Domingo, 7 de febrero de 2010 | Hoy
FAN › UN MúSICO ELIGE SU TEMA FAVORITO: GUILLERMO RUBINO Y EL “ADAGIO MA NON TROPPO” DEL CONCIERTO PARA VIOLONCELLO Y ORQUESTA EN SI MENOR, OP. 104, DE ANTONIN DVORáK
Por Guillermo Rubino
Antonin Dvorák siempre fue uno de mis compositores preferidos, tiene sinfonías y conciertos para instrumentos solistas muy lindos. Pero desde hace unos años me gusta mucho, en especial, una parte de una obra de él, un adagio, el segundo movimiento de su Concierto para violoncello y orquesta en Si menor, Op. 104. Me encontré con esta obra en 2001, cuando formé parte de la Orquesta Sinfónica Juvenil del Mercosur, que era una gran orquesta de jóvenes instrumentistas de la Argentina, Uruguay, Brasil y Venezuela. Se trabajó muy bien, con un muy buen director húngaro que vino especialmente para dirigir la orquesta en esa ocasión, y con un gran solista, el violoncellista brasileño Antonio Meneses, considerado por muchos como el sucesor del gran Rostropovich.
Hasta ese momento yo no conocía esta obra de Dvorák, y desde entonces me quedó en la memoria no sólo por su enorme belleza musical, por ese diálogo permanente que propone entre el violoncello y la orquesta (muchas veces haciendo el tema el solista y la orquesta acompañando, y otras al revés), sino también por esa experiencia que me marcó mucho, la de trabajar responsablemente con la música como único objetivo, con muy buenos instrumentistas de una formación musical clásica muy completa. Fue un buen trabajo de mucho ensayo en busca de la perfección de la obra.
Lo que yo sentía con esta pieza en particular es que, más allá de que tocamos otras obras importantes como la Sinfonía 5 de Tchaikovsky, este adagio me daba mucha tranquilidad. Es una sensación muy difícil de explicar con palabras, pero yo prefería esta obra, que no era de las más difíciles en términos técnicos, de interpretación –porque es un tiempo lento, un adagio, que es el segundo movimiento de un concierto, que siempre es el movimiento más lento–; porque me daba esta sensación de paz, me proveía un momento para disfrutar muy bien lo que estaba haciendo, para disfrutar bien a fondo el haber elegido la música como profesión. Es como llegar a un lugar, a una meta si se quiere.
Esta sensación que me dio el adagio de Dvorák no es algo que yo hubiera buscado antes conscientemente en la música. Pero apareció como algo que es muy raro, muy difícil de encontrar, porque ser músico es una profesión que tiene muchos vericuetos, y porque el trabajo de estudiar un instrumento como el violín es muy arduo, lleva mucho tiempo y muchas veces es muy ingrato. Sé que a veces desde afuera se ve como algo alegre y hasta naïf por lo vocacional, pero en mi caso he descubierto que son pocos los momentos en que uno puede parar la pelota y ponerse a disfrutar en serio de lo que está haciendo. Y creo que ésa fue la primera vez, el debut de esa sensación, de sentir una obra y disfrutarla al ciento por ciento. De estar tocando, relajado, tranquilo, y de repente poder, al mismo tiempo, pensar, recordar.
Por otro lado, y esto me parece bueno decirlo, es un tema que he tratado de no escuchar muy seguido; reservarlo para que de vez en cuando se me venga a la cabeza, y por ahí volver a escucharlo cada tanto. Y entonces, cuando lo hago, sucede lo mismo: me viene de vuelta casi siempre la misma sensación.
Y si bien no la uso como un efecto terapéutico, sí me parece que puede ser un buen plan: terminar el día, tomarse una copa de vino, sentarse en un sillón, y si por ahí alguno escucha un tango, a Frank Sinatra o King Crimson, yo lo que haría en ese lugar es poner este movimiento siempre. Para sentir la alegría, la felicidad de descubrir que haciendo música uno puede llegar a ese estado de disfrutar mucho algo que está dentro de esa cosa que uno está llevando adelante con mucho esfuerzo y sacrificio, y que quizás otra profesión no te daría. Es como descubrir un pequeño tesoro, como tener un amigo escondido que sabés que cuando lo necesitás ahí está, y te puede llevar hasta ese lugar, capaz de conmoverte siempre, una y otra vez.
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