilidad, y eso no es fácil para una mujer acostumbrada a hacer tanto sola.
Que te gobiernen la vida, así, desde tan pocos centímetros, es el primer desafío al que me enfrentó mi embarazo. Y no es que ya no estuviera sola, como manda el lugar común, sino que ya no podía estarlo. Necesitaba y necesito de brazos y espaldas que me hagan de colchón para caer para atrás con los ojos cerrados. Me duele aceptar la dependencia, pero también me fortalece; ahora voy a aprender de algo de lo que no sé demasiado: depender de los demás, que otro dependa tan fuertemente de mí. Y este camino sin vuelta atrás es parte de esta alquimia de desdoblarse y multiplicarse, de descubrir una paciencia nueva desde los latidos de la primera ecografía. Músculos de la cara que no sabía que existían aparecen con esas nuevas emociones cuando de hablar del niño por venir se trata.
Contar con otros, ser vulnerable, es una tarea delicada: ayer mismo, con siete meses de panza y enfundada en un buzo que ya no la aguanta, me estaba peleando con otro auto que me quemó a bocinazos en un embotellamiento. No es fácil no sentirse culpable en esos casos, pero cuán difícil es cambiar después de 35 años de un modo de estar en el mundo.
El lunes, con un grupo de gente tuvimos la suerte de ver La bella tarea, un documental de Albertina Carri sobre el antiguo y precioso acto de parir. Y es ese encontrarse con un futuro tan cercano lo que nos impactaba a las embarazadas que estábamos ahí, mirando con los ojos secos de no pestañear, tanta pornografía de un placer que sospechábamos pero que nadie nos había contado hasta ahora. Las pieles en contacto, la sangre que no asusta, las palabras de aliento; brazos y abrazos tan necesarios para que todo fluya.
Yo voy a parir en una clínica y no quiero entrar con los botines de punta, ni esperar en mi casa hasta último minuto, ni forzar una concentración imposible para ese momento con tal de que nadie se lleve a mi bebé para inyectarle vitaminas innecesarias, vacunas que pueden esperar y sondas de las que se puede prescindir. No puedo pero a la vez ya tengo la información, es imposible volver atrás, si alguien me dice “a ver, mamita”, voy a saltar como con el conductor de ayer. A veces me sueño arrancándome el goteo o huyendo con el camisolín puesto y no está bueno proyectarse así: la parte salvadora es pensarse abrazada con el hijo que viene creciendo adentro y digitando humores y sensaciones. No importa nada más. Pero otra vez la certeza de que es imposible la misión sin aliados, así que hay que reclutar manos amigas: el obstetra, la partera, demás figuras que pululan por las maternidades y que tienen funciones decisivas (la nurse, el neonatólogo...), y los de tu equipo: familia, amigas, parejas (y ese grito de invocación a la madre, no a la que una se está convirtiendo sino a la propia mamá).
En muy poco tiempo, voy a poder contar mi experiencia y cómo el parto respetado se vuelve (o no) una realidad o sigue el trayecto de esa mentira que es la medicalización del nacimiento; como decía alguien en el documental, como si para hacer la digestión todos los días hubiera que llamar a un gastroenterólogo. Estoy excitada y feliz por ese norte, y tengo miedo, pero es un miedo que me une en el aire con esos ojos absortos que el lunes nos llenábamos de lágrimas y nos reíamos al mismo tiempo.
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